sábado, 30 de julio de 2011

Jesús González Otero: El último mohicano del panismo morelense

Por Everardo Monroy Caracas

    A Jesús González Otero lo conocí por el compadre Cesar Cruz Ortiz. Ambos eran diputados locales en Morelos. Jesús, en 1990 era dirigente estatal del PAN, conservador y republicano, no ultraderechista. Aún la doctrina de Manuel Gómez Morín le calaba e inducia su actuar público para hacer las cosas correctamente.
    No era un santo, porque por su edad y oportunidades de servicio, caía en las tentaciones de los asuntos mundanos. Ya se imaginaran. Lo cierto es que González Otero, en los momentos más precarios de mi vida –el confrontar periodísticamente con el gobernador Antonio Riva Palacio López— avaló sin reticencias el impulsar un  nuevo proyecto editorial que le diera tribuna a la diversidad de ideas.
    Claro, don Antonio, llamó “ensalada  rusa” a la revista quincenal (Demoz) porque existía pluralidad critica, sí, pero en su contra. Cesar Cruz era priista, pero, como siempre lo ha sido, es un fajador nato en los asuntos de la grilla política cotidiana. Ya se imaginaran: genio y figura…
    González Otero fue derrocado del PAN por los yunquistas y tuvo que aislarse y reconstruir dolorosamente su nuevo futuro político. En casi 17 años logró remontar en sus anhelos y demostrar que debe haber perseverancia para triunfar sin importar las caídas.
    No le avergonzó vender tortas o ser aislado por aquellos a quienes antes apoyó política y económicamente, salió avante y ahí está, fortalecido, en su mismo territorio, Cuautla, y sin perder la apostura de buen amigo. González Otero, como siempre, será recordado por aquellos que algún dia le debemos mucho: amistad y apoyo incondicional.

lunes, 14 de febrero de 2011

Mensaje AMLO 14 de febrero del 2011

Fusilados: las argucias del paralegal

 Parte XX

Por Everardo Monroy Caracas

Soy un hombre solitario
que el destino es mi suerte...

