lunes, 20 de diciembre de 2010

Niños migrantes: ratas de laboratorio en escuelas católicas de Mississagua y Toronto

Por Everardo Monroy Caracas

    El viernes 10 de diciembre, 32 alumnos de primaria de la Peel District School Board (escuela católica) de Mississagua, Ontario, cayeron en cama, víctimas de un extraño mal: fiebre, diarrea y dolores de huesos. Todos tenían algo en común: haber comido, por decisión de los directivos, una rebanada de pizza de dos dólares.
    Las autoridades del plantel guardaron silencio. En la escuela, ubicada en 5650 Hurontario, nadie se preocupó en investigar lo ocurrido. Simplemente acortaron el periodo de clases y se fueron de vacaciones.
    Todo hubiese quedado en un asunto menor, atribuible a las bajas temperaturas que ahora imperan –hasta menos diez grados bajo cero--. Sin embargo, en otras dos escuelas católicas de Toronto, en donde los padres de los niños afectados en Mississagua, tienen amigos y por lo tanto existe comunicación, el problema se repitió: sus hijos también cayeron en cama después de haber comido pizza, elaborada bajo la receta de una empresa trasnacional.
    En las clínicas de salud, los médicos simplemente recetaron analgésicos y suero dulce. Los padres tuvieron que asumir todos los gastos y desvelos y además, en la mayoría de los casos, ausentarse en sus respectivos trabajos. En las dos escuelas católicas elementales de Toronto, de las 117 registradas, casi cincuenta niños entre los seis y ocho años fueron los afectados.
    Los alcaldes de Mississagua y Toronto o los gobiernos provincial y federal nada dijeron de lo ocurrido. Los hechos fueron denunciados, por algunos padres afectados, ante los principales periódicos de Ontario, pero todo fue ocultado. La trasnacional que respalda a la cadena de pizzas, al parecer logró su cometido: no generar incertidumbre y proteger sus millonarios ingresos económicos y el empleo de miles de personas que dependen de esa membrecía.
    El problema es que el virus de ese extraño mal, afectó a otros miembros de la familia. Durante dos semanas también algunos adultos han batallado con altas temperaturas, diarrea y vomito. Viven bajo la esclavitud de medicamentos costosos y dolores de huesos y cabeza. Los médicos simplemente aseguran que el problema será superado y que, por el momento, el paciente debe reposar y tomar líquido en demasía.
    En una sociedad consumista e individualista,  controlada ideológicamente por la avaricia, ignorancia y racismo de las trasnacionales, nada o poco puede hacerse. Tiene uno que apergollar el problema y prepararse para las futuras batallas que nos esperan. Da miedo descubrir que los laboratorios y sus secuaces fascistas nos tengan como conejillos de indias. Porque es evidente que los más afectados por la enfermedad, iniciada el viernes 10, fueron los hijos de inmigrantes y hay mano negra en todo este escabroso asunto.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Chihuahua: tristeza, rabia, impotencia…

*Solidarias, enardecidas, muchas activistas sociales acudieron en la capital de Chihuahua al funeral de la madre que durante dos años señaló al asesino de su hija, la adolescente Rubí Marisol, sin que nadie escuchara su clamor de justicia. La tardía destitución de tres jueces negligentes que habían puesto en libertad al homicida no calma la indignación generalizada...
*Una activista de los derechos humanos pega carteles de protesta por la muerte de Maisela Escobedo, frente al Palacio de Gobierno en Chihuahua, Chihuahua.


Por Marcela Turati

  CHIHUAHUA, CHIH.- Las coronas de flores llegaron al Palacio de Gobierno del estado el viernes 17 y fueron colocadas en la fachada. Una veladora encendida en la banqueta, frente a la puerta donde entra el gobernador, daba cuenta del asesinato ocurrido ahí en la víspera. Decenas de ciudadanos indignados lloraban su rabia y su tristeza. Un grupo de mujeres vestidas de negro hacían guardia de honor en la plaza ubicada frente al palacio; justo en la Cruz de Clavos donde se suma y se llora cada nuevo feminicidio.
Esta vez no agregaron a la lista a una de sus hijas desaparecida sin rastro, o una cuyos restos fueron encontrados en un terreno baldío después de haber sido violada y mutilada. Ésta llevaba el nombre de Marisela Escobedo Ortiz, una mamá valiente que se dedicó dos años a exigir castigo al asesino de la más pequeña de sus hijos, Rubí Marisol, de 16 años, y cuya última decisión fue plantarse en las narices del gobierno hasta que detuvieran al homicida que ella ya tenía ubicado.
"No me voy de aquí hasta que no detengan al asesino", advirtió Marisela cuando tendió su campamento en la Plaza Hidalgo de Chihuahua, frente al despacho de gobierno y la Procuraduría Estatal de Justicia, y que tapizó el parque con las fotos del homicida: Sergio Rafael Barraza, y con mantas que cuestionaban por qué la justicia nada más sirve a los poderosos (¿por qué encontraron en cuatro meses al asesino del sobrino del gobernador y en 15 días a los del hermano de la ex procuradora?, se preguntaba).

MENSAJES DE AMOR
    Marisela también colgó tendederos con mensajes de amor hacia la joya preciosa que le arrebataron, como el que incluye fragmentos de su biografía: Era una bebé hermosa y saludable, juguetona y alegre, tierna y dulce como una muñequita con su vestidito de terciopelo azul (…) bella y radiante como capullito en flor (…) a los 14 años con sus ilusiones y sueños de adolescente conoció un hombre y le entregó su corazón de niña (…) Rubí Marisol procreó una bebé con él, tenía sólo 15 años y el amor por su hijita era algo que todos podían ver (…) la vida que vivió con ese hombre acabó el amor que ella le tenía, quiso dejarlo, alejarse, ¡salvarse! Por unos días se escapó de él. ¡Lo intentó!
El jueves 16 llegó al campamento donde estaba Marisela un sicario y la persiguió hasta las puertas del palacio, donde le disparó a quemarropa. La difunta fue velada simbólicamente el viernes 17. "No se puede descartar ninguna línea de investigación, incluida la de un crimen de Estado, pues Marisela no iba a parar", decía la circular firmada por el Centro de Derechos Humanos de las Mujeres y Justicia para Nuestras Hijas, las organizaciones que coadyuvaban en el caso de Rubí. La gente congregada coreaba a gritos "¡Ni una más, ni una más!".

DE ENFERMERA A DETECTIVE

    Marisela Escobedo era un alma serena, una enfermera jubilada y alegre que disfrutaba la compañía de sus cinco hijos y de sus nietos, hasta que se percató de que Rubí Marisol, su hija quinceañera, que se había obstinado en casarse con su novio y se estrenaba como mamá, tenía problemas en su matrimonio.
    "El hombre la tenía controlada, escondida, no quería que me le acercara, le decía que yo le metía ideas de que ella estudiara. Cuando yo la buscaba, él comenzaba a contradecirse, hasta que un día me dijo que ella lo dejó. Yo sospechaba que algo estaba mal y puse el reporte a la Unidad de Personas Extraviadas", narró a Proceso en junio pasado la propia señora Escobedo.
    Ese mes la señora expuso su caso al enviado de la oficina de la ONU para los Derechos Humanos, Alberto Brunori: "Me tuve que ir a vivir al Departamento de Personas Ausentes para que la procuraduría me hiciera caso. Hice la investigación, recabé datos. Contra lo que siempre ocurre, logré comprobar quién es el asesino, pero los jueces lo dejaron en libertad y nos devastaron, nos aniquilaron. Ahora vivimos con miedo".
El diplomático italiano se conmovió con su testimonio.
    De ama de casa, Marisela se convirtió en investigadora. Rastreó los escondrijos del asesino: la primera vez que lo encontró lo llevó a juicio, logró que confesara su crimen y dónde dejó los restos de Rubí, pero eso no le valió para que los tres jueces del nuevo Sistema de Justicia Penal lo consideraran culpable. Lo absolvieron por "falta de pruebas". La segunda vez que la señora lo ubicó, en Fresnillo, Zacatecas, la policía local lo dejó escapar y la procuraduría de Chihuahua tampoco mandó a tiempo la orden de aprehensión; la tercera, hace unas semanas, ya nadie –ni siquiera el nuevo gobernador, César Duarte– la quiso escuchar.
    "Mi madre siempre buscó por lo legal, por lo bueno, porque mucha gente nos ofreció sus servicios para hacernos ‘trabajitos’ contra el hombre que mató a mi hermana, pero mi mamá siempre tenía confianza en que la justicia lo iba a resolver", relató, dolido, Juan Frayre Escobedo, el hijo mayor de Marisela, mientras esperaba con sus tres hermanos y sus tíos el cadáver de su mamá para enterrarla en Juárez.
Enseguida de él desayunaba su sobrina de dos años, la hija de Rubí, la chiquita a la que Marisela trató como si fuera su sexta hija, quien era su compañera inseparable, que estuvo presente en la plaza al momento de su asesinato. La niña se ve tranquila.

NO PUDO GUARDARLE LUTO

    "Mi mamá no pudo guardarle luto a mi hermana, siempre andaba de arriba pa’bajo, de un lugar a otro. En junio, en la caminata que hicimos, llegamos a Fresnillo, Zacatecas, y nos enteramos de que ahí andaba el asesino, pero cuando convencimos a los policías de que lo capturaran, diciéndoles que la recompensa era de 250 mil pesos, ya cuando llegaron lo vimos correr por la azotea. Y todavía la procuradora (Patricia González) dijo que mi mamá lo había inventado.
    "Y una tercera vez lo volvimos a ubicar, la semana pasada mi mamá ingresó a un evento del gobernador (Duarte) y se presentó. Expuso en público por qué estaba ahí, y él se molestó, le dijo que no traía datos consistentes. Ella decidió entonces quedarse a dormir afuera del palacio el tiempo que fuera necesario hasta que la tomaran en cuenta", comenta el hijo, y comienza a llorar al ver en la televisión las imágenes que los noticiarios muestran sobre su madre.
    Entre las imágenes que repitieron los noticiarios están las que captó la cámara de seguridad en las que se ve cuando el asesino se baja de un auto blanco compacto y se dirige a ella y la encañona, pero se le encasquilla la pistola. Ella trata de defenderse, cruza la calle y corre a las puertas del palacio de gobierno, él la persigue y le dispara en la cabeza. Ella muere a las puertas de la casa de gobierno; a unos metros de la procuraduría. Nadie interviene.
    En el lugar queda el tendido de mantas de amor hacia su hija y en las que exigía la destitución del trío de jueces que exoneraron al asesino.
    El hijo de Marisela, acompañado por sus hermanos, cada tanto hace pausas en la entrevista. Sobre todo cuando en los noticiarios aparece el gobernador Duarte, quien anuncia que –ahora sí– pedirá la destitución de los jueces corruptos y –ahora sí– atrapará al asesino.
    La destitución se concreta el viernes 17, y aunque "el gobernador dice que habrá un proceso de desafuero para los jueces que propiciaron la impunidad, faltan los otros culpables: los ministeriales que no llevaron a cabo las pesquisas; la unidad para personas desaparecidas también falló, y también la comisión interinstitucional que se creó para ver su caso", señala Lucha Castro, directora del Cedhem y abogada coadyuvante en el caso de la adolescente.
    La familia de Rubí Marisol considera que el sicario que mató a Marisela no fue enviado por Sergio Barraza, el asesino confeso de Rubí, sino que viene de altas esferas.
    "Ese tipo qué se iba a arrimar acá, si lo que quería era esconderse. Mi mamá ya estaba presionando mucho al gobierno, evidenciando que no hacen nada, evidenciando que las tres veces que ubicamos su paradero no quieren detenerlo. Por eso le hicieron esto: sabían que ella no se iba a ir de ahí y que sólo iba a dejar de buscar si la mataban", expresa Juan, el hijo mayor de Marisela.

