viernes, 19 de noviembre de 2010

La cabaña de Rosendo Gaitán

*La muerte pide permiso en Ciudad Juárez
*La mujer de los senos postizos
*El horroroso esplendor de la violencia…

Por Everardo Monroy Caracas

Rosendo Gaitán no es un personaje de algún corrido mexicano o héroe o antihéroe revolucionario. En mis andanzas de reportero de El Diario de Ciudad Juárez era el jefe de prensa de la delegación del Instituto Mexicano del Seguro Social. En una vieja cabaña de su propiedad, los reporteros nos reuníamos casi todos los viernes en la noche para alcoholizarnos y chismear.
    El Mexicano, El Diario y El Norte tenían la preeminencia clientelar en el municipio de casi novecientas colonias y poblados circunvecinos. Varias estaciones radiales y dos canales de televisión (el 44 y el 5) también contaban con reporteros y camarógrafos para sus noticieros. Más de un millón de juarenses tenían acceso mediato a los hechos suscitados en su entorno territorial.
    Poco o nada se hablaba de narcos, capos, sicarios o trafico de drogas. El asunto de las muertas de Juárez suscitaba comentarios superfluos, sin alterar el estado de ánimo de los reporteros. Al final, los más entusiasmados con el alcohol y la cocaína, continuaban la farra en los bares y centros nocturnos del corazón de la ciudad.
    El viernes 7 de junio de 1996, después de cubrir la transmisión de la histórica pelea de box entre el campeón mundial welter Julio Cesar Chávez y el pocho Oscar de La Hoya, comprobé que varios de mis compañeros de oficio esnifaban cocaína. No me alarmé, ni quise cuestionar su proceder porque en verdad jamás imaginé los niveles de descomposición social existentes en Ciudad Juárez. Estaba medio beodo cuando escribí la crónica del comportamiento de la afición que vio la pelea en la mayoría de los bares y restaurantes. La ciudad estuvo paralizada por más de seis horas. Chávez perdió por nocaut técnico en el cuarto round. La causa: un cabezazo infringido en el primer round y empezó a sangrar profusamente del parpado derecho.
    Mi primer encuentro con la violencia en Juárez fue al cubrir el levantamiento del cadáver de una joven mujer. Ignacio Alvarado, actualmente reportero investigador de El Universal, era el jefe de información. En un páramo cercano al aeropuerto internacional, los agentes judiciales tuvieron conocimiento de la presencia del tambo de 200 litros que contenía despojos humanos. El reportero grafico Jaime Murrieta Briones, El Arre Machos, me condujo al lugar.
    No era la primera vez que enfrentaba visualmente a la muerte. Desde 1977 he sido reportero y trabajado en diferentes periódicos de México. Sin embargo, en esa ocasión algo fuera de lo común ocurría en Ciudad Juárez. No era un asunto domestico o de cantina. Se trataba de un ajuste de cuentas al estilo de la mafia siciliana. Una bella mujer había sido ejecutada y metida a un tambo relleno de acido sulfúrico. Después comprobaría que se trataba de una atractiva estríper, compañera sentimental de uno de los jefes de la pandilla Los Fresas: juniors dedicados al robo de autos deportivos. Los sicarios acudieron al domicilio de la pareja y secuestraron a la bailarina. Su hija de siete años logró sobrevivir al esconderse en uno de los canceles de la cocina. Los senos postizos de la víctima, que resistieron la corrosividad del acido, revelaron su nombre y el de la clínica donde enfrentó la cirugía estética.
    El Arre Machos tomó las graficas, sin dejar de masticar su chicle. Definitivamente ese tipo de noticias ya no le sorprendían, ni conmovían.
    “Esto ocurre seguido, ya te darás cuenta”, me dijo.
    Y tenía razón.
    Después entendería porque en las “pedas” de fin de semana el tema de la violencia citadina pasaba a segundo término. En la cabaña de Rosendo Gaitán, el buen Rosendo, los reporteros nos sumíamos en el oscuro laberinto del olvido momentáneo. Teníamos necesidad de reconocimiento y entendimiento. No por nuestro compromiso a la verdad, que es una palabra subjetiva, sino por consignar hechos funestos sin identificar a los deudos y a sus verdugos: el horroroso esplendor de la ciudad…
     Amado Carrillo Fuentes, El señor de los cielos, aún controlaba cada “picadero” y ruta de trasiego de la plaza y bajo la complicidad de los propietarios de periódicos, radiodifusoras y televisoras.

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