lunes, 31 de enero de 2011

Mensaje AMLO 31 enero del 2011

Canadá: Fusilados/XI

Por Everardo Monroy Caracas


Esto es el caos y los que nazcan y crezcan ahí van a salir rarísimos...
Jorge Ibargueingoitia

    La Ciudad de México es una simple plasta de concreto con ramales mal pavimentados y una muchedumbre violentada por la necesidad y la prisa. Tiene la forma de un bule relleno de heces fecales volátiles y sus asentaderas descansan en un lecho sembrado de bosques, maizales y florestas, dentro del estado de Morelos. Esa ventaja geográfica protege a sus más de diez millones de habitantes y evita que sus descendientes, a consecuencia de inhalar tantas partículas de plomo, nazcan deformes o retrasados mentales.
    Desde el 2 de abril de 1983, Carlos Morales tendría que darse a la tarea de adecuarse a ese embrollo metropolitano, plagado de ruleteros y vendedores ambulantes, y entender que cada chilango despatriado veneraba, por sobre todas las cosas, a la Virgen de Guadalupe, la Selección Mexicana de Fútbol y a su madre. En ese orden. De Cuautepec al Estadio Azteca y de la Contreras a Santa Martha Acatitla, colonias, barrios y fraccionamientos se amontonaban de una forma apabullante.
    De norte a sur, la Vallejo enlazaba al Circuito Interior y a duras penas se podía transitar por las avenidas Reforma, Cuauhtémoc, Lázaro Cárdenas, Insurgentes o Tlalpan. Los ejes viales, el periférico y las líneas del ferrocarril urbano —el Metro— movilizaban diariamente entre cuatro a cinco millones de defeños. Las emisiones de gases tóxicos, principalmente de monóxido de carbono, alcanzaban indicadores alarmantes.
    Carlos se allegó de un plano de la ciudad y empezó a buscarle la cuadratura al círculo. En poco tiempo aprendió a utilizar el transporte público y reconocer el sonsonetito de los defeños. El “chale carnal” o “aliviánate guey” le enseñaron a estar más alerta, a no dejarse de nadie. El albur —palabras de doble sentido y alto contenido sexual— era el ristre predilecto de los chilangos para doblegar a sus adversarios y “cojérselos” literalmente.
    En La Casa de los Amigos le permitieron dormir y comer durante dos semanas y luego debería buscar su propio hábitat y dinero. La organización era financiada por Nancy Pockoc, cuáquera canadiense, y su principal trabajo consistía en salvar vidas en los países en guerra o con dictaduras y adentrarse a zonas marginadas para mejorar su infraestructura educativa y asistencial. Altruistas de todo el mundo llegaban a ese centro comunitario, instalado en la colonia San Cosme, y en caravana levantaban escuelas, clínicas de salud y albergues infantiles en poblaciones empobrecidas de Oaxaca, Tlaxcala, Estado de México, Chiapas, Zacatecas y Puebla.
    Mientras el guatemalteco intentaba asirse a su nueva realidad, en tres días padeció los puyazos del hambre y la angustia. Dos noches durmió en una central de autobuses foráneos, la TAPO, por la avenida Vallejo, y comió desechos rescatados en los botes de la basura. Tuvo que convivir con pordioseros doctorados en la universidad de la vida y aprenderles algunos secretos para allegarse de dinero. Con sólo asumir sobre la banqueta la posición de loto y hacerse el desentendido, algunas almas caritativas depositaban monedas en sus manos y le recomendaban trabajar.
Desesperado regresó al albergue y clamó ayuda para no seguir deteriorando su vida emocional. Por momentos pensaba en el suicidio y suponía que Dios había dejado de escuchar sus ruegos.
    “Vaya pa’delante”, le dijo Alfredo, un salvadoreño recién llegado a México. “Únicamente los culos se abren. Usted es listo y aproveche ese don”.
    Alfredo había militado en el Frente Farabundo Marti de Liberación Nacional y al huir de su país, se hizo acompañar de René, soldado del ejército salvadoreño y compañero de escuela. Ambos eran de La Morita, ranchería levantada en las faldas del volcán San Miguel, y desde adolescentes tuvieron que separarse a consecuencia de la guerra civil. René fue secuestrado por un pelotón, bajo el mando de un cabo, y obligado a tomar las armas. Alfredo, tras ver ametrallado a su padre por los mismos militares, optó por allegarse a la guerrilla y matar soldados, paramilitares y “soplones”.
    Los tres centroamericanos intercambiaron anécdotas y necesidades y en menos de una semana edificaron afectos y promesas de ayuda. Carlos inició el aprendizaje del inglés al tratar cotidianamente a extranjeros estadounidenses y canadienses y los directivos del Centro Comunitario le dieron la consigna de ser una especie de guía de turista para los recién llegados. En ese trajinar diario recibió una llamada telefónica de su hermana Miriam donde le informaba del derrocamiento del general Ríos Montt por un grupo de militares. El 8 de agosto dejaba de estar al frente del gobierno guatemalteco y los familiares de sus víctimas tenían la esperanza de que los nuevos golpistas, al mando del general Humberto Mejía Victores, lo procesaran al lado de los oficiales y jueces que avalaron el genocidio.
    El nuevo gobierno únicamente se comprometió a democratizar la vida política del país y, de ser posible, dejar en manos de los civiles la presidencia de la República.
    “Todo se hará”, anunció Mejía Victores, “dentro de un proceso de transición ordenada, sin venganzas o más enconos que únicamente nos dividirían más.”
    Y adelantó que quedarían derogados los Tribunales de Fuero Especial. Jamás prometió investigar a fondo los efectos sangrientos de ese organismo inquisitivo anticonstitucional.
    Carlos festejó con sus amigos el nuevo golpe de estado y confió en que habría una amnistía generalizada para recuperar a sus muertos y darles cristiana sepultura. Sus padres le advirtieron que no regresara a Guatemala, sino por el contrario continuara con su intento de viajar a los Estados Unidos o Canadá.
    “Siguen los mismos asesinos en el gobierno y sólo han cambiado de cara, no podemos confiarnos”, le dijo don Carlos telefónicamente.
     Su hijo volvió a sumirse en el trabajo y estudio del inglés. A la par, su espíritu romántico y religioso le despertaba interés a algunas chicas y convirtió la poesía sin métrica, influenciada por el Cantar de los Cantares, Rubén Darío, Pablo Neruda y Hermann Hesse, en una herramienta de apoyo para intentar ganar simpatías y corazones femeninos. Fue así como conoció a Eréndira Godoy, una dominicana de carne canela y formas nada frugales, de bailarina portuaria. Estudiaba una licenciatura en ciencias sociales, en la Pontificia Universidad Católica Madre, de Santiago de los Caballeros, y sus padres poseían una finca en el poblado de Moca, a veinte kilómetros de Santiago, en el Valle de El Cibao.
    De inmediato simpatizaron y Carlos la ayudó a entender un poco el comportamiento de los defeños y los objetivos de trabajo de La Casa de los Amigos en esa temporada veraniega. Juntos conocieron Tlaxcala y planearon un viaje al puerto de Acapulco. Irían en un tour, con veinte compañeros de causa. Antes del viaje, Carlos habló con Alfredo y René para invitarlos a mudarse a un departamento amueblado, en la colonia Coyoacán, cerca de la casona de Emilio El Indio Fernández, un director de cine, bronco y apegado a las tradiciones indigenistas y revolucionarias.
    Silverio Calleja, promotor de cultura y amigo de Nancy Pockoc le propuso habitar su departamento, recién desocupado por unos universitarios. Los tres, a finales de agosto, se cambiaron de residencia. Dos noches después, Alfredo y René perdieron el juicio tras consumir dos botellas de tequila “Corralejo” y llegaron a los golpes. Afloró su pasado belicista, cargado de resentimientos, y no lograron superar sus diferencias.
    Alfredo le advirtió a René que al día siguiente lo asesinaría y utilizaría en la ejecución una hacha de carnicero. René abandonó el nuevo departamento y jamás volvieron a reencontrarse. Carlos tampoco supo de él. Tampoco intentó recuperar su relación con Priscilia. Las cartas escasearon y sólo en un par de ocasiones hicieron plática telefónicamente. La lejanía enterró sus ilusiones de casarse y procrear hijos.
    En Acapulco, Eréndira y su acompañante decidieron separarse del grupo y ella, con ayuda de su tarjeta de crédito, rentó una habitación de hotel en la zona Dorada. Carlos, por simple estrategia, optó por no intimidar sexualmente y prolongar esa relación en el terreno afectivo. Indiscutiblemente la dominicana le interesaba, pero uno de sus propósitos era madurar la convivencia y, de ser posible, alcanzar otros niveles afectivos y de responsabilidad.
Los besos no menguaron a lo largo de la Costera Miguel Alemán, hasta llegar a Caletilla, y las promesas de amor se hicieron recurrentes. Carlos supuso, a sus 23 años, que Eréndira podría ser la mujer de su vida. Lo mismo creyó de Priscilia.
El regreso al Distrito Federal fue tortuoso porque la separación física sería inminente.
    “No puedo creer que jamás tuviéramos relaciones sexuales, pero te lo agradezco porque nuestro reencuentro será verdadero. Lo deseo con toda el alma. Ojalá me busques en República Dominicana y vivas conmigo en Moca, donde los dos podemos trabajar y sacar adelante el negocio de mis padres”, dijo emocionada Eréndira.
    Tardarían casi nueve años para materializar esa intención. Sólo que al hacerlo, enfrentarían otros retos mucho más dolorosos e inimaginables. Por el momento, Carlos se sumió en el desasosiego. Un vacío interior lo apartó momentáneamente de los asuntos terrenales. Estaba lejos de pulsar el porvenir político o económico del país anfitrión y de Guatemala.
    Los periódicos internacionales evidenciaban los escándalos de inmoralidad administrativa del gobierno federal saliente y el propósito del presidente Miguel de la Madrid Hurtado de moralizar las finanzas públicas mexicanas y aplicar un radical plan de austeridad.
    Sin embargo, militaba en el mismo partido político de su antecesor, el PRI, y antes de tomar la estafeta —primero de diciembre de 1982—, fungía como Secretario de Programación y Presupuesto, una de las dependencias artífices de la economía nacional.
    Carlos tomó un taxi en la Central de Autobuses y casi al oscurecer llegó al departamento. Ahí se enteró, por boca de Alfredo, que Silverio lo había seducido después de ser invitado a una fiesta en la casona del embajador canadiense y terminaron en la cama.
    El salvadoreño no sólo intimidó sexualmente con el promotor de cultura, sino con un allegado del mismísimo embajador. A cambio de ello, Alfredo abandonaría la Ciudad de México el 9 de septiembre y se iría a vivir a Vancouver, en calidad de refugiado político.
    “Resultó ser un culo este Silverio y mira que tuve que aceptar el trato. Sólo que también abogué por ti Carlitos. Tenés esta tarjeta del embajador y búscalo porque te va a ayudar”, al decirlo le entregó la tarjeta de presentación grabada con letras doradas y el escudo de la república canadiense.
    “No te creo”, aún dudó Carlos.
     “Anda pues, llámalo ahorita “pa’que” te reciba el lunes”, insistió el ex guerrillero.
    Lo hizo, pero hasta el domingo al mediodía.
    Personalmente el embajador le contestó la llamada telefónica y lo citó el lunes, a las nueve de la mañana. En tres ocasiones había intentado conseguir el permiso oficial para asilarse en Canadá y la respuesta siempre iba en detrimento de sus intereses:
    “No es posible en estos momentos, porque aún estamos revisando su petición, señor Morales”.
    Ni el peso moral de Nancy Pockoc había logrado conmover a la burocracia migratoria. Tampoco el nuevo golpe de estado en Guatemala que recrudecía los combates en la zona rural y provocaba desplazamientos masivos de campesinos e indígenas a la frontera con México.
    Sin embargo, Carlos dilucidaría sus dudas el lunes, de eso estaba seguro.  