LUCHA CONTRA IMPUNIDAD

    La gente congregada el viernes 17 en la plaza de armas de Chihuahua para la ceremonia fúnebre tenía algún recuerdo de Marisela: para unos era la mujer que todos los días marchaba de la Subprocuraduría de Justicia a la Ciudad Judicial, empujando la carriola de su nieta, en una protesta silenciosa en busca de justicia; la que recorrió el país a pie, y que en su viaje de Ciudad Juárez al Distrito Federal iba entregando pósters del yerno homicida, dando conferencias de prensa sobre el caso y preguntando en cada delegación de la PGR y de las procuradurías si hasta ahí había llegado alguna notificación de captura al homicida; la que exigía al Ministerio Público que le pagaran los gastos por hacer el trabajo que correspondía a ellos; la que acampó con otras mamás en el Hemiciclo a Juárez, de la Ciudad de México, y pidió audiencia con el presidente Felipe Calderón y con el procurador Arturo Chávez Chávez, quienes nunca la recibieron; la que aguó la despedida del gobernador Reyes Baeza y cuya presencia disgustaba a su sucesor, César Duarte.

DISCURSO SORPRESIVO

    Entre los discursos del viernes 17 sorprendió el de un muchacho que se presentó como Eduardo Frayre, hijo de Marisela. Él dijo: "Quiero decir al señor Duarte que se dice gobernador que no sirven para nada, que aquí no hay gobierno; sólo veo muros y piedras… Ahí está la sangre de mi mamá, la acabo de tocar. Y mi mamá, gracias a Dios, ya está bien: con mi hermana. ¡Quiero que recuerden este 16 de diciembre como el día de la señora que luchó por la Justicia; será recordado (también) como el día del gobierno inepto!"
    Entre los aplausos se escucharon gritos pidiendo que el gobernador saliera de sus oficinas. "¡Que dé la cara Duarte, que salga!"
    Muchos de los presentes lloraron, en especial unas mujeres vestidas de luto que minutos después hicieron guardia de honor alrededor de la Cruz de los Clavos y que agregaron el nombre de Marisela junto al de Rubí y al de centenas de nombres de mujeres asesinadas.
    Vestidas de oscuro, las mujeres se decían familiares de la difunta. Su parentesco no era biológico, las hermanaba la tragedia; ellas son otras madres que buscan a sus hijas, unas asesinadas, otras desaparecidas; todas en la sala de espera de la justicia que nunca llega.
    "Los asesinos de todas nuestras hijas siguen libres. Como nos matan y no pasa nada, siguen asesinando sin temor. Y estoy segura que no los agarran porque gozan de la protección de la autoridad", dijo entre llantos Norma Ledezma, mamá de Paloma Escobar, la joven de 16 años asesinada hace ocho años en esta ciudad y fundadora de la organización Justicia para Nuestras Hijas.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Bus: la otra casa del migrante en Canadá

*En 281 rutas se moviliza la cuarta parte de la ciudad de Toronto
*La mayoría de los afrocanadienses monopolizan 
los asientos traseros
*Es muy común encontrar pasajeros que 
hablan solo o duermen plácidamente


Por Everardo Monroy Caracas

    El hombre habla solo y manotea. Nadie le hace caso. Es africano y le exige a la mujer inexistente que lo deje en paz. Está harto de ella. En el autobús número 45 viajamos 37 personas y cada uno va ensimismado, consumido por el calor. La ruta es Steels-Kipling-Dundas, una de las 281 rutas que tiene el Transporte Colectivo de Toronto (TTC).
    En un principio sorprende ver y escuchar a personas que monologan en voz alta. También el percibir que difícilmente algún pasajero sonríe o intenta dialogar con su compañero de viaje. Algunos leen o dormitan.
    “No los veas mucho porque los incomodas y hasta pueden denunciarte”, me dice en un mal castellano el canadiense que me acompaña.
    La ciudad de Toronto es rectangular y es dividida de norte a sur por la avenida Yonge. De oeste a este, los carriles más largos son Steels, Finch, Lawrence, Eglinton, Bloor y Dundas. No es problemático llegar de un punto a otro porque el transporte público es fluido. Hay más de ocho mil camiones para cubrir la demanda del pasaje, según datos de la TTC. En el 2007 la ciudad estreno otras 800 unidades, así lo publicito el gobierno local en grandes cartelones. Fueron adquiridos con el impuesto a la gasolina.
    Rod, un chofer de la ruta 32 que circula por todo Eglinton, asegura que son los afrocanadienses quienes más basura arrojan en las unidades. Los hispanos son más cautos y menos problemáticos. Normalmente les gusta sentarse en los últimos lugares, en la parte trasera.
    “En el periodo escolar, de septiembre a junio, hay más escándalo por los estudiantes. En estas fechas el trabajo es más tranquilo y sólo lidiamos con las personas que se drogan o tienen problemas mentales”, comenta.
    Una afrocanadiense jala el cordón amarillo para anunciar su descenso. Lleva un bebé en una carreola. Intento ayudarla a descender, pero mi acompañante me lo impide. “Te puedes meter en problemas”, alerta. “Se vuelca la carreola o se cae el niño y tú serás el responsable”.
    Algo parecido escuché durante la temporada invernal. Si alguna persona se resbala a consecuencia de la nieve o hielo recomiendan no levantarla, sino pedir ayuda al 911. Es lo mejor.
    Una vecina tuvo una lamentable experiencia por ese hecho:
    “Yo vivía antes en la Panorámica, por la Finch, y tenía que caminar unos cuarenta metros antes de llegar a la parada del autobús. Resbalé y me lastimé el tobillo derecho y nadie quiso auxiliarme. Por fortuna traía mi celular y logré pedir auxilio. A la gente que le pedía me ayudara, simplemente contestaba que le hablaría a la policía. Tardé más de una hora para ser rescatada de la nieve”.
    En las 30 salidas del subway Kipling-Kennedy es posible abordar los autobuses y continuar el viaje hasta su destino final. Lo mismo ocurre con las 33 de Downsview-Finch; cinco de Sheppard-Don Mills y seis de Kennedy-McCowan. Con la ayuda de un “transfer”, como le llaman al boleto temporal que se obtiene en la estación o de manos del chofer, no hay necesidad de invertir más dinero. Durante dos horas es posible brincarse de una unidad a otra en las principales intercepciones.
    El transporte colectivo de Toronto es uno de los más caros del mundo: Tres dólares el viaje. De ahí la necesidad de comprar boletos especiales por un mes, semana o día. En el primer caso, la inversión es de 109 dólares y se llama Metropass.
    “Para quienes vivimos en Toronto y trabajamos o estudiamos el Metropass es un artículo de primera necesidad. Se recomienda para aquellos que viajan más de cuarenta veces al mes”, dice José Luis García, un paralegal que lleva 14 años en Canadá.
    Las personas que reciben welfare o ayuda económica del gobierno, disponen de 100 dólares para ese fin. Sin embargo, es necesario que haga un voluntariado social para obtenerlo. Tienen que trabajar de tres a seis horas por semana en alguna iglesia o centro comunitario para hacerse acreedores de esa ayuda.
    “Yo prefiero quedarme sin comer a no tener el Metropass”, acota Carina, solicitante de refugio político y alumna de una escuela de inglés para adultos.
    Algunos inmigrantes en proceso de refugio estudian y trabajan y, por lo mismo, deben de desplazarse de un extremo a otro de la ciudad.
    Ellen, una jamaiquina bullanguera, vive en la Rathburn y su odisea diaria depende de la celeridad del transporte. Su escuela está en la Lawrence West, cerca de la estación del subway, y su trabajo de limpieza en la Sheppard y Meadowvale, en la parte este de la ciudad.
    En esta temporada de vacaciones escolares, Ellen tiene que abordar el autobús 48 y descender en Kipling, donde continúa su viaje en una unidad 45. Después se introduce a los pasillos de la estación del subway Kipling y se desplaza por toda la línea verde hasta la estación Kennedy. Ahí cambia de tren y llega a la parada de Scarborough Centre para ascender al penúltimo camión, el 38, y ya en la Meadwvale internarse en la unidad 116 hasta su ruta final. Invierte tres horas diarias de su vida en el interior de los autobuses y trenes.
    “Uno se acostumbra a estas rutinas y trato de encontrarle su lado amable. Siempre leo o escucho música, de esa manera me relajo”, comenta.
    En cada bloque de la ciudad hay etnias que predominan. Por ejemplo, en la parte noroeste radican más afrocanadienses e hindúes y en el sur y una parte de la noroeste, asiáticos e hispanos. Por la sur e incluso dentro de downtown, los portugueses e italianos tienen una mayor influencia. En las avenidas Jane, Wilson, Weston, Sheppard, Bathurst y Dufferin es posible observar a un buen número de hispanos, principalmente de México y Centroamérica.
    Los streecar que recorren la Sant Clair , Queen, King o Spadina rescatan un poco a la antigua ciudad de Toronto. Los turistas disfrutan el viaje, por encontrarse muy cerca del lago. Sin embargo, para la mayoría de los pasajeros simplemente es un medio más de transporte que los enlaza a sus hogares, centros de trabajo, lugar de esparcimiento o comercio. Nada extraordinario.
    En Toronto está prohibido que los bebés estén en brazos de sus padres o parientes. Tienen que desplazarse en el interior de los autobuses con ayuda de carreolas. Lo mismo ocurre en el subway, de esa manera se evitan accidentes mortales.
    Los torontenses han aprendido a tolerar a los enfermos mentales que utilizan el servicio de transporte público. Por lo mismo, les son indiferentes los monólogos y las expresiones de quienes sufren algún tipo de alucinación, como el afrocanadiense que viaja en uno de los asientos del fondo de la unidad. Seguramente discute con alguna mujer, tal vez su ex esposa, porque insiste en aclararle que no quiere problemas, únicamente intenta abrazar a su hijo. Sorprende que los pasajeros que comparten el lugar continúen a su lado, impasibles, indiferentes. Incluso uno de ellos lee su periódico y en nada le conmueve lo que escucha.
Rod, el chofer, sintetiza esa visión:
    “Aquí es muy común ver gente que habla sola y uno supone que su daño emocional tiene mucho que ver con los medicamentos que toman o por las lesiones psicológicas que tienen por haber participado en alguna guerra en su país de origen. Por eso a nadie nos sorprende escucharlos tener conversaciones con seres invisibles. Mientras no nos agredan, todo está bien”, puntualiza.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Leamington: paraíso laboral de inmigrantes ilegales

*Propietarios de empacadoras y greenhouse abogan para que no los persigan agentes migratorios
*Doce contratistas tienen el monopolio de la mano de obra demandada
*Se les paga entre 7.25 a 7.50 dólares la hora y la mayoría no tiene algún día de descanso