Diomedes Díaz

    Carlos le entregó los originales a Eduardo, amontonados en el escritorio de su oficina. En el despacho contiguo se encontraba el abogado Hamza N. H. Kisaka, de origen tanzanio y en las afueras, dentro del recibidor con seis sillas, cuatro nuevos inmigrantes, serios y pensativos, aguardaban su turno para ser atendidos. En 421 Eglinton West estaba el nuevo cuartel general de Carlos.
    Cuatro meses atrás había concluido su relación laboral con Gertler, con oficinas en la avenida Dundas, a un costado del edificio del Ministerio de Ciudadanía e Inmigración. En el estacionamiento, Gertler había colocado una traila donde con grandes titulares anunciaba sus servicios a personas de habla hispana.
    El periodista le comentó a Carlos sobre su ida a Leamington y la posibilidad de allegarse de un dinero extra para, en caso de perder el juicio, no apelar, sino exiliarse en España.
    “¿Estás seguro que quieres irte a Leamington?”, preguntó Carlos.
    “El inglés no se me da, difícilmente voy a entrar al periodismo canadiense y mis necesidades son mediatas. La prensa latina ha aprendido a sobrevivir, sin mucha plata, con el esfuerzo ajeno. Aquí nunca falta quien regale su trabajo ante la esperanza de ser tomado en cuenta algún día y eso lo aprovechan muy bien los editores”, respondió Eduardo.
    “Tenemos que construir nuestros propios puentes y no culpar a nadie de nuestras deficiencias”, sentenció Carlos.
    “Nadie se queja. Hubo un tiempo que supuse que estaba más salado que un bacalao, pero las calabazas, durante el trayecto, se van acomodando solas, como decía una amiga”, dijo Eduardo.
    “Espero que sirvan de algo estás reflexiones”, dijo Carlos y le entregó al periodista unas hojas mecanografiadas. “Tal vez estén faltas de convicción política, porque lo más cercano a mí, en estos momentos, es el recuerdo de mi hermano Lío, la ausencia de mis padres y hermanos, y mi convivencia diaria y tan necesaria de mi familia, tengo que trabajar duro. No es fácil sostener los gastos de una casa propia, a pagar en treinta años; desprenderte de la tercera parte de tus ingresos por cuestión de impuestos, y cubrir las necesidades diarias de cuatro personas que sólo dependen de tu esfuerzo. Se gana en dólares, pero se gasta en dólares”.
    “Me lo imagino”, dijo Eduardo. “Es la vida de la mayoría de hispanos que ya tienen raíces en esta tierra. Por eso creo que a algunos no les importa sentir los problemas del inmigrante recién llegado, sino por el contrario, se convierten en un medio para allegarse de dinero fácil. Uno puede recibir apoyo solidario una o dos semanas y más adelante enfrentar los sinsabores del rechazo. El muerto y el arrimado a los tres días apestan”.
    “Canadá no es un país fácil”, dijo Carlos, “y uno lo va descubriendo con el transcurrir de los días. La gente que está afuera esperando, en la oficina contigua, lo único que busca es resolver su problema personal e invertir lo menos posible. De lograrlo difícilmente vuelves a verlos, ese es su destino. Ganen o pierdan su juicio de refugio, jamás vuelven la cabeza hacia atrás. Ahí empieza la falta de conciencia de cada uno de ellos para ayudar a los otros. En eso están fallando las iglesias y los centros de desarrollo comunitario”.
    “La Ley del uso, ni modo”, acota Eduardo.
    “Exactamente la Ley del uso: yo te uso, tu me usas, él me usa... y todos nos usamos. El asunto es que los más listos, en ese sentimiento de uso hacen negocio con los migrantes. Por ejemplo, un centro de desarrollo comunitario puede obtener hasta un millón 300 mil dólares anuales y gastarse las tres cuartas partes en sostener a su burocracia. Su trabajo sólo es referencial porque casi nunca resuelven, con sus propios medios legales o administrativos, los problemas del migrante recién llegado”.
    Carlos tal vez hacía alusión a dos reportajes que Eduardo había publicado en Primera Plana y que evidenciaban fallas administrativas y de servicio en algunos centros de desarrollo comunitario de Toronto. Recibían millonarias aportaciones de cuatro ministerios federales, Legal AID, la Municipalidad de Toronto, la United Way of Greater Toronto y las asociaciones The Ontario Trillium Foundation y The Brumara Foundation. Los ministerios donantes eran el de Ciudadanía e Inmigración, de Ciudadanía Ontario, de Salud y de Familia, Niños y Servicios Sociales.
    “Lo que me sorprende es el funcionamiento de los albergues públicos: hay sesenta en Toronto y diez de ellos son administrados por el gobierno de la ciudad. Los otros cincuenta subsisten con dinero privado. Ahí reciben alimento cinco veces al día, sábanas, almohadas y cobijas nuevas; tickes para el transporte público y hasta asesoría gratuita para obtener welfare”, dijo Eduardo.
    “Sólo que son muy pocos los funcionales y seguros”, aclaró Carlos, “porque en su mayoría acogen a personas de la calle, viciosas e sin hábitos de aseo. Para un inmigrante recién llegado eso puede ser traumante. En varias ocasiones, puedo asegurar que hasta cientos de veces, intervine para sacar a inmigrantes de los albergues y llevarlos a mi casa o la casa de otros amigos. Después, ya con la ayuda asistencial de Ontario Work, lograban obtener una vivienda digna”.