domingo, 30 de enero de 2011

El hijo del trueno

Por Everardo Monroy Caracas

A Enrique Villagómez, acapulqueño convencido

    En Ostotitlán, Guerrero, a veinte kilómetros de Teloloapan, el apóstol Santiago El Mayor tiene sus seguidores. El Supremo Tribunal de los judíos, el Sanedrín, lo condenó a muerte en el año 44. El rey de Judea, Herodes Agripa I, lo mandó decapitar. Fue el primero de los doce apóstoles en ser martirizado. Los españoles aseguran que poco antes de su muerte evangelizó en su país. Santiago El Mayor era hermano de Juan El Bautista. Jesús, según el apóstol Marcos, los llamó Hijos del Trueno: Boanerges, en griego.
    “¿Cómo recordar a detalle algo fuera de lugar en aquellos momentos de peligro?” —se preguntó Zebedeo. “Era una estupidez, mi brother. Una reverenda estupidez”.
    El padre Romero daba la explicación antes de internarse al curato y colocarse la deshilachada casulla. Un montón de arenques, colgando en el extremo de una cuerda, le fue entregado por Zebedeo. Era el pago a sus orientaciones.
Asiria volvió a santiguarse ante el altar de Santiago El Mayor. Sin duda alguna, Zedeceo hablaba de la misma persona que conoció el sábado 5 de julio.
    —Aquí, aquí, parece que aún tengo su imagen ante mis ojos —Zebedeo se golpeó repetidamente la cabeza con la palma de la mano.
    —Sí existió —confirmó su mujer—, no te preocupes. Yo lo traté, también tus hijos. Probamos alimentos hechos por sus manos ¿no lo recuerdas?
    —Estoy confundido...
    Asiria acarició su rostro achatado, de mulato.
    Zebedeo entrecerró los ojos y empezó a sollozar. Había sobrevivido con la ayuda de Santiago. Lo recordó nuevamente con la cabeza recargada en la falca de la lancha, junto al motor de cincuenta y cinco caballos de fuerza. En esa misma posición arreglaba el trasmallo y limpiaba los anzuelos. Exigía más cuidado para no dañar el equipo.
    Lo escuchó gritar y enseñar sus pequeños dientes carcomidos por la salinidad del océano.
    Debes asegurarte que sean cuerdas del ciento veinte. Te lo he dicho y no me haces caso...
    —Lo son...
    Apenas tuvo ánimos de responderle. No era ningún pendejo. Del calibre de los amanteros dependía el triunfo o el fracaso de la jornada. Dos o tres días navegarían por aguas del pacífico, a no menos de cuarenta millas de la bahía.
Bien que lo recordaba en esa posición. Su hablar de extranjero lo subyugaba. Nada que ver con el acento costeño del padre Romero. Después de aquella difícil odisea en mar abierto quiso entender el origen de quien se decía un patriarca más de Judea.
    —Santiago era un leal seguidor del Nazareno —dijo el padre Romero—.  Su mayor reto fue participar en la construcción de la iglesia cristiana en Jerusalén. Asumió la santidad a propuesta de los españoles. Existe la certeza de que sus restos se encuentran en territorio gallego, en el municipio de Padrón, dentro de la provincia de Galicia.
    Zebedeo se encogió de hombros.
    “¿Y eso qué importaba —pensó—, si aquí está dando órdenes, bebiendo mezcal y metiendo los trozos de barrilete y atún en la hielera de plástico?
    Santiago había terminado de afianzar los anzuelos y las boyas de la volanta. Le escurría una aguaza sanguinolenta entre los calludos dedos de pescador nato, producto de las carnadas. Eso no parecía importarle. Hedía a brea, a sentina de barco camaronero. En el mar de Galilea, según dice, Pedro y Andrés le dieron sus primeras lecciones para la captura de peces. Utilizaban redes individuales, de torzal, tejidas a mano, con sus relingas y vientos, sin el propósito depredador de los trasmallos.
Santiago era muy parlanchín.
    Lo conoció en el bar El Bucanero, cerca de la tienda Gigante. En aquel alargado salón de techo laminado y muros amarillos. En una de las cinco hileras de mesas plásticas, donde los parroquianos bebían y discutían bajo el barullo de una desvencijada rocola.`
    —En mi honor —explicaba Santiago ante un grupo de pescadores— hay una ciudad, Santiago de Compostela, y cada año miles de peregrinos visitan mi sepulcro. Está bajo el altar del presbiterio de la Catedral...
    —Sí, sí... —Eric El Rojo asentó sin dureza, condescendiente, consciente de la locura mística de aquel predicador callejero. Le palmeó la espalda—. La siguiente ronda la pago yo... —y al decirlo, movió el dedo índice hacia arriba, dibujando un círculo.
    Sin contratiempos, la mesera acató su señal.
    Sus compañeros reían. Santiago cargaba una barba inhóspita, de breñal; sucia y entrecana. El sayal estaba carcomido de la parte baja, por donde sobresalían un par de pies huesudos, enormes, arenados y con costras ennegrecidas por la mugre. Lo acogieron sin ningún problema, después de solicitarles una moneda.
    Marimbas lo empujó molesto por sus desvaríos. Zebedeo reaccionó con ira.
    —Respétalo cabrón... —farfulló sin soltar la caguama a medio llenar.
Sus ojos llameaban.
    Santiago giró el rostro hacia Zebedeo, alejado a cinco metros de sus compañeros de oficio, y sentenció:
    —Él ya lo había dicho: cualquiera que se enoje contra su hermano será culpable de juicio y quedará expuesto al infierno del fuego...
    —Ya brother, ahí muere... —Eric El Rojo, con su pelambrera carmín apaciguó al Marimbas.
    —Hay dos tipos de hombres, no deben olvidarlo: los que se enroscan en la relinga superior del palangre, donde se sostienen los corchos y evitan su inmersión, y quienes, por necesidad, forman parte de la relinga inferior: bolera o burlón: el lastre de esta red existencial a la que nadie escapa...
Todos entendieron sus palabras por ser hombres de mar.
    Las botellas vacías de cerveza se amontonaron en la mesa. El cantinero padecía los estragos de la jaqueca.
    —¿Cuándo te vas en El Nico? —le preguntó Eric El Rojo a Zebedeo.
    Intentó disimular su admiración a aquel personaje que hablaba como comerciante libanés.
    —El lunes, ya me dieron la lana para el pertrecho.
    Zebedeo le tenía ley al viejo pescador. Era el maestro de todos, una verdadera leyenda.
    —Ten cuidado con ese armastrote, ya se lo dije a Nicolás: cambia la maquina porque un día lo vas a lamentar. No me ha pelado...
    —Me lo dijo y ya le di su checadita, no hay problema.
    —No te confíes.
    Lo de los monjes Cluny en verdad lo incomodaron. Hablar de los benedictinos que instauraron una caminata de Francia a Santiago de Compostela estaba fuera de orden. Santiago quería instituir una jornada similar a Ostotitlán. Sesenta o setenta kilómetros de Iguala de la Independencia. Era necesario llegar a Teloloapan y de ahí descender por el agreste paraje al punto deseado: la casa principal de Santiago El Mayor.
En veintiún días, precisamente el 25 de julio, se realizarían los festejos del santo patrono en ese municipio. Santiago asistiría puntual a su cita.
    —Nunca le fallo a mis seguidores. Ellos, como los apóstoles del Señor, tienen ganado el Paraíso —dijo y un delgado hilillo de cerveza fue rezumido por la barba.
    Los pescadores, ya beodos y contentos, abandonaron el bar. Eric El Rojo nuevamente le recordó a Zebedeo que tuviera cuidado con el motor de la lancha. Santiago y Zebedeo terminaron en la misma mesa, intercambiando preguntas y escuchando canciones de Juan Gabriel y José José. Zebedeo reconoció la valía moral de su acompañante. Lo mismo le había sucedido al Marimbas, por aquello del costillar a flor de piel, que jamás se atrevió a darle la segunda bofetada.
    —El Maestro lo dijo: Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: no resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra...
    Zebedeo haría uso del facón argentino de haberse suscitado la agresión. Santiago tenía derecho a convivir con su locura, mientras no lastimara a los demás. De algo sí estaba convencido: de su destreza de pescador consagrado. Las cicatrices de sus manos eran similares a las suyas: durante el jaloneo de las brazoladas llegaban a clavarse los anzuelos y el agua de mar interrumpía el sangrado y cauterizaba las heridas.
    —¿Tienes algún lugar donde dormir? —le preguntó Zebedeo a Santiago.
Ya era de madrugada.
    —Soy dueño de todo esto.
    Estaban en el deshuesadero de lanchas de Playa Manzanillo, junto a la Capitanía de Puerto. Las luces de la ciudad punteaban a lo largo de la bahía. La mayoría de los cerros formaban una herradura diamantina. Zebedeo sintió bajo sus pies el calor húmedo de la arena. Una ventosa de mariscos descompuestos endulzó su olfato. Desde chamaco había sobrevivido de la pesca: dorados, marlines, tiburones... Los turistas y adinerados tenían el monopolio del pez vela. Aún así, los pescadores violaban las reglas y se allegaban del producto antes de regresar al puerto con las manos vacías.
    Zebedeo invertía tres, cuatro o hasta cinco días para lograr su objetivo: pescar de doscientos a trescientos kilos de cazón.
    Asiria, su mujer, protestó ante la imprudencia del pescador. La construcción del bajareque apenas tenía espacio para darle posada al indigente recién llegado. Sus siete hijos aún dormían sobre tablones y colchonetas y el pequeño Jacob no dejada de gimotear.
    —Que Fidel se pase con Camilito y asunto concluido. Santiago es un buen hombre...
    —Tiene fachas de loco...
    —Es un iluminado.
    —No lo creo, pero en fin. Espero que no moleste a tus hijos.
    Durmieron casi toda la mañana y antes del mediodía, Santiago ya andaba merodeando por la playa. En compañía de Ernesto y Raúl, los mayorcitos del clan, recolectó, en un viejo cacharro, cangrejos y cucarachas de mar. Prepararía un caldo condimentado con concentrado de pollo y mucha cebolla. Fidel fue el comisionado para ir a la miscelánea. Santiago, en el mismo traspatio de la choza, armó la fogata y en un bote mantequero hizo los preparativos. Una hora después, todos bajo una enramada de palma comieron en corro. El indigente se ganó la confianza de Asiria y aceptó que fuera el compañero de pesca de su marido.
    —Me gustaría que Zebedeo lo acompañara en su próxima visita a Teloloapan —le dijo a Santiago.
    Santiago le respondió:
    —El Maestro le dijo al escriba: Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; más el hijo del hombre no tiene en donde recostar su cabeza.
    Asiria guardó silencio. Zebedeo lavó los trastos y compartió con Santiago el mezcal de Zacualpan de Amilpas. Era de nanche. Los dos hombres, frente al mar, observaron el atardecer y en pocas ocasiones intercambiaron palabras. La mujer del pescador nunca les despegó la mirada mientras preparaba las vituallas para el viaje del día siguiente. Aquel hombre de tosco sayal y mirada serena, le hizo valorar su vida y entorno. La pobreza era relativa ante la grandeza del mar y sus riquezas naturales. Zebedeo era un hombre probo, trabajador, responsable de su familia. El libre albedrío infectaba al hombre y sería decisión de sus hijos crecer en paz o en guerra, odiando o amando. Nadie era culpable de la desgracia o el éxito del otro. Santiago responsabilizaba del fracaso a los codiciosos y avarientos.
    —El codiciar la riqueza del otro, contamina el juicio. Los ricos, por desgracia, han aprendido a vivir del trabajo ajeno. Avaros y codiciosos llevan al país a la ruina. Tenemos que aprender a vivir en la medianía y curricanear, no usar el trasmallo, hacerlo me parece deleznable. No condenemos a nuestros hijos a vivir con hambre.
    El mezcal se agotó y Santiago, babeante, dobló la cerviz y empezó a roncar. Asiria lo cubrió con una sábana y en compañía de su marido regresó a la choza. En las próximas seis horas los dos hombres estarían en altamar, en busca de alimento.
    —Santiago es un santo —dijo la mujer después de permitir que Zebedeo se deshogara.
    —Es un iluminado. Tiene el corazón de un niño y nunca lastima a nadie.
    —Tiene la certeza del trueno, nos sacude con sus palabras.
    —Es un buen pescador.
    —Tú también lo eres.
    Asiria abrazó a Zebedeo y recargó la cabeza sobre su moreno pecho. Treinta años llevaban juntos y valoraba la honestidad y el trabajo del pescador. En alguna temporada de su vida maldijo su pobreza y lamentó el no haberse desposado con un abarrotero de Cuautla. Ahora era una mujer feliz. El sueño la doblegó en ese sentimiento de quietud.
    Santiago fue el encargado de despertarlos. Murmuró en varias ocasiones el nombre de Zebedeo. Eran las cuatro de la mañana y el gallo de los Quintero había lanzado ya el primer canto. En silencio los hombres bebieron café humeante, preparado por Asiria, y cargaron las vituallas: seis kilos de tortillas, un kilo de cecina, un pollo crudo, una bolsa de sal, chiles verdes, un radio AM-FM, cinco juegos de pilas, compás, brújula  y una lámpara sorda.
    En la lancha tenían todo lo necesario para la travesía: mástil, toldo, volanta o trasmallo tiburonero (formado de tres redes con mallas del número ocho), una cimbra tiburonera, el palangre con anzuelos cebados, boyas, lastres y cuerdas de mano del ciento veinte; amanteros, tres garrafones de agua purificada, una hielera con siete barras de hielo, gasolina para cinco días, tres luces de bengala, carnadas de barlete, anafre, carbón, cuatro cuchillos, cinco encendedores y herramienta.
    Zebedeo le ofreció a Santiago una playera, un short y un sombrero de lona. No los quiso.
    —Ya habrá tiempo de arroparnos de la furia de los elementos —dijo después de persignarse.
    El Nico en nada se distinguía de las lanchas contiguas. Otros pescadores hacían los preparativos para partir. El olor de mariscos y basura descompuesta revoloteaba en el pequeño atracadero. No había visos de mal tiempo. El Sistema Meteorológico de la Capitanía de Puerto lo había confirmado durante la noche. La mar estaba en calma.
    Los dos hombres partieron a altamar a las cinco diez de la mañana del lunes 7 de julio. El traqueteo del motor ahogó los murmullos del oleaje. La lancha de doce metros de eslora enfiló al oeste y Zebedeo tuvo cuidado en comprobar que la brújula marcaba la dirección correcta.