Por Everardo Monroy Caracas


    Leamington.- En esta ciudad canadiense de 30 mil habitantes, no es complicado trabajar en granjas o greenhouse, empacadoras y comercios. Jamás se exige identificación o permiso oficial de empleo. Sólo se necesita tener el apoyo de un contratista autorizado y sin queja alguna, soportar las duras jornadas de diez a doce horas diarias. Es el destino de más de quince mil obreros y jornaleros, la mayoría hispanos.
    “Leamington es de los fuertes, no de los débiles. Aquí el que más trabaja, más gana y no importa que sólo duerma cuatro o cinco horas diarias”, precisa Terry Menanses, propietario de una greenhouse de tomate.
    Y remata:
    “Quien busque trabajar ocho horas diarias, como ocurre en otras ciudades de Canadá, aquí pierde el tiempo o simplemente no es contratado, porque nosotros queremos sacar adelante nuestra producción, antes de que se nos dañen las frutas o verduras”.
    Por esa razón, Leamington se ha convertido en un centro importante de trabajo, una especie de “paraíso laboral”, en donde los inmigrantes, principalmente los indocumentados, logran obtener entre 400 a 500 dólares semanales, sin la posibilidad de ser detenidos o deportados, como ocurre en algunas ciudades de los Estados Unidos.
    Los mismos inversionistas, dueños de mil 154 greenhouses y un centenar de empacadoras, han impedido que la policía migratoria y las autoridades locales hostilicen o arresten a sus jornaleros. Sin embargo, dejan en manos de personal de confianza, fundamentalmente bilingüe, la contratación de la gente y el pago de sus honorarios.
    Han Chong, un coreano residente, desde hace veinte años es contratista de jornaleros y todos los días, de domingo a domingo, los traslada en su camioneta a sus fuentes de empleo: granjas o empacadoras. Los viernes por la noche paga sus salarios y les invita dos cervezas. Lo conocen como “El Chino” y es quien inició el negocio de la intermediación de mano de obra.
    “Yo pago siete dólares con cincuenta centavos la hora y me encargo de que no les falte trabajo, no importa si son ilegales, residentes o ciudadanos. Aquí tenemos un universo de más de quince mil trabajadores, entre legales e ilegales”, dice con hosquedad el contratista.
    El Chino, apunta que su pequeña empresa representa a los jornaleros ante quienes contratan la mano de obra y, por esa razón, no tienen la necesidad de pagar impuestos o registrar ante alguna autoridad sus ingresos o permanencia en la ciudad. “El patrón me paga un poco más la hora y de ella cubro los salarios de cada trabajador”, subraya.
    En Leamington existen doce contratistas que cubren la demanda de empleo de todos los granjeros y empacadoras de frutas y verduras. Aún así, un promedio de ocho mil mexicanos y jamaiquinos están inscritos en un programa temporal de empleo, acordado por los gobiernos de México, Jamaica y Canadá, y laboran a la par que los indocumentados.
    Desde las cinco de la mañana es común ver en las oscuras calles y avenidas a cientos de trabajadores desplazarse en bicicleta a sus fuentes de empleo. Asimismo, los contratistas pasan al hogar de cada jornalero para trasladarlos a las granjas o empacadoras. La mayoría inicia sus labores a las 6:30 horas y las concluye entre las seis o siete de la noche. No tienen ningún día de descanso, si así lo solicitan.
    “Yo trabajo en una huerta de manzana y diariamente tengo que arrastrar una escalera y subirme a 250 árboles para quitarle la manzana mala o deshojar las ramas. Ahorita todavía no cosechamos, sólo limpiamos los árboles y no para uno todo el día”, explica Juan Elizondo, un ex obrero de una embotelladora de refrescos del Estado de México.
    Una de las mayores satisfacciones del jornalero, es encontrar un empleo donde se trabaje más de diez horas, porque eso le representa mejores ingresos y más dinero para sus familias. Su felicidad es mayor si tampoco descansan los fines de semana.
    Alicia Montoya, una nicaragüense casada con un mexicano, precisa que en las empacadoras de tomate les ofrecen trabajar hasta dos turnos seguidos. De esa manera, logran obtener entre 800 a mil dólares semanales. “Muchos las tomamos porque sabemos que en cualquier momento escasea el trabajo y nos quedamos con las manos vacías”, dice.
    Y añade:
    “Nuestro lema en Leamington es: “si tienes agarra y come y si no tienes, sólo mira comer”. Por eso preferimos trabajar duro, a costa de todo, a quedarnos sin empleo uno o dos semanas, como ha sucedido en otras temporadas”.
    En la región existen huertas de tomate, fresa, pepino, chile marrón, lechuga y manzana. En algunos viveros el trabajo se extiende hasta las ocho de la noche, porque cuentan con alumbrado, calefacción y ventiladores.
    Sin embargo, en tiempos de calor, dentro de las casas de vidrio las temperaturas llegan hasta los 110 grados Fahrenheit y aún así, los jornaleros trabajan sin protestar o exigir algún tipo de descanso.
    Los patrones, a través de los capataces, permiten que un trabajador tome tres breves descansos al día: dos de quince minutos y uno de media hora, pero únicamente paga la mitad de ese tiempo invertido, utilizado comúnmente para tomar alimentos.
    Lico Alonso, un guatemalteco radicado en Leamington desde 1999, revela que cada semana envía 300 dólares a su casa y únicamente utiliza cien para pagar su renta y comprarse alimentos. “Al mes tengo que darle cien dólares a mis compañeros de departamento e invierto otros doscientos en comprarme mi despensa y para irme a tomar unas cuántas cervezas en el Paraíso Mexicano”, afirma.
     De lunes a sábado, la ciudad aparece solitaria, porque la mayor parte de su población trabaja, pero el mismo sábado por la noche, sus principales bares se encuentran abarrotados de hispanos y jamaiquinos. Los negocios cierran a las dos de la mañana y cualquier taxi cobra entres seis a diez dólares para llevarlos a sus domicilios. Ningún policía los molesta, en caso de no alterar la tranquilidad de sus habitantes.
    Un número considerable de hispanos sin estatus legal, se internan por la ciudad de Detroit, Estados Unidos, que se encuentra a casi cincuenta kilómetros de Leamington, y otro tanto, lo hace por Toronto, que se encuentra a cuatro horas de distancia, por carretera.
    “Sin los inmigrantes está ciudad cae en la quiebra económica”, dice Terry Menanses. “Hemos hablado con el Mayor John M. Adams y le pedimos que no se persiga a los inmigrantes que no cuentan con sus papeles en regla, porque son personas que tienen necesidad y por algo abandonaron su país de origen. Mientras hagan lo correcta en la ciudad y respeten las leyes, pueden transitar libremente sin ser molestados. Ese fue el compromiso de John”.
    Las rentas en Leamington van de los 400 a los 800 dólares mensuales y cuentan con una o dos habitaciones, un baño, sala y todos los servicios. Uno de los problemas que enfrentan los inmigrantes es que se les obliga a hacer contratos por seis meses o un año y jamás se les devuelve el mes de depósito.
    Alicia Montoya asegura que hay caseros que no les permiten tener privacidad y entran a sus departamentos o basement a cualquier hora del día. Argumentan que deben vigilar que nada altere el orden de su propiedad. “Cuando quieren sacarnos, de nada sirve que tengamos contrato. Sólo nos dice que tenemos dos semanas para desalojar y de no hacerlo, nos amenaza que solicitará el apoyo de la policía migratoria”, abunda.
    

jueves, 16 de diciembre de 2010

Los senos de Karika

Por Everardo Monroy Caracas

    Hurgando en los archivos fotográficos de la laptop me reencontré con el pasado cercano. En una grafica registrada con el teléfono celular, Karika Amor sonreía y me enseñaba sus senos, rosados y enormes. Los carnosos pezones, color tabaco, me despertaron recuerdos vivos, húmedos, de gratas sensaciones.
    “Enséñamelos”, le pedí en esa ocasión, en el departamento de Venecia.
    Karika los deslizó por la parte superior de su blusa escarlata y quedaron expuestos, plenos y desnudos, ante mis ojos brillantes, de poseso.
    “Son tuyos”, me dijo.
    De inmediato abandoné el sillón de cuero negro, la tomé de la cintura y los engüi hasta saciar mis deseos. carnales Todo desencadenó en una intensa relación sexual que nos dejó adormilados, semiexhaustos. Por la noche, contrataríamos una góndola y navegaríamos en las aguas terregosas del Gran Canal. Karika deseaba cruzar a pie el puente de la Constitución y tomar un café capuchino en la plaza de Roma.
    La fotografía exhibía a una Karika descarada, ganosa de acallar sus calores uterinos. Difícilmente quedaba satisfecha y dentro de su historial sexual, llegó a ufanarse de haber experimentado en una sola noche ocho orgasmos consecutivos. El amante de ocasión, un norteño que piloteaba una avioneta Cessna 182, de dos plazas, jamás fue superado antes y después de aquel heroico episodio.
    --Y qué fue del piloto? –pregunté ya en la oscuridad del lecho.
    --Murió dos días después de nuestro encuentro, en un accidente aéreo y siempre creí que fue por culpa mía.
    Karika dejaba entrever su perfecta dentadura blanca, enmarcada en unos labios intensamente rojos. La rubia cabellera, revuelta y en rulos, pronunciaban mejor las líneas de sus grandes ojos aceitunados y una nariz respingona, bellamente trazada. Esa parte del rostro, la diferenciaba de todos sus hermanos y hermanas.
    “ Por qué mi nariz no es igual a la de mis hermanos y no saqué los ojos azules de mi padre?”, cuestionó Karika Amor a su madre. Tendría diez años de edad.
    “No te preocupes, tu eres distinta. Tus ojos y nariz son únicas”.
    La respuesta de doña Rosa no la tranquilizó y rompió en llanto. Ella no deseaba ser distinta, sino semejarse más al clan, a su padre de descendencia alemana.
    Que estará haciendo en estos momentos Karika?”, me pregunto sin dejar de divisar la fotografía que conservo en la laptop. La última vez que nos vimos fue en el aeropuerto de Denver, Colorado. Ella viajaría a México y yo partiría a Canadá.  Iba acompañada por un tipo chaparro, de traje oscuro y pelo grisáceo. Por lo mismo, evité acercarme para estrecharle la mano. Simplemente intercambiamos miradas e incliné levemente la cabeza en señal de saludo. La entereza de sus senos seguía intacta y era lo primero que observaban los caballeros al cruzarse en su camino.
    “Siempre que me miran los pechos de esa forma, me calientan un chingo”, me reveló Karika en Venecia.
    Tiempos aquellos, ya idos. Sin embargo, en la fotografía logré conservar el presente y en este caso, para mí, difícilmente ella envejecerá.   

