Mis tiempos de escolapio en Huayacocotla

Por Everardo Monroy Caracas

    Mi tía Ana María me enviaba a la escuela muy pulcro y con los cabellos apelmazados con jugo de limón, la verdadera vaselina del pueblo. Llevaba a mis espaldas una pesada mochila con cinco libros, tres cuadernos, un juego geométrico, dos lápices y un bolígrafo y cincuenta centavos para gastar en el recreo. Tenía que caminar quince minutos entre las calles bordeadas de cercos, casas, zanjas y montículos preñados de hierba silvestre. En el trayecto me entretenía buscando tréboles de cuatros hojas, consideradas por los pobladores como de buena suerte.     En algunas ocasiones bajábamos en tropel a la escuela varios compañeros de la avenida Revolución. Coincidíamos en nuestro andar y comentábamos lo ocurrido en la más reciente película proyectada en el cine de don Higinio Pasaran, levantado a la orilla del pueblo. Las funciones eran los sábados por la noche y algunas familias preferían llevar sus propias sillas antes de ser apretujados en las largas bancas de madera, insalubres y molestas por no tener respaldo.     Los Gómez iban a un colegio particular, al de monjas, y los Garrido, Larios, Butrón, Pasaran y Monroy acudíamos a la primaria federal “Wilfrido García”, de gobierno, juarista y muy poco inclinada a las cuestiones religiosas. Los dos hijos del cartero, Emilio y Alejandro, se unían a nuestra marcha antes de llegar a la escuela, en el llano grande. Nunca cesaban los ladridos, el siringe parloteo de los pájaros, el cloqueo de las gallinas ponedoras y el repicar de las campanas de la vieja iglesia del pueblo.     Wilfrido García fue un profesor normalista y político de renombre. En dos ocasiones lo eligieron presidente municipal y una, diputado local por Chicontepec. En 1964 murió a los noventa y un años. El PRI era el partido predominante y dueño absoluto de las bardas, postes y fachadas de las abarroteras y carnicerías de los Larios, Monroy, Cordero, Gómez, Pasaran, Beltrán y Garrido. Mi padre tenía ideas conservadoras y silenciosamente apoyaba al Partido Acción Nacional.     El llano grande estaba acordonado por cercas de tablones oscurecidos por la humedad, tiras de alambre de púas y casas de madera avejentada con techos de tejamanil y tabiques rojos. Por las distintas bocacalles aparecían los niños con sus útiles escolares a la espalda, en mochilas o morrales de ixtle. Pertenecían a los diversos barrios y comunidades de Huayacocotla. Usábamos uniforme: camisa o blusa blanca y pantalón, suéter o falda, rojos. En el colegio católico predominaban los colores blanco y azul marino. Las clases concluían hasta las cinco de la tarde con un receso de dos horas para comer. En el segundo turno, que iniciaba a las tres, recibíamos clases de artes graficas y carpintería. Nuestro llano era inmenso, húmedo, casi siempre verde. En el recreo se jugaba y peleaba por todo. En mi caso, me gustaba brincotear en los charcos y observar a los ajolotes y su metamorfosis. El croar de las ranas y sapos era permanente.     La escuela tenía doce aulas y el ayuntamiento, al frente, le construyó una base de cemento con una enorme asta tubular, donde cada lunes se le rendía honores a la bandera. En una placa metálica recordaban a las autoridades que la inauguraron.     En Huayacocotla vivía un hombre tremendamente fuerte con cerebro de niño: Aureliano, se llamaba. Estaba bajo el cuidado de los Gómez, parientes de don Luis, el de “La Terminal”. Tenían su casa de cemento, bien cimentada, a un costado del cine. Todas las mañanas, después de recibir la bendición de mi tía, me lo encontraba en la avenida Revolución. Siempre llevaba una carretilla metálica, de una rueda, cargada de mercancía que transportaba al mercado municipal.     --Aureliano! –le gritaba.     --Chamaco, pórtate bien, aprende letras! –respondía también a viva voz.     Y no amainaba su marcha. Aureliano se bebía una coca cola de dos litros de un solo tirón. Otro de sus manjares favoritos era la sardina enjitomatada que acompañaba con una bolsa de pan integral y una lata de chiles envinagrados. En una ocasión privó a un buey de un solo golpe en la sien derecha. Tuvo que hacerlo antes de que embistiera al carnicero que iba a sacrificarlo. Jamás se le veía enojado o buscando pleito. Tenía la estima de todos los pobladores.     En Mississagua, Canadá, donde actualmente radico, los niños son transportados a la escuela en un autobús amarillo. Estudian de lunes a viernes, de ocho y media de la mañana a tres de la tarde. La mayoría de los colegios oficiales son católicos, así que una vez por semana los alumnos tienen que orar frente a un crucifijo. El gobierno de la ciudad les da mantenimiento, pero no interviene en los contenidos pedagógicos. Estos están en manos de la federación.     Próspero Fernando, mi nieto, me da un beso en la mejilla antes de abordar su transporte escolar. Tiene seis años y ya casi no habla castellano. Espero que algún día conozca la escuela primaria federal “Wilfrido García”…