viernes, 28 de enero de 2011

Fusilados/X

Por Everardo Monroy Caracas

Pueden forzarte a decir
cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan
creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca.

George Orwell

    El periodista contactó con algunos representantes de organizaciones no gubernamentales, abogados, funcionarios hispanos de Ciudadanía e Inmigración y Ontario Work y ahondó sobre el funcionamiento del programa asistencial. Originalmente iba a publicar el resultado de su trabajo en un diario de Toronto, pero prácticamente no habría paga. El reportaje terminó en manos del Centro Comunitario San Lorenzo, patrocinado por un sacerdote anglicano, originario del Ecuador. Se reprodujo en el semanario Primera Plana.
    Eduardo escribió:
    Un mes después de haber aplicado como solicitante de refugio político, Edith “N” decidió trabajar con una colombiana, vecina suya, en la limpieza de establecimientos comerciales. La paga sería en cash, sin necesidad de declarar sus ingresos ante alguna instancia de gobierno. Por el momento, Ontario Work ya le había liberado un cheque por mil 300 dólares para su renta, alimentos y compra de muebles o utensilios de comida, mientras se definía legalmente su situación migratoria.
    Edith “N”, como seis de cada diez solicitantes de refugio que son asistidos económicamente por el gobierno federal, trabaja clandestinamente y, a la vez, recibe ayuda económica a través de un programa asistencial o welfare, como es conocido en Canadá. En la mayoría de los casos, el dinero obtenido de manera subrepticia, es utilizado para pagar deudas o mantener a la familia en su lugar de origen.
    “Esto no es privativo de los hispanos. El mismo comportamiento lo tienen los chinos, japoneses, pakistanos, hindúes, rusos, ucranianos, africanos o cualquier otro extranjero que ha decidido salir de su país por motivos de guerra o persecución. El asunto es que el gobierno lo sabe, pero de esa manera contribuye a apoyar el desarrollo económico de los canadienses”, afirma Aga Mahammad Ayyub, abogado pakistaní que radica en Toronto desde hace treinta años y tiene su bufete en la avenida Finch, cerca de la Weston Road.
    Y abunda:
    “Uno puede decir que eso está mal y lo está, pero al inmigrante que busca el status de refugiado no le queda de otra: o trabaja o su familia enfrenta serias dificultades económicas en su país de origen. Normalmente un solicitante de refugio recibe entre 500 a 700 dólares mensuales y ese dinero ya está etiquetado para cubrir una renta de 300 a 350 dólares mensuales y otros doscientos para el transporte y comida”.
    Thelma Aparicio, trabajadora social de la oficina de Ontario Work ubicada en 1225 Kennedy Road confirma que esa irregularidad existe y aclara que hay tolerancia ante la necesidad evidente de quienes están en proceso de recibir protección migratoria en Canadá.
    “Nosotros no podemos sancionar a quien comete este tipo de irregularidades. Sin embargo, si el Ministerio de Ciudadanía e Inmigración nos informa que alguno de los solicitantes de refugio trabaja y no lo reporta, simplemente le retiramos el apoyo asistencial y hasta ahí llega nuestra acción coercitiva”, precisa la trabajadora o social worker, de origen venezolano.
    De acuerdo a datos obtenidos en Toronto Organization for Domestic Workers´Rights, se estima que seis de cada diez solicitantes de refugio político trabajan a la par que reciben ayuda asistencial del gobierno. La postura de una de sus voceras cuestiona el sistema de ayuda aplicado por el gobierno porque alienta la ilegalidad y pone en riesgo la salud y seguridad de los inmigrantes que viven del welfare.
    “No es posible que se les exponga a vivir en la clandestinidad, bajo el abuso de algunos patrones y, a la vez, a los mismos patrones se les ponga en riesgo por alentar esa irregularidad. Sabemos de patrones a quienes les han retirado su licencia de trabajo o han pagado sanciones económicas muy onerosas y lesivas a su presupuesto”, afirma Mauren Hammedi.
    Edith “N”, en entrevista, precisa que es de Alajuela, Costa Rica y llegó a este país a principios de junio de este año. Un problema doméstico la obligó a huir y solicitar refugio político. Su caso fue aceptado y a partir del mismo mes empezó a recibir ayuda económica: cerca de 700 dólares mensuales para vivienda, transporte y comida.
    Aún así, como tiene tres hijos en Costa Rica, se vio en la necesidad de trabajar. Una vecina, oriunda de Bogotá, Colombia, le propuso limpiar pisos de supermercados. Lo hace de viernes a martes y recibe a cambio 50 dólares diarios.
    “Tengo que juntar unos 300 dólares al mes y eso los voy a enviar a mi madre, que es la que cuida a mis hijos. Como no puedo usar mi nombre, ya hablé con uno de mis vecinos, que es soltero y tiene la residencia, y aceptó hacer la transferencia”, revela.
    En la sección de Cartas al Editor de Primera Plana, edición número 4, el señor Miguel Silva, denunció que hay inmigrantes que no cuentan con permiso de trabajo, reciben welfare, laboran ilegalmente y cobran en cash. Recordó que a partir de enero de este año intentó contratar trabajadores hispanos para un proyecto especial y la mayoría de los solicitantes no hablaba inglés y carecía de permiso de trabajo. En tres meses entrevistó a mil personas y de 350 que reunían los requisitos, únicamente cinco deseaban que se les incluyera en nómina. “Es decir”, explicó, “que se le hiciera el descuento de seguro de desempleo (IE), CPP y taxes”.
    Y agregó:
    “Yo pretendía pagar nueve dólares por hora, que después de hacer descuentos sería como de $7.25. Ninguna de las 345 personas restantes deseaba que ese salario apareciera en el income ni se reportara, es decir, querían “CASH”. Pues ¿qué debía hacer o decir a mi cliente? ¿Qué no tenía personal? ¿O entrar en el juego y pagar cash a mis empleados?”.
    La trabajadora social, Thelma Aparicio precisa que normalmente a los tres meses de haber aplicado un solicitante de refugio, se le envía un permiso de trabajo que se vence dos o tres años después. “Ese documento lo envía el Ministerio de Ciudadanía e Inmigración y, a la vez, el beneficiario hace los trámites necesarios para obtener el Social Insurance Numer o SIN. Desgraciadamente la mayoría de los inmigrantes con esos beneficios prefiere trabajar en cash al verse imposibilitado en obtener ingresos superiores a los mil 200 dólares mensuales. Esa es la verdad”, comenta.
    Y responsabiliza de ello a los propios patrones que no intentan ayudar a sus trabajadores al obligarlos a inscribirse a programas de capacitación, pagados por el gobierno federal. “Ellos lo saben y prefieren tenerlos en esa situación de ignorancia para no aumentarles sus salarios y limitarlos a futuras oportunidades laborales”, apunta.
    Mahammad Ayyub, el abogado pakistaní, señala que el gobierno federal tiene la necesidad de actuar de esa manera porque de no hacerlo enfrentaría serios problemas de seguridad pública. Y da sus razones: “Imagínese que esos cuatro mil o cinco mil solicitantes mensuales de refugio político en Ontario no contaran con los beneficios de los programas asistenciales. La delincuencia se incrementaría y, sobre todo, los abusos laborales llegarían a extremos poco imaginables. Creo que el welfare ayuda en mucho y eso hay que avalarlo. Lo otro, el comportamiento irregular de algunos inmigrantes se puede solucionar si se da la amnistía, se aceleran los juicios de los solicitantes de refugio y Ontario Work presiona un poco más a los beneficiados por el welfare para que estudien inglés y tomen cursos de capacitación en diferentes oficios. Eso sería lo ideal”, puntualiza.
    Mauren Hammedi, de la Organization for Domestic Workers´Rights, también concluye: “Ya se debe atacar a fondo este problema. Las autoridades gubernamentales tienen que darle mayor protección a ambas partes, trabajador inmigrante y empresario, y evitar que la simulación fracture más a nuestro sistema asistencial. El welfare es un programa benigno porque realmente ayuda a miles de inmigrantes. No por unos cuantos que abusan de sus beneficios, se debe castigar a la mayoría. Depende de quienes lo aplican que esos alcancen lleguen a su objetivo: beneficiar a aquellos que  nada tienen y no saben inglés”.