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Fusilados/I

Por Everardo Monroy Caracas

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    Carlos Morales López dejó de ser guatemalteco el día que asesinaron a su hermano Héctor Aroldo, de 37 balazos. Lío, como le apodaban cariñosamente, fue fusilado en el Cementerio Nacional y jamás entregaron el cadáver a sus familiares. Al lado de cinco guatemaltecos, debilitados por la tortura, hambre y miedo, recibió la descarga del pelotón de fusileros y en esos instantes, tres de la mañana del jueves 3 de marzo de 1983, el general Efraín Ríos Montt era informado con detalle de lo ocurrido.
    En veinte días, el presidente de la Junta Militar celebraría su primer año de gobierno, después de asumir el cargo a través de un golpe de estado. Cerca de 300 mil personas, entre militares, civiles y guerrilleros, habían muerto en las últimas tres décadas, desde que el “Ejército de Liberación”, entrenado y financiado por el gobierno de los Estados Unidos, invadió Guatemala y depuso al presidente constitucional, de centro izquierda, Jacobo Arbenz Guzmán. En el asesinato de Lío, de los hermanos Walter Vinicio y Sergio Roberto Marroquín González; , Carlos Subuyuj Cuc, Pedro Razón Tepet y el hondureño Marco Antonio González, participaron —directa e indirectamente—, oficiales de la unidad clandestina del ejército guatemalteco, G-2; paramilitares, policías nacionales, legisladores y funcionarios del poder judicial. Fue un crimen de Estado, avalado por un Tribunal del Fuero Especial y la cruzada punitiva de finqueros, banqueros e inversionistas extranjeros que intentaban defender a sangre y fuego sus propiedades, familia, confort, ideología y religión.
    Su derecho de poseer una gran tajada de los 20 mil 496 millones de dólares del Producto Interno Bruto de ese país centroamericano.
    Carlos no lo entendió así y a sus 23 años, dos más que Lío, simplemente decidió exiliarse en el extranjero —primero en México y seis meses después en Canadá— y dejar atrás aquel país sangriento, milenario y empobrecido. La única referencia obligada de Guatemala sería su gusto por los plátanos fritos, las tortillas de maíz, los “chuchitos”, las alubias pintas y el decir “vos” por usted o “guevón” por canalla.
Lo chapín difícilmente se le desprendería.
    Tampoco olvidaría el llanto incontrolable de su padre, cuando el 9 de septiembre de 1982 le informó sobre el secuestro de Lío. Don Carlos únicamente alcanzó a balbucir:
     “Hoy sí, ya me mataron a mi hijo”.
    Esa imagen lacerante lo acompañaría en años consecutivos y en sus momentos de reflexión, ya con el dominio absoluto de una nueva lengua extranjera, comprendería que el hombre se mueve por sentimientos y necesidades reales y que los equilibrios de vida estaban precisamente en la familia, las ideas nobles y el derecho de dar y no quitar.
    El entender que el otro, por muy equivocado que se encuentre, algo debe poseer para invertir, así sea la disponibilidad de escuchar, su deseo de corresponderle al prójimo o el respetar sin reticencias la ignorancia o el conocimiento de su interlocutor.
    La política de la tortura y las armas eran justificables en el momento que la irracionalidad tomaba el mando y se suponía que el más débil tenía derecho a ser levantado bajo presión o miedo y así edificar una economía de mercado, en donde el consumo y la divisa eran el eje de todo.
    Héctor Aroldo, Lío, indirectamente había contribuido a ese cambio de actitud del clan Morales López y el mismo inglés de origen anglosajón, el de los marines y republicanos que ordenaron su asesinato, ahora era el vaso comunicante de quienes sobrevivían en Nueva York, Chicago o Toronto y trataban por convicción o necesidad a inmigrantes latinoamericanos, tan ajenos del mundo que eran capaces de creer que él éxito de vida se mide con el rasero de los dólares y los enlatados de carne molida o verdura refrigerada.
    Carlos sin proponérselo, veintidós años después de ver por última vez a Lío en aquella sala de visitas del calabozo de la Policía Nacional, sin dientes y chupado por la tortura, intentaba edificar una especie de puente plegadizo en donde cada persona sería responsable de sus actos y el costo de los errores podrían llevarlo al autoexilio, pobreza material o al envilecimiento. Manipular voluntades y levantar espejos para enfrentar la verdad, minaban los espacios de luz de sus acompañantes y los convertía en una especie de batracios de aguas profundas, vulnerables a cualquier iniciativa destructiva. Especie de platijas con ojos separados y sin objetivo fijo.
    Una mordida de perro con hidrofobia podría superarse con catorce inyecciones en torno al ombligo, como le ocurrió en tres ocasiones durante su infancia, pero difícilmente había algún antídoto para la codicia, envidia, resentimiento, frustración y miseria mental.
    Algo de todo esto contribuyó en la ejecución de su hermano Héctor, el mismo ser que el primero de junio de 1962 salió del vientre de su madre, doña Hercilia López Castillo, y que veinte años nueve meses después fue inhumado clandestinamente por los militares en un lugar desconocido de Guatemala.
    Lío era el séptimo hijo de doña Hercilia y el sexto de don Carlos. Doña Hercilia a los quince años de edad, tuvo su primer hijo, Oscar, producto de una relación obligada. Eso sucedió en Huehuetenango, su tierra natal. La mujer de sangre quechua lo amamantó y cuidó hasta que Oscar se hizo independiente y retornó a manos de su padre, un comisionado policiaco. Oscar ingresó a la Guardia Nacional y eso ayudó a que Carlos y una enviada de Amnistía Internacional hablaran por última vez con Héctor. Sin embargo, nada pudo hacer para evitar el fusilamiento de su medio hermano.
    De Huehuetenango, doña Agripina Castillo, madre de Hercilia, se trasladó con sus hijos a la ciudad de Guatemala. Lo único que llevaba a cuestas eran unos cuantos quetzales y su sazón. Su marido había muerto electrocutado y en esa región serrana el futuro era cada día más incierto y violento. En la capital del país lograron conseguir una casa y enfrentar ahí los primeros embates de la inseguridad y carencia material.
    Eso ocurrió en 1946, en los tiempos que gobernaba el primer presidente constitucional del siglo XX, Juan José Arévalo, quien hasta 1944 había vivido exiliado en Argentina. En junio de 1944 fue obligado a dimitir el general Jorge Ubico Castañeda, al frente de la presidencia de la República desde 1931, y Arévalo fue impulsado como candidato único, por el Frente de Liberación Popular y el Partido de Renovación Nacional. Uno de sus coordinadores de campaña fue un oficial del ejército, de ideas progresistas, Jacobo Arbenz Guzmán.
    Doña Agripina, como miles de guatemaltecos, entendían la política desde la esencia misma del quetzal. Los rostros sonrientes que aparecían en los carteles prometiendo justicia social o una reforma agraria, nada podrían decirles, sino por el contrario les provocaba repudio y un resentimiento obligado.
    La miseria era generalizada y difícilmente despertaba simpatías o vocación participativa el asunto de acotar la radio de influencia en la economía local de la United Fruit Company, trasnacional acaparadora del plátano y el palo chicozapote, de donde se obtenía el chicle necesario para la elaboración de la goma de mascar.
    Ubiaco Castañeda le había dado cierta tranquilidad a los inversionistas nacionales y extranjeros, en gran medida a la demanda de los Estados Unidos de allegarse de recursos naturales y mano de obra barata para la industria de la guerra.
    Doña Agripina, ajena a ese desmesurado juego de ajedrez político y a los embrollos propios de las economías autoritarias, simplemente ajustó su magro presupuesto para abrir un comedero público y allegarse de clientela gracias a los sabores incomparables de su cocina. Nadie como ella para preparar los plátanos fritos con miel o crema o los cocidos de carne de cerdo, res y pollo, como el jocón, el pulique, las hilachas, los tamales de arroz y el chompipe relleno y sin huesos, sazonados previamente con aceites y especias propias de cada uno de los veintidós distritos o estados de Guatemala.
    Su arte culinario llegó a oídas de la realeza presidencial y el chef del presidente en turno contrató sus servicios y la metió a aquel enorme recinto impoluto, cargado de centenares de ollas de acero inoxidable, platería, lozas y porcelanas de Europa y medio oriente y cuchillos de todos tamaños, capaces de rebanar una varilla sin perder su filo.
    Tal ascenso no significó mejoría radical en sus finanzas y por esa razón el comedero público continuó abierto y estuvo bajo el cuidado de sus hijas, principalmente de Josefina y Hercilia. Hasta ese lugar, sofocado por los olores agrios de la cebolla y el ajo frito, llegó a grandes zancos don Carlos Morales, asistente de mantenimiento de máquinas de Ferrocarriles de Guatemala, pero no sólo lo hizo por hambre, sino ante la necesidad de conocer a las muchachas casaderas, recién llegadas de Huehuetenango.
    Don Carlos primero enamoró a Josefina, pero al final se dio cuenta que Hercilia, la menos parlachina y hacendosa, era la más indicada para construir una familia y plantar la simiente de su futura descendencia. En 1947 unieron oficialmente sus voluntades y emigraron, ya como recién casados, a un nuevo asentamiento: dos cuartos de vecindad en la zona uno, dentro del barrio Sanmartín, convertidos en cocina y recámara.
    El baño era compartido con los otros inquilinos, al igual que el enorme estanque de aguas transparentes y jabonosas, rodeado de ocho lavaderos de piedra, construido en medio de un gran patio circular plagado de puertas de madera, maceteros y olores peculiares. Ese estrecho lugar servía para todo: mercadeo de noticias internas y externas, guardería infantil, tendedero de ropa, invernadero de cucarachas y moscas, escondrijo de raterillos, colchoneta nocturna de enamorados y borrachos y refugio circunstancial de cobradores y vendedores ambulantes.
    En ese mismo lugar, los Morales López fueron reproduciéndose hasta pasar de tres miembros a nueve, sólo que Oscar, ya más grandecito, tuvo que refugiarse en los brazos de la familia de su padre biológico.
    En 1948 nació Gloria Morales López y la siguieron, en el orden mencionado, Angélica, Miriam, Carlos, Héctor y Amilcar. Tres mujeres y tres hombres. Don Carlos, ante esa nueva realidad, tuvo que allegarse de tres camas de duro colchón y base metálica y en ellas colocar a sus hijos por género. En la tercera, entre el apretujamiento de la ropa y los muebles, aún tuvo la satisfacción de compartir gustoso el sueño e insomnio con su compañera de vida.
    Los techos de la vecindad eran de lámina de zinc y durante la temporada de lluvias, de mayo a noviembre, el tamborileo repetitivo e inacabable arrullaba a sus chirices y los sumergía a una especie de encantamiento monstruoso donde los demonios y fieras del Popol Vuh, herencia mitológica del quiché, no del kakchikel o mam, eran el mejor medio para atemorizar y doblegar voluntades infantiles.
    Hasta Miculach, el depredador de niños, detenido, enjuiciado y ejecutado por la policía guatemalteca, ya era parte de la mitología urbana y rural. Casi veinte años después, Rios Montt se había convertido precisamente en una especie de Miculach que a los guatemaltecos en el exilio, adultos todos, aún les provocaba depresión, resentimiento y miedo y una necesidad urgente y vital de que a ese personaje envuelto en decoraciones militares, trapos verde olivos e inciensos de una falsa iglesia protestante, también se le encarcelara, enjuiciara y fusilara, como en la década de los ochenta él lo hizo con sus hijos y nietos y aún más, por sus actos bestiales, a nombre de un anticomunismo sacrosanto, les robó para siempre su tranquilidad al no entregarles los cadáveres de sus feudos.
    En esa acción inmoral e insensible convirtió el Cementerio Nacional de Guatemala en un mudo recinto de injusticias, crímenes de lesa humanidad y recordatorio interminable de los alcances de un hombre enfermo de poder, émulo de cualquier genocida del mundo, enemigo acérrimo de la vida con principio y creencia.
    Por lo mismo, Carlos Morales López dejó de ser guatemalteco el mismo día que asesinaron a Lío y emprendió su odisea a tierras canadienses cual argonauta obligado. Jasón tras el vellocino de oro del carnero Crisomalo y en ese esfuerzo sobrehumano intentaría recuperar el trono perdido dentro de una sociedad infectada de desesperanza, soledad, trabajo falleciente, estupor, hambre, sentimientos oscuros y sueños enfebrecidos.
    Sólo que en esta ocasión, Medea, hija del rey Eetes, nunca le regaló la pócima de la invisibilidad y sin ese apoyo tendría que enfrentar a monstruos y pesadillas y reconstruir el imperio de casi un millón de latinos que ya deambulaban, lúcidos o idos, en las inmensidades de un país multicultural, ajeno al Mar Negro, sumergido en estepas glaciales y desiertos solares y verdosos, el antiguo porvenir de la realeza inglesa e iroquese o tierra de la abundancia: Canadá.

