viernes, 12 de noviembre de 2010

El huevo de la serpiente

*Ángel Aguirre tiene problemas para dormir
*Los muertos, torturados y encarcelados durante su gobierno reaparecen en sus sueños…
*Anda en campaña rodeado de guaruras, pastillas para la diarrea y una estampa de la virgen de Guadalupe…

Por Everardo Monroy Caracas

    El 1 de enero de 1994 los noticieros de radio y televisión informaron que un grupo de indígenas chiapanecos le declararon la guerra al gobierno federal y tomaron las ciudades de San Cristóbal de las Casas, Altamirano, Las Margaritas, Ocosingo, Oxchuc, Huixtan y Chanal. Se autodenominaron Ejercito Zapatista de Liberación Nacional.
    De acuerdo al documento Declaración de la Selva Lacandona exigían trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz.  Ese  mismo día, el presidente Carlos Salinas de Gortari  había firmado el Tratado de Libre Comercio con Canadá con los gobiernos de Canadá y Estados Unidos. Varios indígenas murieron en manos del ejército mexicano. Las imágenes eran aterradoras.
    Salinas de Gortari optó por el cese al fuego y el 12 de enero propuso iniciar el dialogo con los insurgentes indígenas. De inmediato le envió al congreso federal una iniciativa de ley para amnistiar a quienes optaron por las armas en protesta por la miseria en que vivían (y siguen viviendo). El 18 de enero, los zapatistas aceptaron a Manuel Camacho Solís, entonces Secretario de Relaciones Exteriores, como el comisionado de la paz, quien únicamente logró materializar un tratado preliminar de cese al fuego. Salinas había logrado desactivar el alzamiento armado, sin masacrar a más indígenas pobres.
    En Guerrero, después de la matanza de 17 campesinos en el vado de Aguas Blancas, Ángel Aguirre Rivero deslindó al gobernador Rubén Figueroa Alcocer de cualquier responsabilidad material o intelectual de ese hecho. Primero como presidente del Comité Directivo Estatal del PRI y luego al estar al frente del gobierno del estado. Simplemente dejó que el ejército mexicano hiciera su trabajo con la ayuda de sus policías ministeriales, adscritas en cada municipio. Jamás movió un dedo para proteger la integridad física o mejorar las condiciones de vida de los casi setecientos mil indígenas que radican en Guerrero, principalmente en los once municipios de La Montaña.
    Por el contrario, el 7 de junio de 1998, militares al mando del general Alfredo Oropeza Garnica asesinaron a once campesinos e hirieron a otros cinco. De paso, torturaron a 22 lugareños, entre ellos a dos menores de edad, y los secuestraron en las instalaciones de la Novena Zona Militar, ubicadas en las Cumbres de Llano Largo. El gobierno del estado, encabezado por Ángel Aguirre, hizo el trabajo sucio: solapar esos cobardes y vergonzantes crímenes y llevarles migajas y condolencias a las viudas y huérfanos. Muy a la manera del ahora candidato a gobernador de la cúpula perredista y de Felipe Calderón: golpear y corromper.
    La represión selectiva en la sierra guerrerense y principalmente en La Montaña tomó dimensiones vergonzantes. Tuvieron que intervenir organismos internacionales de derechos humanos para intentar proteger a los luchadores sociales. Al mismo tiempo, no menos de trescientos campesinos, la mayoría indígenas, optaron por tomar las armas para defenderse y exigir mejores condiciones de vida para sus comunidades.
    El 28 de junio de 1996, un año después de la masacre de Aguas Blancas, hizo su aparición el Ejército Popular Revolucionario (EPR). Aguirre no movió un solo dedo para intervenir en el asunto y buscar acercamientos con quienes exigían un trato de iguales y la dignificación a los suyos. Por el contrario, dejó que la Secretaria de la Defensa actuara con total impunidad en la detención, tortura y desaparición de gente pobre, sospechosa de pertenecer a la guerrilla.
    Lo ocurrido el 7 de junio de 1998 en El Charco confirmó que los gobiernos estatal y federal trabajaban con un mismo fin: combatir a sangre y fuego a ese contingente armado, lastimado por la miseria y el hambre. Decenas de perredistas serranos fueron acallados por las balas y la tortura.
    Doce años después, Ángel Aguirre recorre el estado, como abanderado perredista, para intentar volver a gobernar. Solo que ahora lo hace con miedo, porque sabe que miles de hombres y mujeres del campo aún recuerdan con tristeza a sus muertos y lesionados. Ángel Aguirre no duerme tranquilo y tal vez, en estos momentos, esté arrepentido de haber traicionado al partido político, el PRI, que le dio de comer, lo enriqueció y le permitió hacer diputado a su hijo y tener amigos en los círculos del poder político y económico. Por lo pronto, tiene que morderse un “guevo”, como decimos coloquialmente los mexicanos, y tratar de llegar lucido y sin enfermar, del hígado y el corazón, a los comicios del 30 de enero. Eso sí, rodeado de guaruras, pastillas para la diarrea y el dolor de cabeza y una estampa de la virgen de Guadalupe en el bolsillo derecho. El miedo no anda en burro. Así están las cosas en Guerrero.

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