Canadá: Fusilados/IX

Por Everardo Monroy Caracas

«¿Qué se puede hacer con ese pobre hombre?»,
preguntó.
«Matarlo», dijo Abrenuncio.
El marqués lo miró espantado.
«Al menos es lo que haríamos si fuéramos buenos cristianos», prosiguió el médico, impasible.
«Y no se asombre, señor: hay más
cristianos buenos de los que uno cree».

Gabriel García Márquez

    Ahora se trataba de salvarle la vida a Carlos. Doña Hercilia hizo acto de presencia en Guatemala con el afán de liberar a Lío y hasta buscó ayuda ante el clero católico, atento a la visita de Juan Pablo II en Guatemala. Nada pudo hacerse. Ríos Montt culpaba a los sacerdotes católicos de la supuesta “anarquía” existente en Guatemala.
    “El comunismo o ateismo”, declaraba, “es producto de la mente enferma de algunos representantes de la iglesia católica”.
    Carlos prácticamente abandonó su trabajo para intentar ayudar a su hermano y fácilmente fue identificado por los militares.
    “Ve a la embajada americana y consigue tu visa”, sugirió su madre.
    Carlos era el único que no contaba con ese documento. Así que se trasladó al edificio enrejado y vigilado por marines y soldados guatemaltecos e intentó obtener ese salvoconducto. El embajador lo recibió y escuchó su petición.
    Después de analizar sus antecedentes y hacer algunas consultas telefónicas, el funcionario le preguntó:
    “¿Así que usted es Carlos Morales?”.
    “En efecto, a sus órdenes”, dijo Carlos.
    “¿Usted también es terrorista como su hermano?”, ironizó el embajador.
    “Si yo fuera terrorista no le pediría la visa”, contestó Carlos.
    Lío antes de ser fusilado recibió la visita de su hermano y una enviada de Amnistía Internacional. Durante la entrevista del 2 de marzo, Lío le entregó cuatro libros atados, de pastas gruesas, donde hizo alguna anotaciones para la familia. Aquellos volúmenes fueron editados por los Testigos de Jehová y sólo trataban asuntos religiosos. Lío había perdido los dientes frontales y tenía el rostro anguloso, irreconocible. En su cuerpo larguirucho, otrora robusto, sobresalían las costillas. Lío padecía hemofilia y los sangrados eran contínuos, según testimonio de su familia.
    Toda esa información estaba en manos de la embajada estadounidense.
    Carlos, luego de la entrevista con el embajador buscó a su madre por vía telefónica.
    “No vengas”, recomendó doña Hercilia.
    “¿Por qué?”, preguntó Carlos.
    “Vinieron judiciales en dos jeeps y preguntaron por ti, quieren que vayas a declarar”, informó su madre.
    Carlos optó por esconderse en casa de su tía una hermana de su mamá. Veía la arenga de Ríos Montt en el televisor cuando llegó su prima Olga. Todos los días, a las doce y seis de la tarde, el militar abordaba los asuntos cotidianos del país e intentaba evangelizar.
    Olga le dijo:
    “Hablé con el abogado de Lío y me dijo que puede ayudarte a salir del país”.
    Carlos apagó el televisor. Su prima se refería al abogado que interpuso un recurso de Amparo y así retrasar el fusilamiento de su hermano.
    Lío les confió que el primero de febrero los sacaron del calabozo y vendaron sus ojos. Ya en el Cementerio Nacional  obligaron a saltar una zanja en varias ocasiones, hasta lastimarse piernas y brazos. Escucharon risas burlonas y enfrentaron un simulacro de fusilamiento. Después los regresaron al calabozo.
    “¿Cómo puede sacarme?”, Carlos no lograba disimular su aprensión.
    “Te va a enviar una persona que te llevará hasta la ciudad de México. Viene a la casa, no te preocupes”, informó Olga.
    Esa noche se lo comentó a su novia, hija de un ex ministro de telecomunicaciones y obras públicas.
    “Vienen por mí mañana, a las ocho. Tal vez sea la última vez que nos veamos”, dijo Carlos.
    Priscila lo abrazó y no logró evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas.
    “Por favor, deja que yo te lleve en mi carro a la frontera”, pidió.
    “Pero es muy peligroso”, advirtió Carlos.
    “No me importa, quiero estar segura de que todo salga bien”, dijo ella.
    “No hay que desmayar, recuerda que tanto el hombre exterior se va desgastando, el interior se renueva a cada momento. Tengamos fe”, Carlos recordó una breve reflexión de Corintios.
    Su apego a los pasajes bíblicos formaba parte de su crecimiento intelectual. El país optaba por la religiosidad como un medio de opresión o entendimiento de la pobreza extrema. Cada uno tendría que aceptar su culpa y atraso por voluntad divina. La propia violencia se justificaba a extremos de alcanzar con ella la redención.
    Los Kaibiles, como llamaban los indígenas a los militares, eran una especie de cruzados de la fe que combatían el ateismo y defendían el legado de Cristo.
    Carlos militaba con los Profetas de Dios y constantemente acudía a sus patriarcas para intentar librarse del pecado y el remordimiento. Su temor a Dios por momentos llegaba a extremos enfermizos al considerar que cualquier desajuste en su vida cotidiana formaba parte del castigo merecido.
    Así lo sintió la tarde que perdió los dedos de la mano derecha en un accidente vial. Iba a bordo de una motocicleta cuando se estrelló contra un vehículo y terminó mutilado.
    Un día antes de aquel suceso, escuchó un disco long play del guitarrista Carlos Santana, donde en la portada aparecía la imagen del diablo. Lo hizo a escondidas de sus padres y contaba con catorce años de edad.
    En el hospital insistió:
    “Fue castigo divino por escuchar cosas pecaminosas”.
    El autor de “Abraxas” y “Surrender” quedaría relegado de sus gustos y siempre lo relacionaría a su tragedia.
    Priscila prometió volver para preparar el viaje a la frontera con México y Carlos, castigado por la aprensión, empezó a empacar alguna ropa y documentos. Cerca de las ocho de la mañana se presentó su hermana Gloria con un hombre bajo y rengueante. Se identificó como  Lico. Dijo ser enviado del abogado de Lío y estar dispuesto a viajar ese mismo día. Lo harían en autobús. Desayunaron y Carlos le explicó que huiría con la ayuda de su novia.
    El primero de abril de 1983, Carlos inició una nueva odisea que lo separaría durante varios años de Guatemala. En el vehículo de Priscila y al lado de Gloria y Lico recorrerían casi doscientos kilómetros de carretera hasta internarse en Tapachula, México.
    Durante el trayecto, Lico les platicó un poco de su experiencia con la guerra civil de su país. Él fue dirigente sindicalista, de la empresa refresquera Pepsicola, y al lado de un compañero de lucha fue detenido por el ejército. Eso ocurrió en Retalhuleu, al sur de Guatemala.
    Después de reprimir a balazos el paro de los trabajadores, Lico y su compañero terminaron en un jeep militar. Los encerrarían en una de las mazmorras de la Guardia Nacional y ahí enfrentaría tortura y muerte. Al darse cuenta que el jeep disminuyó la marcha antes de cruzar otro camino, ambos saltaron y echaron a correr. Los militares les marcaron el alto y por no obedecer hicieron accionar sus fusiles metralletas. Lico y su compañero lograron llegar a una valla metálica y treparla.
    Sin embargo, los dos cayeron malheridos y sólo Lico alcanzó a trasponer la finca y continuar su marcha. Por última vez observó a su amigo que se convulsionaba por las herida y arrojaba sangre por la boca.
    Lico alcanzó a perderse en el follaje y doblegarse ante la gravedad de sus lesiones. Unas monjas lo rescataron y ayudaron en su recuperación. Desde entonces, consagraría su vida en ayudar a sus compañeros de causa.
    Vivía en la clandestinidad, con documentación falsa de mexicano y guatemalteco y por lo mismo, entraba y salía de su país sin miedo de ser detenido. Confiaba ciegamente en su suerte.
    El primer pueblo importante que atravesaron fue Escuintla y una hora después a Retalhuleo. Carlos recordó, y así se lo dijo a Lico, Gloria y Priscila, que durante los cinco meses que estuvo desaparecido su hermano Lío conoció rancherías donde existían cementerios clandestinos.
    En Asunción Mita, del departamento de Jutiapa, cerca de la frontera con El Salvador, observó una cabeza humana estacada. Pertenecía a un guerrillero.
    En Nuevo Pajonal, donde se celebra cada año una feria importante, fueron ejecutados niños y adultos y arrojados a una zanca, cavada por las propias víctimas. Los cuerpos aparecían expuestos y putrefactos.
    Carlos enfrentó esas imágenes y su convivencia con la muerte, en meses posteriores lo hundió en un estado de ánimo suicida que tardaría varios años en superar.
    Los cuatro almorzaron en Coatepequec y continuaron su viaje hasta la garita de Ciudad Hidalgo, Chiapas. Habían recorrido casi doscientos kilómetros antes de que Priscila y Carlos se separaran. Nuevamente hubo lágrimas y promesas de futuros reencuentros. Lico era parte de una intrincada red de protección a perseguidos políticos centroamericanos, defensores de los derechos humanos, y eso permitió que Carlos llegara ileso hasta el Distrito Federal.
    El mismo primero de abril, por la noche, Gloria, Carlos y Lico durmieron en un hotel de la colonia Roma. Lico avisó telefónicamente a los seguidores de Nancy Pockoc sobre la presencia de Carlos en México. Tendría que vivir una semana en el hotel antes de ser trasladado a la Casa de los Amigos, en la colonia San Cosme.
    “Hasta aquí ha llegado mi misión”, dijo Lico antes de despedirse.
    “No sé cómo voy a pagarte todo lo que has hecho”, dijo conmovido Carlos.
    “Vos no tenés de que preocuparse, es mi misión. Siempre que tengas que ayudar a alguien, hazlo y no te arrepientas”, sentenció Lico, al que jamás volvería a ver.
    Su figura maltrecha, delgada y renga, se perdió a lo largo del pasillo del hotel.  Carlos, a partir de ese momento, tendría que valerse por sí mismo para interconectarse en esa enorme metrópolis de 20 millones de habitantes. Únicamente tenía doscientos dólares americanos que le había regalado su hermana Gloria, antes de continuar su viaje a Chicago, y un sándwich de mantequilla de maní que le dejó Lico.  