    En esas fechas, Carlos enfrentaba un problema legal por su supuesta intromisión en un asunto migratorio que afectó el ingreso de un aspirante a refugiado. Al ser cuestionado fuertemente e intimidado por el oficial de Inmigración    acusó a Carlos de haber inducido su historia y obligarlo a mentir. Sin embargo, Carlos no era el abogado sino Geltler y sus cuestionarios  de solicitud de refugio los firmó avalando el contenido de lo que ahí aparecía. La bronca fue ventilada en los periódicos de la localidad y la noticia, al correr de boca en boca y sin el apoyo de la fuente original, poco a poco tendió a distorsionarse y sus detractores, principalmente abogados y paralegales hispanos, la utilizaron en su contra.
    Eduardo tuvo la precaución de investigar los hechos y concluir que se trataba de un simple asunto de vendettas entre los mercaderes de inmigrantes. Carlos llevaba veintidós años construyendo una red de apoyo a personas de recién ingreso a Canadá y algunos de sus colaboradores —contritos y muy leales al principio— terminaban repudiándolo y desprestigiándolo. Sin embargo, jamás cuestionaba su proceder y prefería apartarse de ellos sin rupturas violentas y seguir con su propósito de trabajo.
    “Creo que su principal problema don Carlos, es dejar en manos de terceros la confianza que le han depositado los inmigrantes. Si sus recomendados fallan, el único responsable es usted y en dos meses lo culpan de algún abuso que se cometió contra de ellos”, le advirtió el periodista.
    Por ejemplo, si el interprete ante Ontario Work aprovechaba la ignorancia del nuevo inmigrante y le ofrecía gestionar el permiso de trabajo por cien o doscientos dólares, el afectado suponía que Carlos le había dado esas instrucciones. El interprete aseguraba que en menos de un mes le entregaría ese documento y en realidad le era enviado cuatro meses después de haber sido aceptado como refugiado político. No por la intervención del interprete, sino por un trámite normal ya contemplado por las leyes migratorias.
    Carlos era el menos malo de esa jauría de mercaderes y aún así, sus detractores lo atacaban con saña. En alguna ocasión, Eduardo llegó a convencerse que Carlos había perdido su mística de servicio al estar alejado de sus obsesiones religiosas. Lo evidenciaban algunos comentarios ríspidos y por el comportamiento cuestionable de algunos colaboradores que lo acompañaban. Lo cierto era que no toleraba la altanería y falta de humildad de algunos nuevos inmigrantes que solicitaban su ayuda.
    “Sienten que uno está para servirles, para resolverles todos sus problemas, sin que hagan el menor esfuerzo por ayudarse”, repetía.
    Los trasladaba en su camioneta a las oficinas de Ontario Work, albergues públicos o Legal AID y en casi todos los casos nadie le pagaba sus servicios o cooperaba con un poco de gasolina. Por el contrario, ya a sus espaldas, los mismos beneficiados comentaban que esa era su obligación porque le pagaba el gobierno para atenderlos. En realidad su salario provenía del abogado, pero sólo por armar los PIF’s y servir de interprete ante Legal AID y de su propio contratante, en este caso Hamza.
    Un día que el reportero apoyó a un inmigrante venezolano en la corrección gramatical de su historia, al día siguiente le comentó a Carlos:
    “Increíble, ni las gracias me dio su recomendado”.
    Carlos, cuestionó:
    “¿Tú le das las gracias a Dios todos los días?”
    Ningún inmigrante que algún día tuvo contacto con Carlos podría decir que fue engañado o pagó algún servicio sin recibir algo a cambio. Carlos lo ayudó de alguna manera en su permanencia en este país, aunque sea con pequeños detalles solidarios: invitándole en tiempos invernales un vaporante vaso de café negro o un plato de sopa caliente; regalándole dinero para comprar su metropass o una tira de boletos para el transporte público o convenciendo a la trabajadora social de Ontario Work para que les diera un poco más de ayuda asistencial. Nunca los desamparó y, dentro de sus posibilidades, ayudó a poner bajo sus intereses las bondades del sistema migratorio canadiense.
    Eduardo se puso de pie y guardó en su mochila las hojas mecanografiadas que Carlos le acababa de entregar. En ellas hablaba un poco de su destino presente. El reportero saldría en dos días a Leamington y posiblemente tardarían algunos meses para reencontrarse. Nada estaba escrito.
    “¿Qué será de su vida don Carlos?”, preguntó el reportero.
    “Seguir aquí y más adelante irme a alguna playa y pasarme los últimos años de mi vida sentado en algún tronco de guayacán, viendo el horizonte y escuchando el chapoteo de las olas. Lo único que lamento es no estar en ese pequeño paraíso al lado de mi hermano Lío, o tener el periódico en las manos, donde la principal noticia sea que Efraín Ríos Montt y sus generales asesinos fueron juzgados y encarcelados de por vida por sus crímenes de lesa humanidad”.  