martes, 14 de diciembre de 2010

Mississagua: el corazón de la niebla

Por Everardo Monroy Caracas

    Los ciclos de vida son concéntricos. Parte de un punto indefinido porque no se recuerda el origen. Nuestros padres, a través de alguna fotografía o video, nos recuerdan ese momento. Ahí empieza nuestro azoro a un hecho ajeno al propósito de estar aquí, ante el monitor de una computadora, escudriñando los pensamientos del otro.
    En medio siglo se aprende mucho por el simple hecho de hacer una rutina de sobrevivencia. Duermes o mueres dieciocho años, de cincuenta, y le dedicas muy poco tiempo al raciocinio: la caja negra del entendimiento de tu misión.
    Desde el sillón de espera de la walk-clinic hago algunas anotaciones. El dolor está aquí, presente, tangible. Las dolencias de huesos, espalda, pulmones, nariz, oídos, ojos y oídos convierten este reducido espacio en una caja de resonancias: los ayes en diferentes idiomas y sentimientos.
    Los niños de hoy, son los abuelos de mañana. Me puedo ver en los ojos de alguno de ellos, en mi cama, con fiebres muy altas, a consecuencia de la viruela. Mi tía Ana María impidiendo que me rascara las ronchas por el prurito que era molesto. Tenía que polvorearme el cuerpo con  harina de arroz y regañarme a cada momento para que no intentara bajarme del camastro y pisar descalzo el suelo de frías losetas.
    La niebla rondaba en el exterior de la casona de lamina de zinc e intentaba meterse al cuarto para darme paz, porque aquel vaho semigelido, gustaba cubrir amorosamente a su gente, a sus ancianos y niños. La naturaleza amamantando la vida animal, sin distinción de género o especie, formando parte de su propósito de existencia. Flora y fauna merecían su amor perpetuo y por lo mismo, el espíritu etéreo de la naturaleza, en forma de espesa niebla, reptaba por cada rincón del patio, la avenida Revolución y la casona de un enorme zaguán de oyamel que alertaba a sus moradores con apoyo de una pesada aldaba metálica. Un sonido indescriptible, seco, hueco, repetitivo.
    Nadie puede describir la infancia por tratarse de una etapa de ciegos, sordos y mudos. Tenemos que recurrir a nuestros familiares y amigos para intentar reconstruir someramente algunos aspectos de esa experiencia tan importante en la formación de nuestro carácter. Intento hacerlo al consignar el hecho de saber los alcances de una enfermedad invisible, pero letal: la influenza. Ella, como niebla o dama de la muerte, se ha apropiado de la visibilidad de los pacientes en una sala de espera, sin médicos o enfermeras. Todo ocurre tras una hilera de puertas plomizas que permanentemente se abren.
    Uno quisiera estar al lado de los padres, con el álbum de fotografías, recorriendo aquellos años idos. El niño levanta su carita adolorida y enfrenta los ojos rugosos de los abuelos y desconoce la diferencia entre el tiempo ido y el presente por venir. No lo entiende, solo se deja llevar por un sentimiento de gratitud. Durante sus tiempos de dolor, hubo amor y curación. No faltó la harina de arroz, la cucharada del jarabe desparasitador o expectante, y el analgésico que controló los infiernos de la fiebre e impidió que nuestros fantasmas imaginarios danzaran feroces, frenéticos sobre la almohada o bajo la cama.
    En fin, lo cierto es que hay un ciclo de vida que se cierra y tenemos que estar preparados para abonar con los huesos e ideas el destino de la descendencia. En Mississagua los edificios y centros comerciales permanecen y su gente, autómata y productiva, es la que se recicla. Los pasillos del bajo mundo de la Metrópolis, de Fritz Lang aún no se inundan. Los niños están salvados. Los brazos (el proletariado)  y la cabeza (la burguesía), requieren del corazón (los líderes religiosos). A la historia aún es posible idealizarla, mientras la niebla, el vaho de la naturaleza, aguarda el momento propicio para resurgir y protegernos y amarnos. La muerte está cerca… ahora es la nieve la que aguarda…

lunes, 13 de diciembre de 2010

El Mundo Feliz de Huxley en Mississagua

Por Everardo Monroy Caracas

    En Mississagua la influencia H1N1 vuelve por sus fueros. Las clínicas y hospitales se saturan de enfermos. Los niños son los más afectados. Conmueve ver el dolor en sus caritas, aguardando la atención medica. Diarrea, vomito, dolor de huesos y cabeza, son algunos de los síntomas.
    “Suero dulce y puros líquidos”, es la consigna. Hay que combatir la deshidratación.
    “Algún antibiótico, doctora?”.
    “Nada, solo analgésico para bajar la fiebre y quitar el dolor”, es la respuesta.
    Los padres se molestan, quieren antibióticos para sus hijos. Los médicos explican:
    “Solo podemos recetar antibióticos, si las fiebres no ceden, hay marcas oscuras en el cuerpo, los labios del paciente se amoratan y la diarrea o el vomito es imparable”.
    En octubre concluyó la campaña de vacunación contra la influencia H1N1, que antes se conocía como gripa porcina o aviar. Miles de latinos nos negamos a vacunarnos, al suponer que este mal no nos atacaría.
    El microbio de esta enfermedad se encuba y desarrolla en invierno. En Inglaterra ya cobró la semana pasada diez vidas. Niños y ancianos son quienes más riesgo enfrentan. La ONU informó que hasta agosto de este año, cerca de 20 mil personas  murieron por la gripa H1N1.
    En Wikipendia, leo: “El 30 de abril de 2009 la Organización Mundial de la Salud (OMS) decidió denominarla gripe A (H1N1). Ésta es una descripción del virus: la letra A designa la familia de los virus de la gripe humana y de la de algunos animales como cerdos y aves, y las letras H y N (Hemaglutininas y Neuraminidases) corresponden a las proteínas de la superficie del virus que lo caracterizan.
    “El origen de la infección es una variante de la cepa H1N1, con material genético proveniente de una cepa aviaria, dos cepas porcinas y una humana que sufrió una mutación y dio un salto entre especies (o heterocontagio) de los cerdos a los humanos, para después permitir el contagio de persona a persona”.
    El asunto es que uno de mis nietos, de seis años, vive enclaustrado en el departamento desde hace tres días. El año pasado recibió la vacuna antigripal en México, pero aún así agarró el maldito microbio en la escuela primaria. La enfermedad lo está apaleando y observo su deterioro físico y emocional. Lo he acompañado a las visitas médicas y los doctores se niegan a proporcionarle antibióticos. Están a la espera de que los síntomas varíen y el sistema inmunológico de Prospero haga mejor su trabajo.
    En la clínica nos encontramos a niños que asisten a la misma escuela de Prospero. Las madres concluyen que ahí se inició todo el desastre, porque la mayoría empezó a tener los síntomas de la enfermedad el mismo viernes 10 por la noche.
    El gobierno canadiense esconde los hechos porque los noticieros jamás aluden el problema. Tampoco existen campañas preventivas. La gente es quien experimenta en carne propia la enfermedad. Los laboratorios hacen su agosto en invierno. Ecos del capitalismo vigente, en una sociedad de vampiros resguarecidos en instituciones financieras y grandes mansiones de Nueva York y el mediterráneo.
    El proletariado del mundo terminó como ratón de laboratorio y para el colmo, debe comprar sus propias vacunas para no experimentar más dolor. El Mundo Feliz de Huxley aún está vigente en Mississagua.

sábado, 11 de diciembre de 2010

El cuento de cuentos

Por Gabriel García Márquez

    Me doy cuenta de que el lugar en que se cometió el crimen ha sido idealizado por la nostalgia. Era inevitable: allí pasé los años de mi adolescencia, que fueron los más libres de mi vida, hasta que la familia tuvo que cambiar de aires. Después volví dos veces, siempre en relación con el proyecto del libro. La primera fue unos quince años más tarde, tratando de rescatar de la memoria de la gente las numerosas piezas desperdigadas del rompecabezas del crimen, y tratando sobre todo de encontrar el final que todavía la vida no había resuelto. No me pareció que el tiempo hubiera sido demasiado severo con nadie, ni con nada, salvo con la casa de placer de María Alejandrina Cervantes que había sido transformada en escuela de monjas. Fue una experiencia perturbadora ver un tropel de niñas con uniformes celestiales entrando por el mismo portón de trinitarias por donde toda mi generación había entrado a perder la virginidad.
    La segunda vez que volví fue a escribir esta crónica. Fui inducido por el embeleco, tan común entre los realistas teóricos, de capturar en caliente para escribirla, la misma vida que se está viviendo. Escribí en calzoncillos de nueve de la mañana a tres de la tarde durante catorce semanas sin treguas, sudando a mares, en la pensión de hombres solos donde vivió Bayardo San Román los seis meses que estuvo en el pueblo. Era un cuarto escueto con una cama de hierro, una mesa coja que debía nivelar con cuñas de papelitos en las patas, y una ventana por donde se metían los moscardones aturdidos por el calor y la pestilencia de las aguas muertas del puerto antiguo. Esa fue la única contribución de la vida circundante a mis esfuerzos de escritor comprometido. A medida que escribía me daba cuenta de que la realidad inmediata no tenía nada que ver con la que yo trataba de escribir, ni tal vez tampoco con la que recordaba, y estaba tan confundido que llegué a preguntarme si la vida misma no era también una invención de la memoria.
    El doctor Dionisio Iguarán, primo hermano de mi madre y nuestro único médico en la época del drama, murió entre esas dos visitas. Su prestigio bien ganado quedó repartido entre varios médicos nuevos, y en especial el doctor Cristóbal Bedoya, a quien llamábamos Cristo, que había hecho el tercer año de medicina en el momento del crimen, y que es un protagonista ejemplar de esta crónica. Fue el amigo íntimo que acompañó a Santiago Nasar hasta unos minutos antes de su muerte, y el único de los 20,000 habitantes del pueblo que se propuso y estuvo a punto de impedir que lo mataran. Sus testimonios fueron los más inteligentes y entrañables. Fue él quien me recordó, al término de nuestras evocaciones incansables, uno de los datos más raros de esta desgracia: la autopsia de Santiago Nasar no la hizo un médico sino el cura de la parroquia.
    Se llamaba Carmen Amador, se preciaba de haber nacido en un risco de Galicia donde nunca se habló la lengua castellana, y bastaba con oírselo decir para saber que era cierto. Yo lo recordaba con cierta amargura porque siendo muy niño me hacía repetir de memoria los falsos poemas gallegos de Gabriel y Galán, y fue quien me dijo más tarde que Dios había prohibido leer a Gil Vicente. Fue nuestro único párroco hasta donde me alcanza la memoria, pero cuando volví de adulto por primera vez se había ido sin dejar rastros.
    Nunca traté de encontrarlo. Sin embargo, durante un verano que pasé hace doce años en la playa de Calafell, muy cerca de Barcelona, alguien me habló de un cura retirado en la tenebrosa Casa de Salud del lugar, que decía haber perdido media vida en mi tierra. Lo reconocí de inmediato, aunque sólo hubiera sido por sus ojos de ternero de vientre y su castellano rupestre con cadencias del Caribe. Hablamos mucho y muchas veces hasta el final del verano, y era evidente que no había logrado asimilar el mal recuerdo de aquella autopsia.
    Un año después de que Alvaro Cepeda Samudio me dio la clave final, el libro estaba listo para ser escrito. Sin embargo, por alguno de esos motivos demasiado simples que los escritores no logramos entender, pasó todavía mucho tiempo sin que lo escribiera. Más aún: hubo una época en que lo olvidé por completo. De pronto, en el otoño de 1979, Mercedes y yo estábamos en la sala oficial del aeropuerto de Argel, esperando que nos llamaran para embarcar, cuando entró un príncipe árabe con la túnica inmaculada de su alcurnia, y con un halcón amaestrado en el puño. Era una hembra espléndida de halcón peregrino, y en vez del capirote de cuero de la cetrería clásica, llevaba uno de oro con incrustaciones de diamantes. Por supuesto, me acordé de Santiago Nasar, que había aprendido de su padre las bellas artes de la altanería, al principio con gavilanes criollos, y luego con ejemplares magníficos trasplantados de la Arabia Feliz. En el momento de su muerte, tenía en su hacienda una halconera profesional, con dos primas y un torzuelo amaestrados para la caza de perdices, y un neblí escocés adiestrado para la defensa personal.
    Sin embargo, la evocación de Santiago Nasar no fue tan comprensible como me pareció cuando vi entrar al monarca del desierto con su animal de volatería coronado de oro. Fue más bien un zarpazo del destino. En el avión de regreso comprendí que la historia tantas veces diferida había vuelto esta vez a quedarse para siempre, y que no podría seguir viviendo un solo instante sin escribirla. La sentía entonces con tanta intensidad como no la había sentido nunca en 32 años, desde el lunes infame en que María Alejandrina Cervantes irrumpió desnuda en el cuarto donde yo continuaba dormido a pesar de las campanas de incendio, y me despertó con su grito de loca:
    –¡Me mataron a mi amor!