jueves, 27 de enero de 2011

Canadá: Fusilados/VIII

Por Everardo Monroy Caracas

    Eduardo siguió por el elevador a Carlos Morales. En el tercer piso aplicó como nuevo solicitante de refugio político, dentro de una amplia sala con ventanillas y sillones. Carlos llenó la solicitud y la entregó, junto con dos fotografías, a la mujer uniformada en colores rojos y azules y guantes blancos, desechables. Estaba tras una mesa de madera, cerca de la puerta de acceso.
    El primer documento oficial al que tuvo acceso el periodista se denominaba “Information on individuals seeking refugee protection”. Lo integraban cuatro páginas y en ellas quedaron registrados todos sus datos personales: nacionalidad, edad, sexo, religión, peso aproximado, dirección en Canadá, estado civil y hasta el color de los ojos.
    Cinco horas después, fue llamado por su nombre ante una ventanilla numerada y una empleada de migración, hosca e indiferente, recogió su pasaporte y le entregó una hoja color marrón con la fotografía del solicitante, donde le permitían permanecer un mes en el país, mientras era requerido nuevamente por el Ministerio de Inmigración y Ciudadanía. De acuerdo al oficio entregado, una semana después sería escuchado en la planta baja por un oficial de inmigración canadiense.
    “Vos estás adentro y ahora tenés que esperar a que te reciban en la sala 101 y expongas brevemente tus razones para solicitar el refugio”, dijo Carlos. “Por lo pronto, elabora a detalle tu historia de persecución y me la traes el lunes. Hay que leerla y traducirla al inglés y conseguirte un abogado gratuito en Legal AID”.
    Durante la espera, en esa sala gris, deslucida, una treintena de personas de diferentes nacionalidades, aguardaban el llamado y algunas dormitaban. Predominaban los coreanos, chinos, rusos e hindúes. Eduardo escuchó hablar castellano a tres hombres y dos mujeres y no desaprovechó la oportunidad para conocerlos. Tres eran de Colombia y dos mexicanos. Había desconfianza en sus ojos.
    Uno de los colombianos, de traje oscuro, trabajaba para un abogado canadiense y les explicaba sobre el funcionamiento del sistema migratorio. Insistía:
    “Una cosa es aquí y otra el welfare y Legal AID. Nosotros los vamos a apoyar con el abogado, pero les voy a recomendar a una compañera que les hará la solicitud en Ontario Work donde recibirán dinero para comida y casa. De eso no deben preocuparse”.
    Carina, nativa de Guanajuato, México, preguntó:
    “¿Y cuánto nos van a dar?”.
    “Si aplican separados, no como pareja, entre quinientos y seiscientos dólares mensuales a cada uno. Sólo que el primer cheque será de unos mil trescientos por cabeza. De ahí pueden pagarle al intérprete que les cobra cincuenta dólares por hablar con la trabajadora social”, dijo el paralegal.
    Eduardo se atrevió a cuestionar:
    “Disculpe que me meta en su plática, pero ¿qué se necesita para tener derecho al welfare?”.
    “¿Usted ya aplicó como refugiado?”, inquirió el paralegal.
    “Sí”.
    “Bueno, entonces tiene que conseguir una promesa de renta en la casa donde vive, que no pase de 350 dólares, e inscríbase en una escuela de inglés, después que le den la hoja marrón en su segunda audiencia”, informó.
    En esa plática, el periodista se enteró que diariamente un promedio de 140 personas solicitaban refugio en Ontario y la mayoría mentía con sus historias. Incluso, algunos conseguían promesas de renta sin tener su residencia en Toronto y trabajaban de “cash”, a pesar de recibir dinero del welfare. Era una práctica cotidiana, presuntamente avalada por el mismo gobierno.
    “¿Por qué tolerar esa falla?”, preguntó el periodista.
    “Lo que las autoridades quieren es que la gente se quede para cubrir la demanda de mano de obra calificada y aprendan alguna de las dos lenguas oficiales, inglés o francés, los interesados de vivir en Canadá”, opinó el paralegal.
    Su cara abotagada por los excesos de alcohol, su aliento así lo demostraba, tomó un color cárdeno.
    “Perdone, pero no estoy convencido de ello”, dijo Pedro, un colombiano. “Conozco gente, sobre todo de Guatemala, que lleva catorce años recibiendo welfare y no trabaja, son unos parásitos”.
    “Hay excepciones”, dijo el paralegal.
    “No lo creo, es la misma burocracia la que está destruyendo el sistema”, complementó Dolores, la esposa del colombiano.
     Ellos estaban en Canadá por el asunto de la guerrilla en su país.
    “Nos han dicho que se trata de proteger la seguridad de los canadienses”, dijo Álvaro, el compañero de Carina. Era calvo y el desaseo de sus manos evidenciaba que trabajaba en la construcción. “Es algo así como evitar que tanto inmigrante mendigue y asalte para sobrevivir. Prefieren darle dinero para que medio coma y viva en un cuarto, a que ande en las calles y violente la ciudad”.
    Pedro y Dolores militaban en el partido Fuerza Progresista de Coraje y tenían sus propiedades en Maraya, Caqueta. Guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, bajo el liderazgo de Manuel Marulanda “Tirofijo”, se las expropiaron y durante dos años obligaron al matrimonio a pagar un tributo económico —llamado “vacuna”— para tener derecho a vivir y trabajar dentro de su territorio de influencia.
    Eso escribieron en su historia de refugio.
    Un sexagenario colombiano, una semana antes de aquel encuentro en la sala del Ministerio de Ciudadanía e Inmigración, obtuvo su residencia después de convencer al juez del Tribunal de Determinación de Refugiado de un hecho similar al expresado por Pedro y Dolores.
    El aderezo de la historia fue que don Carmelo recibió un culatazo en la cara y le quebraron los lentes. Eso sucedió mientras leía la Biblia y el incidente provocó que durante varias semanas llorara sangre. La víctima responsabilizó a un guardia nacional de sus lesiones y a las FARC de expropiarle su rancho con ganado y cafetales. Don Carmelo radicaba en la Arauca, casi colindando con Venezuela. Él y su familia viajaron a Bogotá y después de tres meses de permanencia, se trasladaron a Miami, Florida.
    El sexagenario nunca logró aclimatarse en el trópico y optó por aplicar como refugiado en Canadá.
    “¿Deverás lloró sangre durante tanto tiempo?”, preguntó el conmovido juez migratorio.
    “Sí señor juez, todavía sangro cuando me siento triste y recuerdo lo que perdí en Colombia”, respondió don Carmelo en un perfecto inglés.
    La historia de un ex militar salvadoreño, terminó en boca del propio paralegal que no dejaba de resoplar cuando la risa lo traicionaba.
    Contó:
    “Resulta que en 1994, Ezequiel huyó a Nueva York y ahí vivió cuatro años. En El Salvador trabajó en las fuerzas armadas como sargento. En una pelea de cantina, un jamaiquino lo apuñaló en el brazo derecho que le quedó medio inservible. Ezequiel entró ilegalmente a Canadá, por Buffalo, y aplicó como refugiado. Argumentó que las heridas del brazo fueron producto de la guerra civil de su país. Lo ayudaron económicamente y entró a estudiar inglés que por cierto lo hablaba ya con soltura, pero le hizo creer a la trabajadora social que sólo entendía el castellano. Empezó a recibir su welfare y como a los cinco meses regresó a Nueva York, lo hizo clandestinamente, y allá mató al jamaiquino que lo lesionó del brazo. Esa misma noche retornó a Canadá y jamás detectaron su salida y entrada al país. Hasta la fecha vive del welfare y el gobierno ya le dio un departamento. Sólo paga 100 dólares mensuales y tiene todos los servicios. En downtown, entre King y Spadina, radica este hombre que le gusta la apuesta, la camorra y la cerveza Corona”.     

miércoles, 26 de enero de 2011

Canadá: El floreciente negocio de la ilegalidad

*En el mall Pacífic hasta un millón de dólares mensuales en películas piratas
*Las autoridades incapaces de combatir el mercado negro en Toronto
*Comerciantes establecidos se quejan de la competencia desleal

Por Everardo Monroy Caracas

    El negocio del contrabando de productos chinos ha florecido en pleno territorio canadiense, principalmente en Toronto. Películas, música, ropa, alimentos, juguetes y computadoras son adquiridas a bajos precios, sin necesidad de pagar impuestos o contar con el permiso oficial para su mercadeo. La industria de la piratería florece y las quejas, hasta el momento son aisladas.
    “Tenemos que competir con un mercado ilegal, tolerado por las autoridades, sin tener posibilidad de denunciarlo abiertamente por temor a recibir represalias”, dice el manager de una tienda de discos y renta de películas, ubicada cerca de las avenidas Kennedy y Steels.
    El negocio se encuentra a un costado del centro comercial Pacífic, donde predominan los productos de contrabando, de procedencia china.
    “Hay comerciantes que intentaron presentar la denuncia de manera formal y recibieron amenazas. Hay mucho poder económico y política atrás de estos contrabandistas”, agrega.
    En el Ministerio de Consumidores, Servicios y Negocios el silencio es absoluto. Una de las encargadas de atender a los solicitantes de apertura de nuevos comercios simplemente responde que cualquier información debe solicitarse en las oficinas centrales de Ottawa.
    La área de atención se encuentra en el primer piso del edificio que se encuentra en la 393 University Avenue. La empleada, de apellido Clerk, precisa que ahí no cuentan con información relacionada al mall Pacífic porque en algunas ocasiones los solicitantes de permiso de apertura de nuevos negocios recurren a las oficinas centrales.
    Otro comerciante cercano al mall Pacífic, relacionado a la venta de alimentos a granel, revela que hace dos meses apareció un reportaje en un noticiero de televisión de Toronto donde se aseguró que el mercado negro de películas en DVD generaba ingresos brutos por más de un millón de dólares mensuales, sólo en ese centro comercial. “En este lugar hay entre diez a quince tiendas de música y discos que venden en proporciones increíbles”, señala.
    La plaza comercial Pacífic se encuentra precisamente en la Steels y Kennedy y cuenta con tres niveles. En su interior existen restaurantes, tiendas de alimentos, discos, películas, ropa, aparatos electrónicos y computadoras. La mayoría tiene rótulos en mandarín, lengua oficial china, y los productos se encuentran a la mitad de precio que en cualquier negocio legal.
    Películas que aún no entran al mercado del DVD y que se encuentran en pantalla grande, como El Peleador, El Cisne Negro, 127 horas, La palabra del rey, Enredados, Toy Story 3, Megamain, entre otras, se ofrecen a tres por veinte dólares o a siete por cuarenta. La clientela no cesa desde las 10:00 horas que se abre el mall hasta las diez de la noche que se cierra.
    Lo mismo ocurre con la música en CDs, accesorios de computadoras, alimentos importados, principalmente para la cocina oriental, y ropa.
    Según uno de los comerciantes de alimentos, molesto por la competencia desleal que existe cerca de su negocio, los productos  ingresan por Vancouver, después de ser transportados en barco o avión desde Hong Kong o Manila, Filipinas. De ahí son transportadas por tren o trailers a Toronto, su destino final.
    “Las autoridades ya saben todo esto, pero nada hacen para combatirlos. Son intocables los contrabandistas y nadie puede denunciarlos, porque en este país hay que probar lo que se dice o de lo contrario uno paga las consecuencias”, dice el manager de la tienda de música y renta de películas.
    Y agrega:
    “Cuando se hizo la denuncia en televisión y las autoridades intervinieron para decomisar parte de esa mercancía ilegal, gente de esos criminales empezaron a investigarnos y hubo hasta llamadas telefónicas amenazadoras. Mucha gente tuvo miedo porque conocemos los alcances de este tipo de organizaciones que se mueven en la ilegalidad y bajo protección de algunos policías y autoridades del Ministerio de Consumidores, Servicios y Negocios.
    Algunas de las personas que acuden a la plaza comercial Pacífic dan sus razones para comprar ahí sus productos, principalmente accesorios de computadoras, música y películas. “El ahorro es grande, porque mientras una computadora en otros negocios nos cuesta 800 dólares, aquí la podemos adquirir en 500 o 600 y con mejor memoria u otros servicios”, comenta un estudiante de ingeniería, de origen hispano.
    Una empleada de una escuela de inglés, apunta que algunas de las películas que ha adquirido no cuentan con la calidad deseada, pero como ella tiene tres hijos, su ahorro es mayor al ver los estrenos en su casa. “En una sala cinematográfica tengo que pagar por cuatro boletos, cuarenta dólares y aquí la misma película de estreno la adquiero en ocho dólares y ya es de mi propiedad. Si tengo problema con ella, vengo y la cambio, porque vivo cerca del mall”, añade.
    Lo que sorprende a los consumidores de estos productos, es la calidad como se presentan. Por ejemplo, en la mayoría de las películas de DVD los forros son a colores y hasta los discos están perfectamente rotulados. En el caso de la cinta Megamain, la copia fue adquirida en Rusia, donde se estrenó previamente al mercado americano, aunque los contrabandistas lograron reproducirla al inglés y mandarín. Lo mismo ha ocurrido con otras cintas.
    “Seguramente aquí en Toronto hay estudios privados, clandestinos, donde se trabaja esas películas, porque nos sorprende que las subtitulen al mandarín o japones cuando aún no llegan al mercado del DVD oficial”, precisa el manager de la tienda de música y renta de películas.
    Abunda:
    “Se han dado casos en donde las películas anunciadas en la pantalla grande aún no se estrenan, pero ya es posible adquirirlas en esta plaza comercial. Hemos llegado a creer que desde los propios estudios de Hollywood empieza ese negocio subterráneo, que deja millonarios ingresos”.
    Al ser cuestionada la encargada de uno de esos comercios, de origen oriental, su mutismo es absoluto. Simplemente observa al reportero y mueve la cabeza, en un intento de decir que no ha entendido la pregunta.
    “¿Cómo le hacen para traer los estrenos en DVD cuando aún están en las salas cinematográficas?”, se le pregunta a la mujer.
    No hay respuesta.
    En los exhibidores se colocan las películas y se anuncia en un cartel sus precios. La demanda es absoluta. También hay un enorme mercado de filmes chinos, japoneses y tailandeses. Incluso se venden series televisivas y pornografía.
    A la mitad del mall se rifan vehículos de manufactura japonesa y en las tiendas de computadoras se hacen pequeños regalos a quienes tienen la curiosidad de observar sus productos que no pagan impuestos. La mayoría de clientes es de origen oriental y se comunican con su idioma madre.
    “Aquí llega gente con posibilidades económicas, porque quienes no tienen acceso a esta tecnología o películas y música, recurren a otro tipo de mercado, al del dólar, en Spadina, donde también predominan el comercio oriental, principalmente de China, Corea, Vietnam y Tailandia”, comenta el comerciante de alimentos, de origen vietnamita.
    Y puntualiza:
    “Creemos que difícilmente se va a acabar con este negocio ilegal. Es como la prostitución. Se dice en Canadá que eso no está permitido y quienes vivimos en este país conocemos la realidad: sólo hay que salir a la calle de noche o preguntarle a algún amigo, y la verdad sale a relucir”.