A PROPOSITO:

    Georges Plimpton, en su entrevista histórica para The Paris Review, le preguntó a Ernest Hemingway si podría decir algo acerca del proceso de convertir un personaje de la vida real en un personaje de novela. Hemingway contestó: "Si yo explicara cómo se hace eso algunas veces, sería un manual para los abogados especialistas en casos de difamación". (Tomado del semanario Proceso, del 31 de agosto de 1981)

viernes, 10 de diciembre de 2010

Amanecer invernal en Mississagua

Por Everardo Monroy Caracas

    Hoy despertó Mississagua, Ontario, con temperaturas de menos de catorce grados. Nieve por doquier y un silencio sepulcral. La gente sigue encerrada en su hábitat de madera o concreto. Por televisión se advierte de los riesgos de andar en la calle sin cubrirse adecuadamente, principalmente los niños.
    Hace cinco años, recién llegado a Canadá, tenía que ir a la escuela de ingles y caminar varias manzanas. Montones de nieve por banquetas y patios. Cientos de camionetas particulares, con enormes palas al frente, limpiaban las calles y avenidas. El gobierno de la ciudad invierte en ese servicio: conductor feliz, voto seguro.
    Mientras escribo estas líneas, mi nieto de dos años, Julián, come su cereal. No permite que le ayude. Ya es un diestro con la cuchara, aunque utiliza una silla especial para alcanzar la mesa. Pienso: Qué pasa con los niños de La Montaña de Guerrero o la sierra Tarahumara, territorios que conozco y por lo mismo, menciono?. En Canadá, por ley, todos los indígenas reciben ayuda económica mensual del gobierno. La sociedad y su gobierno reconocen que son los verdaderos propietarios de Canadá. El problema es que un gran número de indígenas son holgazanes, viciosos y peleoneros. Ya escribiré al respecto.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Y ahora a los médicos un ¡arma poderosa!

El 'Gabo' presencia una operación del 
cerebro donde no abrieron el cráneo.

Por Gabriel Garcia Marquez

    En el plácido hospital de Sainte-Anne, en París, acabo de presenciar una operación quirúrgica trascendental que es al mismo tiempo una primicia informativa: una intervención en el tronco cerebral sin necesi-dad de abrir el cráneo. El paciente -un hombre de 59 años- conservó el uso de sus facultades durante las tres horas que duró la operación. Respondió preguntas y orientó a los médicos en su trabajo sin revelar ninguna manifestación de fatiga. Media hora después almorzó normal-mente.
    Sin embargo, se trataba de una delicadísima operación de alta cirugía destinada a destruir las estructuras cerebrales causantes de un Parkinson, enfermedad vulgarmente conocida como baile de San Vito. Hace algún tiempo la operación habría sido imposible. La aplicación de los métodos clásicos de la neurocirugía determinaba lesiones masivas en el manto cerebral, con graves riesgos en el momento de la operación y consecuencias irreparables en el estado general del paciente. Pero la ciencia no se dio por vencida.
    Hace diez años, dos cirujanos norteamericanos -Spiegel y Wydis- y un francés -Taillerach-, trabajando independientemente, aplicaron al hombre un método hasta entonces utilizado en la experimentación animal: la extereotaxia. Ese método consiste en calcular previamente -por medio de radiografías- la localización en el cerebro de las estructuras que se desean abordar, y destruirlas luego sin abrir el cráneo, por medio de una minúscula vía de acceso: un orificio del tamaño de una moneda de a centavo. La utilización de la radioactividad en los últimos años ha sido un complemento del método. El doctor Taillerach, un hombre sencillo, de apariencia despreocupada y un poco deportiva, fue precisamente quien dirigió la operación que acabo de presenciar.
    El primer tiempo de la intervención se dedicó exclusivamente a pro-vocar estímulos eléctricos en el cerebro del paciente. Previamente se había instalado en el cráneo rasurado un complejo aparato de precisión que permitió introducir los electrodos exactamente en el sitio calculado. En una operación de esta índole no se pueden permitir errores de localización mayores de dos milímetros. Ligeramente anestesiado en el momento de perforar el orificio, el paciente recobró posteriormente sus facultades y tomó parte activa en el proceso operatorio.
    Entonces se iniciaron los estímulos cerebrales. Ligeras descargas eléctricas en la estructura abordada para determinar las reacciones en la rigidez y el temblor de los miembros.
    -¿Qué siente?
    Perfectamente lúcido y sereno, el enfermo respondió:
    -Un hormigueo en el cerebro.
    Sin embargo, ese era el momento culminante de la intervención. Con una minuciosidad, una paciencia asombrosa, los cirujanos verificaron durante una hora la exactitud de los cálculos radiográficos. Los estímulos eléctricos estaban actuando exactamente sobre las estructuras que se necesitaban destruir. En un momento, en el curso de una descarga, cesó el temblor de las manos, la rigidez cedió. Eso tenía una significación precisa: los estímulos eléctricos estaban actuando directamente sobre las estructuras que producen el conocido y enervante temblor del baile de San Vito.
    A principios de siglo se habría podido llegar hasta ese punto, pero en cambio hubiera sido imposible ir mucho más allá. Faltaba un elemento esencial: la radioactividad. El mismo principio que ocasionó en Hiroshima 62.000 muertos en un segundo ha permitido a la ciencia dar un salto incalculable. En efecto, para destruir en el tronco cerebral, por los métodos clásicos, una estructura determinada, sería preciso no sólo descubrir el cráneo -"operar a cielo abierto", como dicen los especialistas- sino también seccionar la delicada masa encefálica hasta el punto de ocasionar la muerte del paciente. La sabiduría popular tiene una frase para calificar esa clase de recursos: "el remedio es peor que la enfermedad".
    En la actualidad la destrucción de esas estructuras es posible: basta con la introducción en el cerebro -y en el sitio exacto donde es preciso actuar- de una partícula de oro radioactivo.
    -¿Y después? -pregunto. ¿Qué será de un pobre hombre con un pedazo de oro en el cerebro? También la última respuesta es muy simple: -Una partícula de oro se puede llevar en el cerebro como se lleva un diente. (Publicado en la decada de los cincuenta en la Cadena Capriles de Venzeuela)

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Huayacocotla: la otra piel del calzado/II

Por Everardo Monroy Caracas

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    El 3 de noviembre de 1945 nació Martín Gabeta en uno de los recodos del llano grande. Su primer berrido se escuchó exactamente a la una treinta y tres de la mañana y Ana María Asunción Montoya, esposa de Higinio Castrejón, le dio la bienvenida. Todos los gitanos del campamento estaban atentos del parto, porque Lina Carmona, la madre, jamás conocería el destino final de su descendencia. Martín inclinaría la balanza a favor de los hombres y de paso, tendría bajo su sino el dejar viudo a Adonay, su padre, y huérfanos a sus tres hermanos y dos hermanastras.
    Ana María, católica ferviente, tuvo la paciencia de medio hojear el catecismo del padre Jerónimo Ripalda y confirmar que el 3 de noviembre se conmemoraba el natalicio de San Martin de Porres: el misionero dominico, oriundo de Perú, que fue beatificado en 1837 por el Papa Gregorio XVI, casi doscientos años después de su muerte. Adonay no quiso saber nada del recién nacido y antes del amanecer, aún con el cadáver tibio de su esposa en el carromato de los Sandajé, huyó con sus cinco vástagos de Huayacocotla. “El hijo de Adonay y Lina ha dejado de ser gitano”, dijo con voz sombría el viejo patriarca de melena cana y ordenó que continuaran su marcha a Zontecomatlán.
    La caravana, compuesta de cinco camionetas de redilas, exhibía viejas películas en blanco y negro y mudas e instalaba su campamento en las orillas del pueblo. No duraban más de dos días en cada lugar que visitaban. Las mujeres, ataviadas con sus faldones de satín de colores brillantes, mendingaban y ofrecían sus servicios como adivinadoras del futuro. En Huayacocotla les tenían estima porque jamás causaban camorras o robos y simplemente buscaban allegarse de un poco de comida y dinero para sobrevivir.
    La familia Castrejón era su principal mecenas. Recibían sin pago costales de maíz amarillo, frijol negro, piloncillo y sal granulada, de la gruesa, y varias cajas de aceite comestible. También diesel para su transporte. Don Elfego, cabeza del clan, logró salvar su vida por el auxilio oportuno de uno de esos hombres errantes con un paliacate rojo a la cabeza. En el verano de 1939, un escorpión de cabeza colorada lo pinchó en el muslo derecho mientras dormía y Oscar Manuel, el primogénito, intentó llevarlo en su camioneta Ford V-8 a un hospital privado de Tulancingo. Durante el trayecto encontró a la caravana de gitanos que se desplazaban en destartaladas camionetas semicubiertas de lodo y uno de ellos, de apellido Sanromán, con su propia saliva maceró una rama de epazote, dos dientes de ajo y otras yerbas silvestres. La masa verdosa, de sabor amargo, terminó en el estómago del cacique. En menos de dos horas, la fiebre y los espasmos desaparecieron y don Elfego logró recuperar el conocimiento y la vista. Desde     entonces, todo gitano que se internara al territorio de los Castrejón recibiría ayuda material y el respeto de las autoridades municipales y los pobladores. El padre Guevara tuvo que ser tolerante, más conmiserativo y menos visceral en sus comentarios. Dejó de criticar en sus sermones dominicales las prácticas paganas de esa raza húngara que, en torno a una fogata, bailaba, cantaba y se emborrachaba durante las noches de plenilunio.
    “Llévame con doña Clotilde”, ordenó Ana María a su chofer y capataz de la Quinta Los Tres Laureles.
    El ronroneo de la maquina del jeep desencadenó una nueva andanada de ladridos. Dando tumbos recorrió las sinuosidades de la llanura y el recién nacido, envuelto en un sucio cobertor de tul escarlata, era ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Dormía sin dejar de chupar sus pequeños y regordetes deditos. Ana María lo acunaba en sus brazos y cavilaba mientras se internaban entre el caserío del barrio de Agua Caliente.
    “El chamaco va a conservar el Gabeta de su padre, señora? –preguntó Carmelo Torres, sin apartar la vista del parabrisas.
    Ana María, murmuró, casi como un rezo:
    “Martín Gabeta, siempre será Martín Gabeta y estará bajo mis cuidados, por ser mi ahijado. Higinio se alegrará porque siempre quiso tener un verdadero gitano en la familia. Ya lo tenemos”.
    El cadáver de Lina Carmona quedaría bajo el resguardo de los Castrejón, por pedimento del patriarca. El juez de paz, por instrucciones de Ana María, sería el encargado de hacer todo el papeleo oficial y organizarle un sepelio decente antes de ser trasladado al panteón municipal. Martín Gabeta cuando cumpliera los diez años conocería los pormenores de su nacimiento. Junto al cadáver de su madre enterrarían el ombligo y los trapos de sangre que se utilizaron durante el parto.
    “Quiero que le digas a Rocío que me lleve una ramas de fresno  para que doña Clotilde las hierva y bañe al bebé antes del mediodía, no quiero que se me enronche”, ordenó Ana María. Su cabello largo, muy negro, caía libremente hasta la cintura, sobre el rebozo de encaje que tejió, al lado de otras mujeres casadas, en el curato de la iglesia del apóstol Pedro. Sus rasgos españolados, de mejillas hundidas y pómulos saltones, resaltaban la carnosidad de sus labios granate y unos ojos oblicuos, grandes, de un azul cielo refulgente.
    “Está precioso el chamaco, señora, será fuerte y recio como Adonay”, dijo el capataz y dejó al descubierto sus dos incrustaciones de oro blanco.
    “Ojalá y no herede de él su cobardía y alcoholismo”, dijo Ana María y sonrió al mirar la carita aceitunada, redonda, de Martín, semejante a uno los angelitos pintados bajo los pies de la Virgen de Guadalupe.
    Eso pensó ella en el instante mismo de recular el jeep al detenerse frente a una de las casas de madera renegrida con techo de tejamanil de dos aguas y un patio pelón al frente, cercado y sumergido en una pesada niebla azulosa. Carmelo bajó el vidrio de la ventanilla y gritó en tres ocasiones el nombre de doña Clotilde.
    “Ya oí… ya oí… no hay porque hacer tanto escándalo”, atronó una voz cascada, de gallina cloaca, desde el interior de la vivienda.
    “Ya le trae el chamaco la patrona, doña Clotilde”, informó Carmelo antes de descender de la unidad.
    “Pos muy a tiempo, porque Micaela ya tenía las dolencias en los pechos por tanta leche acumulada”.
    La luz de los fanales le dio presencia a la anciana, envuelta en un grueso jorongo negro, de lana. Arrastraba los pies al caminar y se ayudaba con un grueso bordón de cedro laqueado, regalo de Ana María. En esos instantes, Martín Gabeta empezó a lloriquear y sus berridos alcanzaron a oírse hasta el campamento gitano, en pleno llano grande.  
   