martes, 25 de enero de 2011

Los infiernos de un secuestro

*Un guatemalteco fue víctima de un comando paramilitar
*Sus padres pagaron un rescate de cincuenta mil dólares para obtener su libertad
*Ni siquiera en Estados Unidos se sentía seguro...   


Por Everardo Monroy Caracas

    El 28 de noviembre del año pasado tuvo que huir de Guatemala e intentar refugiarse en Canadá. Tres días estuvo secuestrado y durante su cautiverio lo violaron y humillaron. Desde Estados Unidos, sus padres pagaron 50 mil dólares para obtener su libertad. Rolando, a pesar de la oscuridad obligada, descubrió que sus secuestradores eran paramilitares y planeaban asesinar a simpatizantes de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca.
    En su historia de persecución, Rolando, de 23 años, aseguró ser de Champerico, población tropical ubicada a 40 kilómetros de Retalhuleu, y provenir de una familia dedicada a procesar mariscos y manejar una flotilla de lanchas pesqueras.
    En 1999, sus padres y dos hermanos se vieron obligados a vivir en Miami, Florida, ante el intento de secuestro de don Facundo, cabeza del clan. Dos de sus hijos, entre ellos Rolando, continuaron en Guatemala, bajo la protección de una familia mormona. Supusieron que ya no correrían peligro.
    Rolando quería ser piloto aviador y coleccionaba aeroplanos a escala de la segunda guerra mundial. Su cotidianidad en nada se diferenciaba a la mayoría de jóvenes de Champerico. Iba al colegio y trabajaba en una granja de agachonas, aves comestibles que eran exportadas a Belice. Los mormones la administraban.
        “Usted échele ganas al colegio, mi’jo”, le decía su madre. “Ya más grandecito se viene para acá y lo metemos a las fuerzas armadas para que vuele las aeronaves de los gueros”.
    Jamás imaginó la familia que un comando integrado por cinco individuos y encabezado por el teniente Carlos Arruza, había planeado secuestrar a Rolando y era objeto de una vigilancia permanente. La Policía Nacional llegó a esa conclusión en meses posteriores.
    En el boulevard principal, cerca del mirador, los paramilitares lograron su objetivo. Ante la mirada azorada de algunos peatones, Rolando fue levantado y arrojado al interior de una camioneta compacta. En declaraciones ministeriales, el muchacho señaló que lo sedaron y despertó ya sobre un viejo camastro, impregnado de orines y vómito, encadenado y vendado.
    La oscuridad era absoluta.
    El miércoles 8 de septiembre del 2007, en un tramo de esa avenida, frente al mar, quedaron abandonadas la mochila y la caja del avión a escala para armar. Jamás volvería a saber de ellas. En la mochila traía sus útiles escolares y un diario, regalo de su madrina, donde anotaba direcciones y temas tratados telefónicamente con sus padres.
    “¿Quién es Ñico?”, fue lo primero que le preguntaron.
    “Un amigo”, contestó.
    “Vos lo conocés bien?”.
    “Es hijo de un pastor”.
    “El pastor que le echa mierda al gobierno”.
    “No lo sé...”.
    Un golpe en la boca lo hizo escupir sangre.
    “Ustedes los mierdas ricos se creen dueños del mundo. Los mierdas marxistas y ustedes han destrozado mi país. ¿Sabés eso patojo jodido?”.
    Lo que ignoraba Rolando era que los secuestradores ya se habían puesto en contacto con su familia. Telefónicamente iniciaron las negociaciones para su liberación. Exigían 500 mil dólares y tendrían que depositarlos a la cuenta bancaria de los mormones y estos, a la vez, entregárselos en un punto del país que ellos indicarían.
    En el segundo día de cautiverio, los cinco hombres empezaron a alcoholizarse y fumar marihuana. Rolando escuchaba sus comentarios y risas. Constantemente hablaban de los guerrilleros que habían ejecutado y a quienes llamaban “huecos”. También dieron algunos pormenores del comportamiento del ejército y el presidente saliente, Alfonso Portillo. No los bajaban de corruptos y traidores.
    Llamaban “urnaguas” a los integrantes de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca e insistían que les darían “fuego” cada vez que los tuvieran a su alcance.
    “Uno a uno, así... uno a uno... y al hoyo. Limpiar este país de tanto ladrón y “hueco”?”, dijo uno de los secuestradores.
    “Los ricos son los dueños de los comunistas, ellos los compran para dividirnos y hacer negocio con la guerra. Los dos son quienes nos tienen así”, dijo su compañero.
    “Algo debe de hacerse ¿o no mi teniente?”, refirió un tercero.
    “Algo tenemos que hacer y ya lo estamos haciendo”, Rolando escuchó una cuarta voz, más sonora, cargada de autoridad.
    Esa noche, Rolando sufrió abuso sexual y varios cortes de navaja en los antebrazos y espalda. Hasta el día siguiente, su padre logró convencer a los secuestradores de que aceptaran cincuenta mil dólares y no los 500 mil.
    Los mormones participaron en la entrega del dinero. El operativo se realizaría en las afueras de la ciudad de Guatemala, por Los Cipreses. Los cincuenta mil dólares americanos tendrían que estar en billetes de cien y no nuevos. Una mochila blanca sería arrojada desde un helicóptero y ejecutarían al muchacho en caso de notar la presencia de algún militar o cualquier otra persona.
    La familia de Rolando estuvo tentada en solicitar el apoyo de la policía, pero un abogado les confió que el crimen organizado había vulnerado a la Guardia Nacional. Cualquier tipo de filtración informativa dañaría las negociaciones y difícilmente lograrían recuperar a su hijo.
    “Yo me sometería a sus reglas y me evitaba problemas. La delincuencia común ya está hasta en la médula de nuestras instituciones”, dijo el profesionista.
    Rolando fue liberado en Ixtan, cerca de Champerico. Unos lugareños lo rescataron al darse cuenta que estaba a la orilla de la carretera, desnudo y sangrante. Seguía con la venda en los ojos.
    En esos momentos la policía nacional intervino y auxilió a Rolando. Lo internaron en un hospital privado y de inmediato realizaron las indagaciones. El muchacho dijo lo que sabía, pero por recomendación de los mormones no dio más detalles que comprometieran a la familia. Después se enteraría que un teniente de la guardia nacional, Carlos Arruza, había planeado el secuestro.
    Rolando y su hermano tuvieron que ser separados. Por seguridad, el más pequeño fue enviado a Australia, mientras que el mayor viajó a Toronto, Canadá donde inició los trámites para aplicar como solicitante de refugio. Lo hizo, dice, porque en Estados Unidos también peligraba su vida. La delincuencia de Guatemala tiene nexos con pandillas hispanas, tan mortales como los Maras.
    “Mis secuestradores ya están ampliamente identificados y suponen que yo contribuí en ello. Por esa razón mi vida está en riesgo. Ahora tengo que hacerme a la idea de que aquí en Canadá debo salir adelante, mientras las cosas se calman para volverme a unir con mi familia”, dice Rolando.
    Desde que enfrentó los horrores del secuestro, el muchacho duerme poco y cuando lo hace tiene pesadillas. Lleva varias semanas bajo tratamiento psicológico y aún teme caminar solo en las calles. Supone que sus secuestradores aún lo buscan y no quieren liberarle su tranquilidad.
    Está triste porque hay certidumbre que difícilmente volverá a escuchar los rumores del mar en calma de su Champerico natal.
    “Estoy seguro que quedé sepultado en esa mochila roja que abandonaron mis secuestradores en la calle y donde estaban mis útiles escolares y mi añoranza de ser algún día piloto aviador”, dice y no logra contener su llanto.

lunes, 24 de enero de 2011

Ruth: felicidad quebrada

*Durante más de un año vivió los horrores de un secuestro y la adicción a la heroína
*Uno de sus captores la ayudó a rehabilitarse y huir
*Actualmente es una refugiada más de Canadá
y aún teme por su vida