martes, 7 de diciembre de 2010

Huayacocotla: la otra piel del calzado/I

Por Everardo Monroy Caracas

1

    Uno puede despertar y creer que los recuerdos son verdaderos. Alterar el orden de las cosas, rebelarnos por el simple hecho de no compartir normas establecidas por una autoridad arcaica. Ellos nos someten con las mismas reglas de la necesidad corporal y cognoscitiva. Entonces decides alterar tu visión emocional y sumergirte en una especie de filigrana multicolor que te arranca parte de tu vida. Ya no eres la misma persona, has dejado de existir.
    Cuanto tiempo tardaste en darte cuenta que ya no respiras, que tu cuerpo se ha corrompido por la misma acuosidad de la penumbra y sus miasmas. Los gusanos te devoran e intentan abandonar el sarcófago de acero. Te has multiplicado en menos de dos semanas. Golpetean los filamentos que formaban parte de un algo tocable y palpitante, dúctil y aprensivo, gozoso y fugaz, como el tonto latido de una vena carótida.
    Quieres hablar y no puedes. Sigues bajo la presión de tu propia culpa. “Por qué le permití que abandonara la casa y se marchara a Tulancingo?”, escucho los sollozos de mi padre. “Cálmese, lo importante es que lo encontró”, otra voz masculina interviene. Tal vez sea el entomólogo forense. Tal vez. Los gusanos rasgan sin piedad el omoplato y libremente entran y salen por las porosidades de mis oídos. Es como si una olla exprés dejase escapar un vapor corrosivo y amenazara con derretir los pocos residuos de cerebro que me quedan.
    Huayacocotla es indiferente a lo que le ocurre a la familia. Los Castrejón tienen dinero y el control absoluto del mercadeo de la carne y los granos. Cada rancho aledaño depende de sus precios, superiores a los tasados por el gobierno. De ahí que aún conserve un puño de maíz amarillo en el bolsillo trasero del pantalón marrón, el que me regaló la abuela Clotilde. “Ahorita no le podemos dar información, entiéndalo”, alguien se disculpa. La otra voz insiste: “Como supieron con exactitud que aquí lo inhumaron, comandante?”. “Por favor, Chela, aguántate un poco, no podemos reventar esto ahorita. Danos un poco de tiempo para encontrar alguna prueba que nos lleve a los asesinos”. Todo ocurre en un paraje adyacente al barrio de Agua Caliente, entre la maraña y el ocotal recién removido, dentro de la Quinta de los Garrido, a unos trescientos metros del llano grande.
    “Ya está en la etapa de descomposición de la carne, este cadáver ya lleva más de dos semanas aquí”, reitera el entomólogo forense. “El descarnamiento es evidente, doctor”, dice su acompañante. Los policías ministeriales han logrado aislar la zona, el riachuelo que baja por la colina de encinos, enebros y pinos zigzaguea antes de perderse en el siguiente montículo pedregoso. Sigo ahí, en el mismo sitio, y escucho con una claridad sorprendente la caída espumajosa del agua. Siempre he creído que las larvas depositadas en mi carroña, son de moscas y que en cualquier momento me abandonaran. Coleópteros necrófilos, les dicen. Desde la multitucidad de sus ojos observaré la tierra corrugada por cordilleras y barrancones inhóspitos, como culebras barrosas que reptan entre el mar y los verdes valles del altiplano. Siempre tuve el deseo de recorrer la serranía de Huayacocotla hasta los linderos de la huasteca hidalguense. Bajar a las profundidades de Potrero Seco o llegar hasta el cenit del Poxtetle y el Corcovado; revolotear entre los riscos de piedra caliza de la Paloma, con paredones lustrosos por tanto lagrimear y donde el sol se ha negado a descender. Ya de regreso, sobre la agreste conífera natural de la serranía, arrullarme bajo el manto infinito de la noche, en uno de los recovecos de ixtle y líquenes sedientos de lluvia de la Cumbre o el Tepolo.
    Lo importante es creer y defender esa idea aunque nos confirmen que estábamos equivocados. Enfrentar la verdad sin cara de bandolero, sino de revolucionario. Partir del propio terreno social que nos permitió acrisolar el abanderamiento de nuestra causa. Estar a favor o en contra de la injusticia. Por ejemplo, algo tan concreto como oponernos a la explotación del caolín y ser indiferente a las advertencias reiterativas del presidente municipal, Conrado Pereira por impedir el paso de la maquinaria pesada de la compañía minera Walter Run, con sede en Chicago, Illinois. Tras el escritorio de caoba, sin el sombrero redondo, de lona y canutillo, me señaló con el dedo índice sin uña, y noté el amoratamiento de sus labios y la apestosidad del aliento. Aún conservaba los pringos del zacahuixtle en su bigote entrecano, adheridos en su reciente acostón con la secretaria del ayuntamiento, hija de su comadre Refugio Muñoz y lideresa del mercado municipal.
    Entonces imaginé que al abrir los ojos y hurgar en aquel estrecho espacio circular podía resolver el misterio de mi propia desaparición. Pude seguir de cerca el estallamiento de la piel y la gasificación de mis músculos y tejidos, como pequeñas erupciones, hasta obligarme a gemir de terror al descubrirme solo en esa coladera herrumbrosa. No habría salida, seguiría ahí sin un tiempo preciso, aislado del mundo exterior, de las coníferas y los caseríos, de los huertos frutales cuajados de olmos y manzanos y las llanuras pelonas con las marcas repetitivas de las recuas. Difícilmente alcanzaría la libertad y denunciaría a mis torturadores. “El pinche viejo no sabe que ese par de zapatos que le regaló, tienen parte del nieto. Es usted muy cabrón, mi jefe”, fue lo último que escuché antes de percibir el ronroneo de la sierra eléctrica.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Huayacocotla: El sombrero del tío Ramón