Por Everardo Monroy Caracas

    Ruth es bonita e inteligente y vive en Toronto. Casi nunca falta a las terapias grupales para superar sus fobias y miedos. Por su estatus de refugiada tiene la obligación de ir casi todos los días a la escuela de inglés. Ruth poco ríe, jamás socializa y aparentemente es indiferente a su entorno. En México, su país de origen, fue secuestrada por tratantes de blancas, drogada, abusada sexualmente y torturada.
    Sobrevivió de milagro.
    “Estoy destrozada por dentro y cuesta mucho reconstruirse”, dice y la quiebra el llanto.
    En la ciudad de México asistía a la universidad, gustaba escuchar música romántica, tenía un novio muy “besucón” y posesivo y unos padres tolerantes y bohemios. Nada ensombrecía su presente. Frisaba los 22 años de edad y era enemiga acérrima del sostén y las faldas largas. Le envanecía evidenciar la dureza de los senos y la perfección de sus piernas.
    “Es cierto, me perdieron mi exceso de confianza y mi vanidad de diva”, dice en el comedor de la escuela de inglés.
    Tenía su domicilio en la colonia Roma, en uno de los pocos asentamientos representativos de la vieja arquitectura citadina. Los edificios modernos, de varios niveles y ventanales, jamás lograban disminuir la grandeza de las casonas de altos muros y portones de madera.
    Ruth usaba su pequeño auto sedán para trasladarse a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), al sur de la ciudad. De lunes a viernes enfilaba al centro de estudio de 250 mil alumnos. Casi nunca faltaba a clases. Recorría quince kilómetros en hora y cuarto. El tráfico vial era incontrolable y fastidioso. Conducía de la avenida Insurgentes hasta Ciudad Universitaria, dentro del Pedregal de Santa Úrsula, una zona volcánica poblada de residencias, rocas lunares y áreas verdes.
    El lunes 10 de noviembre del 2008, como todos los días, Ruth se bañó, desayunó y abandonó su casa. En esta ocasión recibió una llamada telefónica de Carmelo, su novio, y acordaron tomar café en la zona rosa, cerca de la avenida Reforma.
    “Te quiero flaquita”, le dijo Carmelo.
    “Yo igual y más... nos vemos”, dijo Ruth.
    “Ah... No dejes de llevar aquellito”, pidió Carmelo.
    “Loco...”, dijo Ruth y no logró controlar su risa pícara.
    “A mi novio le gustaba que usara un tipo de ropa íntima especial, regalo de mi cumpleaños”, evoca Ruth. “Por eso me tuve que regresar a mi recámara y metí en mi bolso la pantaleta de seda negra con encajes”.
    El trayecto a la universidad, donde estudiaba una licenciatura en sicología, enfrentó algunos inconvenientes. En la avenida Insurgentes hubo embotellamientos y llena de tedio intentó acortar distancias por la avenida Universidad. En un descuido golpeó a la camioneta sin placas que iba adelante. Serían las seis y media de la mañana.
    “Vieja pen....”, gritó un sujeto que descendió de la Suburban y la enfrentó.
    En esos momentos se abrieron las portezuelas traseras de la unidad y otros dos hombres de playera negra y pelo a rape alcanzaron a su compañero. Llevaban armas largas. En el pecho sobresalía la palabra AFI con letras amarillas.
     “Antes de que pudiera disculparme, uno de esos delincuentes me bajó de mi vehículo y me esposó con las manos a la espalda. Luego me metió a su camioneta al lado de los otros sujetos que iban armados. Recuerdo que sólo escuchaba sus gritos y me empujaban. Uno de ellos había agarrado mi bolso y lo empezó a revisar, mientras la camioneta se alejaba y yo empecé a llorar”.
    Durante el trayecto, uno de sus captores, de labio leporino y un ojo acuoso, lleno de carnosidades, le hizo varias preguntas:
    “¿Quiénes son tus  padres?”
    “¿Qué estudias?”
    “¿Cuántos hermanos tienes?”.
    “¿Dónde trabaja tu padre?”.
    Ruth aclaró dudas y pidió que la llevaran a cualquier agencia del ministerio público en caso de haber cometido alguna infracción de tránsito. El sujeto de labio leporino, en respuesta, le desgarró la blusa y dejó al descubierto sus senos.
    “Creo que tuvimos buena pesca hoy”, dijo.
    Después golpeó la lámina con la palma de la mano y la camioneta se detuvo. Salió, habló un par de minutos con el piloto y regresó. En esos momentos Ruth empezaría a enfrentar los sinsabores de su tragedia. La unidad enfiló hacia un lugar indefinido y dos horas después, ya dentro de la cochera de una casa jardinada, sus secuestradores la metieron a un frío sótano, lleno de cajas de cartón y una colchoneta.
    Durante una semana Ruth recibió todo tipo de vejaciones y fue obligada a consumir heroína. La droga le era inyectada a la sangre y únicamente dormía, comía poco y ya no protestaba cuando era sometida sexualmente por cualquiera de los tres sujetos. Uno de ellos, el del labio leporino, le confió que eran agentes federales de investigación y que combatían al narcotráfico y contrabando.
    En el exterior, la estudiante universitaria era buscada afanosamente por sus padres, familiares, amigos y Carmelo. Su fotografía fue reproducida en carteles y notas periodísticas. Ruth terminó en una casa de citas en Morelia, la capital del estado de Michoacán.
    “Mis secuestradores me llevaron a una casa donde iban puros drogadictos que se dedicaban a traficar heroína, ilegales y prostitutas, y únicamente me utilizaban como un objeto sexual. Yo había perdido el deseo de vivir”, dice Ruth.
    Sin embargo, el tipo del labio leporino continuó visitándola y en uno de esos encuentros, tras intimidar, le confió que estaba enamorado de ella y, por lo mismo, tenía interés en ayudarla. Le prometió que iba a sacarla de ahí y desintoxicarla para después ayudarla a huir del país.
    “Si te quedas en México te matan y dañan a tu familia”, le advirtió. “Nunca había sucedido una cosa así. Normalmente se trabaja con putas adictas que no son forzadas a estar en este negocio. No te partieron en la madre después de que te levantamos porque yo me opuse, pero tenían todo el interés de llevarte a la sierra y allá dejarte con una bola de cabrones”.
    El supuesto policía cumplió su palabra. Ruth terminó en una finca apartada de la ciudad, en Acotan, muy cerca del océano Pacífico y el estado de Colima. Ahí, con ayuda de un médico, en parte logró sobreponer su adicción a la heroína y controlar sus esfínteres.
    “Sólo quienes han vivido una experiencia similar pueden saber de lo que hablo. Fue horrible. Es como si bajara uno en vida al infierno y se quemara por dentro. Quisiera uno quitarse la piel y rascarse los huesos”, dice Ruth.
    Un año después de ser secuestrada, el 17 de febrero del 2010, Ruth se internó a los pasillos del aeropuerto internacional de Toronto. El hombre del labio leporino, de quien jamás conoció su nombre, la ayudó a salir de México. Antes, le permitió comunicarse con sus padres y les explicó a detalle lo ocurrido. El trato era que ella tenía que abandonar el país, no involucrar alguna autoridad judicial en el hecho y reencontrarse la familia en Canadá. En caso de hacer todo lo contrario, el hombre del labio leporino asesinaría a cualquier miembro de la familia, cercano o lejano.
    Ruth jamás volvió a ver y escuchar a Carmelo. Ese fue otro de los acuerdos. Una noche antes de abordar el avión para alejarse de México, ella aceptó intimidar con su secuestrador y utilizar la pantaleta negra de encaje.
    Es lo único que conservaría de esa pesadilla...
    Y Ruth da su razonamiento:
    “En mi historia de aplicación para intentar refugiarme escribí este detalle, porque es la prenda que me permitió vivir al estar en manos de uno de mis secuestradores. Él me confió que prefirió devolvérmela porque de esa manera nuestra relación quedaría concluida y entiendo que ahora mi vida peligra y no puedo regresar a México”.

domingo, 23 de enero de 2011

Canadá.: El mercadeo de las tentaciones

*En un centro nocturno, a 40 dólares un striptease privado
*Nueve de 65 bailarinas son latinas
*La historia de Patricia

Por Everardo Monroy Caracas

    La ropa difícilmente esconde las redondeses del cuerpo de Patricia. Tiene una forma muy peculiar de caminar que obliga a los hombres a mirarla. No es alta y trabaja de bailarina en un centro nocturno de Toronto. Es una más de las 65 strippers que bailan y deambulan en aquel lugar plagado de espejos y luces fosforescentes.
    “Usted tiene que conocer este lugar”, me dice Patricia y anota una dirección. “Ahí laboramos bailarinas de todo el mundo y la mayoría tenemos hijos sin padre y un fin común: sobrevivir”.
    Ella y una hermana se encuentran en la sala de espera del edificio del Ministerio de Inmigración y Ciudadanía. Intentan traer a su madre de San José, Costa Rica, de donde provienen.
    Hace cinco años Patricia llegó de ese país centroamericano como esponsorada. El enlace lo hizo vía Internet. Una fotografía en traje de baño, tomada en Punta Arenas, fue su puerta de entrada a Canadá. Un trailero de productos marítimos invirtió sus pocos ahorros para trasladarla a Toronto. No menos de 50 mil dólares americanos les costó aquella odisea sentimental. Un año después, en el 2001, Patricia lo abandonó y ella entró a laborar a un centro nocturno de la Yonge y Bloor.
    “Fredy es una buena persona y protegió a mi hijo, producto de mi primer matrimonio”, comenta Patricia. “Sólo que se volvió muy celoso y empezó a enfermarse de los nervios y lo nuestro se volvió insoportable. Tuve que separarme o de lo contrario hace una tontería”.
    En el acceso principal del centro nocturno hay un afrocanadiense, calvo y musculoso, de uniforme blanco con chaleco rojo. Es indiferente a la mochila que porto. Ingreso al lugar sin ser esculcado. Mi primer encuentro visual es la mujer desnuda que se retuerce en el escenario, al compás de una melodía húngara. Ella se refleja en un enorme espejo y se multiplica.
    Patricia, de acuerdo a su invitación, es posible que haga su striptease entre las cinco o seis de la tarde. Antes de dedicarse a ese negocio intentó trabajar de mesera o bartender. El acoso sexual fue constante y la paga escasa. Uno de los clientes, jefe de seguridad de un centro nocturno, le sugirió que tomara clases de baile exótico y entrara al mercado de las strippers. Ahí estaba su futuro.
    “No fue una decisión fácil”, dice Patricia, “porque de este negocio se hablan barbaridades. Por ejemplo, que una stripper normalmente es drogadicta y prostituta y que debe ser regenteada por algún chulo o vividor”.
    Cada bailarina tiene una presentación de diez minutos, espaciados en tres melodías. Suficiente tiempo para hacer malabarismos en un tubo cromado adherido al techo y piso. Mientras ella intenta deleitar a la concurrencia con la elasticidad y belleza de su cuerpo, sus otras compañeras buscan la manera de allegarse de más dinero. No hay paga en el centro nocturno, sino propinas. El único cobro legal permitido es al bailar en uno de los privados de la planta alta. El cliente puede mirarla a sus anchas y sentir la dureza de su cuerpo al sentársele sobre sus piernas y pecho.
    “Forteen dollar”, piden la stripper que deambulan semidesnudas entre las mesas. Algunas aseguran que el cliente puede tocarles los senos durante los tres minutos que dura la melodía. No es una regla obligada, aclaran. 
    También aceptan ser acompañantes de turno en alguna mesa, a cambio de invitarlas a beber champaña de 500 a 800 dólares la botella. Hay quienes lo hacen, con la esperanza de seducir a alguna de esas mujeres de cuerpo mórbido, inquietante. En el escenario nada dejan a la imaginación.
    Patricia no aparece y ya son cerca de las ocho de la noche. El costo de la cerveza varía después de las seis de la tarde. Hay una treintena de clientes, la mayoría en torno al estrado donde no cesan de desnudarse las bailarinas, de pubis rasurado.
    “La primera vez que tuve que quitarme la ropa ante un público masculino, me moría de la vergüenza. Estaba consciente de que a mis parejas sentimentales les entusiasmaba verme desnuda y tocarme el cuerpo, pero otra cosa era hacer striptease por necesidad”, comenta Patricia.
    Tuvo que traerse a su hermana menor para que le cuidara a su hijo, mientras ella trabajaba de noche en el centro nocturno. Aún así, asistía a una escuela de inglés y al mediodía iba por el niño a la guardería. Sus ingresos dependían de las propinas obtenidas en el escenario y en los bailes privados.
    “Hay clientes que se entusiasman cuando nos tienen en el cubículo de arriba y llegan a ofrecernos hasta mil dólares porque los acompañemos a su cuarto de hotel”, dice Patricia. “Normalmente son turistas. Hay quienes lo hacen, pero se exponen a alguna sanción de la autoridad. La prostitución en Canadá está muy penada, aunque se tolera, mientras no se altere el orden público o se afecte a terceras personas”.
    En este centro nocturno trabajan nueve latinas y la mayoría son madres solteras. Dos de ellas, según Patricia, tienen pareja sentimental, pero por reglas del negocio jamás deben presentarse al club. Tampoco deben recogerlas o llamarlas por teléfono. Las mujeres en el momento que se presentan son obligadas a deshacerse de ropa y teléfonos celulares. Toda su atención queda concentrada en el cliente. Una docena de meseros y personal de seguridad las vigilan permanentemente.
    Una chica de origen ucraniano, rubia auténtica, deslumbra a la concurrencia. Su rutina tiene mucho de originalidad. Es una verdadera malabarista del tubo. Parece una chica de la revista Playboy. Las propinas se reproducen y los hilos de la tanga se llenan de billetes de uno y cinco dólares. Es quien más demanda tiene en los privados y es distinguida por los meseros que constantemente le llevan agua embotellada y le entregan números telefónicos proporcionados por algunos clientes.
    En cinco horas un promedio de 30 mujeres han desfilado en el escenario luminoso. Un animador anónimo es quien las presenta y reclama aplausos en cada espectáculo. Patricia hace su arribo cerca de las diez de la noche. Su manera de caminar, cadenciosa, rítmica, la singulariza. Una de sus compañeras le informa que es posible que en la madrugada tengan una salida: las contrataron para asistir a una fiesta de despedida de soltero. Será en la parte este de la ciudad, por la Lawson y Port Union.
    Patricia hace su striptease con ayuda de música afroantillana. Sorprende lo vertiginoso del ritmo y el esfuerzo físico que invierte en la rutina. Después, ya sudorosa, se tiende en el escenario de madera y permite que los parroquianos recorran sus miradas ávidas cada centímetro de su cuerpo desnudo. Ella entrecierra los ojos y se deja querer. Hay aplausos y propinas que ella recoge agradecida.
    Después de la diez de la noche la concurrencia es mayor y el alcohol anima el ambiente. Risas, gritos y charlas sin orden alguno. Las chicas suben y bajan las escaleras que conducen a la planta alta. Otras, las más selectas, tienen la oportunidad de ser acompañantes de turno y beben champaña.
    “Esta es la rutina de siempre”, dice Patricia. “En una buena noche podemos llevarnos hasta 300 dólares, pero eso no es común. Sin embargo, si uno sabe ahorrar, jamás hay privaciones y no tenemos necesidad de depender de otra persona. En mi caso, prefiero seguir soltera, al lado de mi hijo, que exponerlo a humillaciones, celos y malos tratos de hombres inseguros e irresponsables”.       