Por Everardo Monroy Caracas

    Huayacocotla es un pueblo frio, habitado por fantasmas. Su caserío está inmerso en un algodón de niebla. Imposible mirar mas allá de dos metros. La gente se vuelve sombras y olores y ruidos. Uno aprende a identificarlos por la manera de desplazarse y el fragor de sus pisadas. Y cuando el verano disuelve aquel vaho mortuorio, el color de las cosas relumbra y enceguece. Nos volvemos mortales y descubrimos que la risa tiene dientes y las lagrimas, ojos.
    En octubre y noviembre, si mal no recuerdo, eran tiempos de penumbras y miedo. Mi tío Ramón Baca esperó la fecha indicada para materializar su amenaza. La gente estaba recogida en sus casas, huyendo de los espectros y aluzando a sus santos con veladoras. Era noche de muertos y durante el día visitaron sus tumbas, les llevaron flores, música y agua y hablaron con ellos. Antes de regresar a la paz de sus sepulcros, los dejaron vagar por el pueblo, visitar a sus deudos y comer y beber los manjares colocados en los altares de su casa.
    --Sergio… Sergio, levántate… --oí tras la puerta, la voz rasposa del tío Ramón.
    Sergio bajó del camastro y lo dejó pasar: enorme, obeso y de una piel muy blanca, casi lechosa. Tenía los ojos verdes, como canicas de esmeralda, y el cabello escaso y trigueño. Cuando bebía brandy, su enorme nariz españolada tomaba una coloración sanguínea, y el corazón se le ablandaba. Dejaba de refunfuñar, pelear con mi tía Ana María y pasaba más tiempo en la cama. Jamás se separaba del sombrero y el jorongo de lana. Esa noche llegó sin su tejana y cuerdo.
    --Tengan la lámpara –le dijo a mi hermano con acento imperativo—y van por mi sombrero, lo dejé sobre la tumba de tu abuelo Elpidio…
    --Ahorita o mañana? –Sergio evitó evidenciar miedo para no alterarlo. Le temía, como yo.
    --Ahorita, ahorita y te vas con el meón de tu hermano, a ver si así deja de podrir las colchonetas…
    Sergio probó que la lámpara sorda encendiera. Aguardó a que el tío se retirara para vestirse y obligarme a hacer lo mismo. Diez minutos después, ya estábamos en la calle, con nuestras botas de hule, gruesos ponches de lana y sombreros de palma. Los perros no dejaban de escandalizar ante el rechinido de las pisadas.
    Tendríamos que recorrer casi dos kilómetros para llegar al cementerio. Estaba a la orilla de la carretera a Tulancingo, aún dentro del tramo de la avenida Revolución. Mi hermano, a pesar de frisar los diez años, no evidenciaba flaqueza en esta clase de misiones. Como le sucede a los aguacates, los golpes aceleraron su proceso de maduración. De ahí su rebeldía ante el autoritarismo de los adultos, en este caso del tío Ramón.
    --No llores, hermano –pidió Sergio al escuchar mis primeros gemidos--. El diablo no existe, tampoco los muertos. Vamos a rezar un Padre Nuestro…
    --Es que no quiero ir…
    --Tenemos que ir, o quieres que el tío nos castigue?
    --No…
    El tío Ramón hacía sentir su autoridad con un fuete de cuero negro, el mismo que utilizaba cuando cabalgaba. Sergio, por su mismo carácter intransigente, era el más apaleado. En mi caso, debo reconocerlo, siempre conté con la protección de mi tía Ana. Nunca permitió los castigos en mi contra con tablas, cinturón o fuete, de manos de su esposo. Solo regaños. Sergio optaba por huir de la casa y refugiarse en el cuarto del primo Chava, el hijo del tío Salvador Monroy. Por lo mismo, en 1966 nos separaron y él fue enviado a un seminario de Veracruz, donde suponían terminaría de sacerdote.
    Nuestra labor en la casona de los Baca Monroy solo era alterada los domingos. De lunes a sábado, después del regreso de la escuela teníamos que limpiar el gallinero y el corral del caballo, sacar agua del pozo para llenar dos o tres enormes tinajas de barro, regar las plantas del corredor, barrer los dos patios con escobas de vara, y desyerbar la base del cercado. Muy temprano, cuando el tío Ramón abandonaba la cama, vaciábamos su bacinica, medio llena de orines, en la letrina de madera. Huayacocotla empezó a tener tazas de baño, regaderas y lavabos hasta mediados de la década de los setenta. El trasero lo limpiábamos con trozos de papel periódico o estraza, el mismo con el que envolvían en las tiendas el pan, la sal y el piloncillo.
    --Padre nuestro que estás en los cielos… santificado sea tu nombre…
    Una y otra vez, apelamos al Padre Nuestro para evitar la cercanía del mal. Nuestras mentes infantiles creían en la fuerza protectora de un poema creado dos mil años antes por el hijo de un carpintero de Jerusalén, en el oriente medio. La iglesia cristiana lo hizo suyo y diseminó por el mundo, en todas las lenguas posibles. También lo recitan ante sus altares los indígenas del norte de Veracruz: otomíes, tepehuas y nahuas.
    De la mano de mi hermano, nos fuimos abriendo paso entre la niebla y el miedo. Así llegamos hasta el viejo portón enrejado del cementerio. Aún tengo grabada la imagen de esa bocaza monstruosa que amenazaba tragarnos. El griterío ronco de las ranas y sapos volvían más tétrico ese momento. Sin embargo, el miedo al tío Ramón era mayor al de los muertos y demonios.
    --…Danos hoy el pan nuestro de cada día… y perdona a los que nos ofenden… no nos dejes caer…
    Nos internamos al panteón y luego de cruzar infinidad de tumbas, en su mayoría, de cemento añejado y cubiertas de flores de cempaxúchitl, alcatraces y rosas blancas, alcanzamos nuestro objetivo. El rostro me ardía por las costras semicongeladas de lágrimas y mocos. La tejana del tío Ramón yacía sobre la losa de mármol donde reposaban los restos del abuelo Elpidio. Sergio lo agarró y nos dimos vuelta, yo tiritando y sin dejar de recitar el Padre Nuestro.
    En el portal del cementerio, sin dejar de reír, nos esperaba el tío Ramón. Sergio le entregó su sombrero y en respuesta, nos entregó dos billetes de a peso cada uno. Lo doble de lo que me daba los domingos mi padrino Audón Cordero.
    --Así me gusta, que sean hombrecitos –exclamó y aluzándome la cara con la lámpara sorda, me advirtió—y usted si sigue mojando la cama, lo vuelvo a mandar al panteón, pero sin su hermano…
    Cuarenta y seis años después de ese incidente, ya en Mississagua, Canadá, mi nieto Próspero, de seis años, se orinó en la cama. Despertó a su mamá a las tres de la mañana y le comentó del incidente. No hubo reprimenda, simplemente volteó el colchón, puso sábanas limpias y le cambió la piyama al niño. De volver hacerlo, me dijo su madre, lo llevarían al médico. En realidad se trató de un simple descuido. Prospero bebió demasiado jugo de manzana y no orinó en la taza del baño antes de irse a la cama.
 

sábado, 4 de diciembre de 2010

Está bien, hablemos de literatura

Por Gabriel García Márquez

    Jorge Luis Borges dijo en una vieja entrevista que el problema de los jóvenes escritores de entonces era que en el momento de escribir pensaban en el éxito o en el fracaso. En cambio, cuando él estaba en sus comienzos, sólo pensaba en escribir par así mismo. "Cuando publiqué mi primer libro –contaba–, en 1923, hice imprimir 300 ejemplares y los distribuí entre mis amigos, salvo cien ejemplares que llevé a la revista Nosotros". Uno de los directores de la publicación, Alfredo Bianchi, miró aterrado a Borges, y le dijo: "¿Pero usted quiere que yo venda todos esos libros?" "Claro que no –le contestó Borges–: a pesar de haberlos escrito no estoy completamente loco". Por cierto que el autor de la entrevista, Alex J. Zisman, que entonces era un estudiante peruano en Londres, contó al margen que Borges le había sugerido a Bianchi que metiera copias del libro en los bolsillos de los sobretodos que dejaran colgados en el ropero de sus oficinas, y así consiguieron que se publicaran algunas notas críticas.
    Pensando en este episodio, recordé otro tal vez demasiado conocido, de cuando la esposa del ya famoso escritor norteamericano Sherwood Anderson encontró al joven William Faulkner escribiendo a lápiz con el papel apoyado en una vieja carretilla. "¿Qué escribe?", le preguntó ella. Fulkner, sin levantar la cabeza, le contestó: "Una novela". La señora Anderson sólo acertó a exclamar: "¡Dios mío!". Sin embargo, unos días después, Sherwood Anderson le mandó decir al joven Faulkner que estaba dispuesto a llevarle su novela a un editor, con la única condición de no tener que leerla. El libro debió ser Soldier's Pay, que se publicó en 1926 –o sea tres años después del primer libro de Borges–, y Faulkner había publicado cuatro más antes que se le considerara como un autor conocido cuyos libros fueron aceptados por los editores sin demasiadas vueltas. El propio Faulkenr declaró alguna vez que después de esos primeros cinco libros se vio forzado a escribir una novela sensacionalista, ya que los anteriores no le habían producido bastante dinero para alimentar a su familia. Ese libro forzoso fue Santuario, y vale la pena señalar lo porque esto indica muy bien cuál era la idea que tenía Faulkenr de una novela sensacionalista.
    Me he acordado de estos episodios en los orígenes de los grandes escritores, en el curso de una conversación de casi cuatro horas que sostuve ayer con Ron Sheppard, uno de los redactores literarios de la revista Time, que está preparando un estudio sobre la literatura de América Latina. Dos cosas me dejaron muy complacido de esa entrevista. La primera es que Sheppard sólo me habló y sólo me hizo hablar de literatura, y demostró sin el menor asomo de pedantería que sabe muy bien lo que es. La segunda es que había leído con mucha atención todos mis libros, que los había estudiado muy bien no sólo por separado sino también en su orden y en su conjunto, y además se había tomado el trabajo arduo de leer numerosas entrevistas mías para no rehacer en las mismas preguntas de siempre. Este último punto no me interesó tanto porque halagara mi vanidad –cosas que de todos modos no se puede ni se debe descartar cuando se habla con cualquier escritor, aun con los que parecen más modestos– sino porque me permitió explicar mejor, con mi experiencia propia, mis concepciones personales del oficio de escribir. Todo escritor entrevistado descubre de inmediato –por cualquier descuido íntimo– si su entrevistador no ha leído un libro del cual le está hablando, y desde ese instante, y acaso sin que el otro lo advierta, lo coloca en situación de desventaja. En cambio, conservo un recuerdo muy grato de un periodista español, muy joven, que me hizo una entrevista minuciosa sobre mi vida creyendo que yo era el autor de la canción de las mariposas amarillas que por aquella época sonaba por todas partes, pero que no tenía la menor idea de que aquella música había tenido origen en un libro, y que además era yo quien lo había escrito.
    Seheppard no hizo ninguna pregunta concreta, ni utilizó la grabadora sino que cada cierto tiempo tomaba notas muy breves en un cuaderno escolar, ni le importó qué premios me habían dado antes o ahora, ni trató de saber cuál era el compromiso del escritor, ni cuántos libros había vendido ni cuánto dinero me había ganado. No voy a hacer una síntesis de nuestra conversación, porque todo cuanto en ella se habló le pertenece ahora a él y no a mí. Pero no he podido resistir a la tentación de señalar el hecho como un acontecimiento alentador en el río revuelto de mi vida privada de hoy, donde no hago casi nada más que contestar varias veces al día las mismas preguntas con las mismas respuestas de siempre. Y pero aun: las mismas preguntas que cada día tienen menos que ver con mi oficio de escritor. Sheppard, en cambio, con la misma naturalidad con que respiraba, se movía sin tropiezos por los misterios más densos de la creación literaria, y cuando se despidió me dejó ensopado en la nostalgia de los tiempos en que la vida era más simple y uno disfrutaba del placer de perder horas y horas hablando nada más que de literatura.
    Sin embargo, nada de lo que hablamos se fijó de un modo más intenso que la frase de Borges: "Ahora los escritores piensan en el fracaso y en el éxito". De un modo o de otro, les he dicho lo mismo a tantos escritores jóvenes que encuentro por esos mundos. No a todos, por fortuna, los he visto tratando de terminar una novela a la topa tolondra para llegar a tiempo a un concurso. Los he visto precipitándose en abismos de desmorfalización por una crítica adversa, o por el rechazo de sus originales en una casa editorial. Alguna vez le oí decir a Mario Vargas Llosa una frase que me desconcertó de entrada: "En el momento de sentarse a escribir, todo escritor decide si va ser un buen escritor o un mal escritor". Sin embargo, varios años después llegó a mi casa de México un muchacho de 23 años que había publicado su primera novela seis meses antes, y que aquella noche se sentía triunfante porque acababa de entregar al editor su segunda novela. Le expresé mi perplejidad por la prisa que llevaba en su prematura carrera, y él me contestó con un cinismo que todavía quiero recordar como involuntario: "Es que tú tienes que pensar mucho antes de escribir, porque todo el mundo está pendiente de lo que escribes. En cambio yo puedo escribir muy rápido porque muy poca gente me lee". Entonces entendí, como una revelación deslumbrante, la frase de Vargas Llosa: aquel muchacho había decidido ser un mal escritor, como en efecto lo fue hasta que consiguió un buen empleo en una empresa de automóviles usados, y no volvió a perder el tiempo escribiendo. En cambio –pienso ahora– tal vez su destino sería otro si antes de aprender a escribir hubiera aprendido a hablar de literatura. Por estos días hay una frase de moda: "Queremos menos hechos y más palabras". Es una frase, por supuesto, cargada de una grande perfidia política. pero sirve también para los escritores. Hace unos meses le dije a Jomi García Ascot que lo único mejor que la música era hablar de música, y anoche estuve a punto de decirle lo mismo sobre la literatura. Pero luego lo pensé con más cuidado. En realidad, lo único mejor que hablar de literatura, es hacerla bien. (Publicado el 7 de febrero de 1983 en la revista Proceso)