sábado, 22 de enero de 2011

Fusilados/VII

por Everardo Monroy Caracas

    Antes de ser ejecutados los seis detenidos en el Cementerio Nacional, sus abogados presionaron para que se realizara una audiencia pública. Estaba por concluir el periodo probatorio y aún contaban con ese recurso legal. El licenciado Jorge Cifuentes de León representó a Lío, Subuyujub y Razón; Eduardo Fernández López, a los hermanos Marroquín González y Alonso Conrado, al hondureño.
    Ríos Montt y el Ministro de la Defensa, Oscar Humberto Mejía Víctores, se opusieron a la audiencia porque insistían que se trataba de un caso ya juzgado por un Tribunal de Fuero Especial. Los abogados argumentaron que esa concesión no le correspondía darla a la Junta Militar, sino a la Corte Suprema de Justicia, por haberle dado entrada a su recurso de Amparo. La audiencia pública tendría lugar el martes 22 de febrero de 1983, a las dos de la tarde, en el Palacio de Justicia.
    Ese día, cientos de guatemaltecos abarrotaron la sala de audiencias. También asistieron los magistrados de la Cámara Penal de la Corte Suprema de Justicia, agentes del Ministerio Público, abogados defensores, periodistas y militares armados que custodiaron el interior y exterior del edificio. Los seis condenados a muerte fueron trasladados en camionetas cerradas, custodiados por tanquetas y cientos de soldados. El Tribunal de Fuero Especial había confirmado, el primero de febrero, la pena de muerte a los procesados, por considerar que eran responsables de los delitos Contra la Seguridad Interior de la Nación y Terrorismo. Uno de los magistrados leyó los cargos y sus resolutivos, donde refrendaban el veredicto del fusilamiento. Sin embargo, la presión ejercida por los abogados y organismos internacionales, entre ellos la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, había postergado el fusilamiento.
    Los detenidos, en su intervención, narraron su dolorosa experiencia y se dijeron inocentes de los cargos.
    Walter Vinicio, a nombre de su hermano y Lío, precisó:
    “Mi nombre es Walter Vinicio Marroquín González y primeramente quiero dar las gracias a ustedes por darme la oportunidad de poder dirigirme, es una oportunidad que antes no tuve, según el juicio que se me llevó.
    “Y quiero manifestar que juntamente con mi hermano Sergio Roberto, aquí presente, y nuestro compañero Héctor Aroldo Morales López, hemos sido víctimas de uno de los más tristemente juicios que se hayan llevado a Guatemala, caracterizado por una muy... violación a los derechos, al derecho de defensa que debimos haber tenido, como es del conocimiento público, nunca conocimos a nuestro juez en el Tribunal del Fuero Especial.
    “Yo fui secuestrado el día 4 de septiembre de 1982, en el edificio Seguros Universales, por fuerzas de seguridad pública que no se identificaron nunca como tal, sino por el contrario, se identificaron como pertenecientes al grupo clandestino. Me tiraron en el piso del carro, me tuvieron con los ojos vendados por varios días y sometido a torturas para obligarme a aceptar hechos sobre una persona que era conocida mía y tenía que aceptar desde el punto de vista de ellos, si quería que no fuera afectada mi familia. En ese tiempo, en ese momento, yo no sabía en donde estaba y que era lo que estaba pasando conmigo. Posteriormente, de una manera mi padre hizo una denuncia ante las autoridades de mi secuestro y es interesante el hecho de que todas mis características, las circunstancias, los hechos que en ella se concentran, son totalmente congruentes con las de mi declaración indagatoria que se hizo 52 días después de estar incomunicado el día 26 de octubre de 1982.
    “Vale la pena hacer notar que en la indagatoria no se me permitió tener ningún profesional en derecho. El día 10 de septiembre nos dijeron que nos habían capturado en un lugar inventado por ellos y en condiciones también inventadas y ese día fuimos llevados por primera vez sin poder hacer uso de la palabra a ser presentados al... acusador. Fuimos presentados como culpables.
    “Posteriormente esa misma tarde se me dijo que llegara a hacer la denuncia a la policía, a la Dirección General, y en los momentos que llegué se me puso nuevamente enfrente sin poder dirigir ni una sola palabra para defenderme o para hacer ver que éramos inocentes. El día 19 de octubre de 1982, se nos llevó a todos juntos al Cuartel General Justo Rufino Barrios... y fuimos regresados nuevamente al Centro del Segundo Cuerpo. Quiero hacer notar que cuando fuimos consignados sin decirnos porque, determinaron acusarnos de... fraude, extorsión al Tribunal del Fuero Especial. Posteriormente el 26 de enero de 1983 el compañero Morales López, tuvo la visita de funcionarios y autoridades del Fuero Especial y le hicieron firmar un documento prefabricado en el que confesaba que nos hacía responsables a mi hermano y a mi de haber sido los autores intelectuales de delitos contra personas que en efecto no conozco.
    “la causa de dicha confesión se puede ver fácilmente por el hecho de que él mismo se negó a firmar y más aún en correspondencia a su negativa ese mismo día él fue regresado a donde estábamos detenidos y fuimos encerrados en condiciones infrahumanas”.
    Conrado Alonso, abogado del hondureño Marco Antonio González, en su libro “Fusilados al alba” —editado en 1986 por Serviprensa Centroamericana Guatemala CA—, recordó brevemente esos momentos:
    “Ante los señores Magistrados de la Cámara Penal de la Corte Suprema de Justicia, ante los funcionarios del Ministerio Público —ya que no se hizo presente ningún juez de fuero especial, por lo menos en los estrados—, ante los profesionales del Derecho, ante las cámaras de televisión y radiograbadoras de los reporteros, los seis condenados a muerte repitieron sus acusaciones de cómo habían sido capturados, torturados, indagados y condenados a muerte. Se oyó la voz de los patrocinadores repitiendo y demostrando el proceder insólito de los tribunales de fuero especial. Un fuerte aplauso del público asistente sancionó los alegatos de la defensa. “Si la sala no guarda silencio —decía el Presidente del Organismo Judicial— mandaré que la desalojen, y a los reincidentes haré que sean consignados a los tribunales de... (poco faltó en una de las audiencias para que añadiera: ...de fuero especial).
    “Todavía en la tarde sonaban en mis oídos los aplausos, las palabras acusadoras de los procesados, los tartamudeos de los funcionarios del Ministerio Público, la argumentación hilvanada de la defensa. Pero tampoco era imposible olvidar la faz hierática de los magistrados, al fin y al cabo funcionarios del mismo poder contra el que estaba entablada la lucha; y mucho menos, el espectro de la espada desenvainada junto a la balanza en la que había que sopesar las afirmaciones de unos vulgares “terroristas” contra las constancias procesales certificadas y tenidas a la vista”.
    Después de la audiencia pública, el 25 de febrero, se reunieron a puerta cerrada varios magistrados con el ministro de la Defensa. En ese encuentro se definió el destino de los seis detenidos. El propio Alonso Conrado, en su libro, reproduce una nota periodística aparecida al día siguiente en el diario Prensa Libre. Se leyó:
    “Ayer, los magistrados, encabezados por el presidente de la corte, (Ricardo) Sagastume Vidaurre, llegaron al ministerio de la Defensa para conocer los documentos originales.
    “Anteriormente, el ministerio de la Defensa sólo había enviado al Tribunal de Amparo certificaciones de los expedientes.
    “Salieron de aquella dependencia poco después de las 15:00 horas. Uno de nuestros reporteros abordó al licenciado Sagastume Vidaurre, quien confirmó que efectivamente la visita al despacho del general Mejía Víctores había sido para dar lectura a los originales de los documentos en mención.
    “Añadió que ello era parte de la fase del auto para mejor fallar (sic) que se sigue contra los sentenciados. Hizo ver que la lectura de los originales no podía dar lugar a cambios en el proceso.
    “Por su parte, el ministro de la Defensa, general Mejía Víctores al ser abordado por Prensa Libre, en uno de los corrillos del Palacio Nacional, expresó que en efecto, la llegada de los magistrados a su despacho para enterarse de los documentos originales no variará el procedimiento ni sentencia dictada por los tribunales del fuero especial.
    “Explicó que los tribunales del fuero especial actuaron con apego a la ley y que, de acuerdo con sus puntos de vista, la ejecución debe cumplirse”.