domingo, 13 de febrero de 2011

‘Si me matan, me harían un favor…’

Nuevo Ideal es un municipio de Durango que parece una sucursal del infierno: el secuestro es cosa de todos los días y lo cometen los mismos vecinos o conocidos de las víctimas. Desde allá vino a Proceso don Polo a principios de este mes para contar el suplicio que había vivido por el plagio de su hijo

Por Patricia Davila/semanario Proceso

    MÉXICO, DF.- "¡Venimos por ti, compa!", gritaron los hombres vestidos como soldados mientras con los cuernos de chivo le apuntaban a Leopoldo Valenzuela Escobar, don Polo. Él se quiso defender, sacó su pistola, pero los tiros de los AK-47 lo abatieron. Murió minutos después de llegar al hospital.
    Fue la mañana del viernes 4. Acababa de abrir su refaccionaria en Nuevo Ideal, Durango. Cuatro meses antes habían secuestrado a su hijo Leopoldo, Leo. Y aunque pagó el rescate no lo liberaron. Pidió ayuda al gobernador y al procurador de Durango y al Ejército. Todos lo ignoraron.
    Buscó por su cuenta y dio con los secuestradores. Descubrió que están protegidos por funcionarios estatales y el Ejército. Denunció en la Procuraduría General de la República (PGR), en la Secretaría de Marina y en la Presidencia de la República. Nadie lo ayudó. Al parecer su ejecución fue una venganza por denunciar el plagio.
    Cuatro días antes de su asesinato don Polo llegó a la redacción de Proceso para hablar de su caso. Con rostro cansado, reflejaba más el peso de los 130 días sin saber de su hijo, que sus 80 años de vida.
    Se sentó y acomodó sus documentos sobre una mesa. Sus manos temblaban. Aceptó un té. Se tranquilizó y empezó el relato:
    "Eran las 7 de la tarde del 23 de septiembre (de 2010). Mi hijo Leo se encontraba en un yonque (deshuesadero) de su propiedad atendiendo a los clientes; de pronto se percata de que frente al negocio se para una camioneta Tahoe, color arena. Bajaron 4 hombres encapuchados y vestidos con uniforme tipo militar. Entraron por él. Lo golpearon con las armas y lo subieron al vehículo, se fueron rumbo al municipio de Santiago Papasquiaro".
    A 200 metros del negocio de Leo hay un retén con unos 20 soldados. Don Leopoldo corrió hacia ellos: "Les pedí que me dijeran por qué se habían llevado a mi hijo, me investigan y después de 15 minutos me dicen: ‘Lo sentimos. No podemos hacer nada’. ‘¿Cómo no?’, reclamé, pero ellos me dijeron que tenía que ir a poner la denuncia con la policía antisecuestros.
    "En eso llega mi hija Hilda y les pide a los soldados que por favor nos acompañen para ir a rescatar a su hermano. Cínico, uno de los soldados dijo: ‘Junten el dinero que piden y paguen para que lo liberen’".
    Don Polo regresó a su negocio, a donde llegó la esposa de Leo que hablaba por celular con los secuestradores. Les ordenaron que no dieran parte a la policía, que reunieran 10 millones de pesos porque, de lo contrario, lo matarían: "Tomé el teléfono y le dije al secuestrador que era mucho dinero, que no lo teníamos. Me contestó que entonces me lo iban a colgar hecho pedazos en la puerta".
    Los plagiarios llamaban casi diario para ver cuánto dinero había reunido la familia: "A las 10:45 de la mañana del 26 de septiembre llegó un mensaje de texto al celular de mi nuera. Era de mi hijo: ‘Estoy bien. Están esperando al jefe, no marques a este número. Esto no me gusta. Las amo: Polo’. A las 11:17 llega otro: ‘No le digas nada a Eloy porque hay pedo con él, me entiendes’. El número del que venía el mensaje es el 6181212794".

DENUNCIAS INFRUCTUOSAS

    De nuevo sus manos temblaban. Don Polo siguió: "Al día siguiente (27 de septiembre) los plagiarios llaman y preguntan cuánto dinero juntamos; les dije que 466 mil pesos. Me indican que se los entregue. Más tarde vuelven a comunicarse, dicen que es muy poco, que junte 3 millones. El día 30 piden que cuando menos se completen los 500 mil pesos. También se entregan".
    A las 6:14 de la tarde de ese mismo día recibieron otro mensaje de texto:
    "Me tienen en Las Palmas, entrando a la derecha, amero arriba se ve la carretera, en una bodega con techo de lámina. Hay muchos halcones, dile a los soldados (…) échenle ganas con la lana, de todos modos que sea lo que Dios quiera. Que vengan temprano, como a las 5 (de la mañana); ten las visas a la mano. No vallan a venir ustedes por si algo sale mal, ojalá que me entiendas, dile a papa". Minutos después el propio secuestrado pudo usar el teléfono para pedirle a don Polo que le diera 10 mil pesos al dueño del celular, aunque no precisó quién era.
    Don Polo continuó su relato:
    "Inmediatamente me comunico con Ernesto Velázquez, presidente municipal de Nuevo Ideal, le leo el mensaje y me dice que lo alcance en Durango para poner la denuncia en la fiscalía (Procuraduría) del estado. Mi hija Hilda se va acompañada de Juan Orozco, síndico municipal.
    "Eran como las 12 de la noche, a los tres los recibe el fiscal Ramiro Ortiz Aguirre; mi hija le explica lo sucedido desde el plagio y le pide que le ayude para ir a rescatar a su hermano. El procurador le dice que no va a arriesgar a sus policías sin antes hacer una investigación. El alcalde y el síndico tratan de convencerlo pero Ramiro Ortiz los corre: ‘¡Qué no entienden!’, les gritó mientras se retiraba."
    Desde el secuestro, a don Polo lo primero que le pasó por la mente fue la seguridad de su esposa, sus cuatro hijas, la esposa de Leo y de su pequeña nieta de dos años: "En lugar de las 9, cerramos a las 7 el negocio. Teníamos miedo porque veíamos que nos estaban vigilando. Día y noche pasaban camionetas por la refaccionaria y por la casa. Se paraban enfrente y hacían ruido. Los sentíamos sobre nosotros".
    El 2 de octubre una de las hermanas de don Polo acudió a la X Zona Militar a presentar la denuncia, pero le advirtieron que debía ser el padre de la víctima el que la levantara y le dieron un número 01800 para hacerla telefónicamente. Él habló inmediatamente.
    Al día siguiente habló además al 71 Batallón de Infantería, en Santiago Papasquiaro, donde lo atendió un teniente coronel de apellido Zambrano, quien le dijo: "Si en verdad sabes del lugar exacto en que tienen secuestrado a tu hijo, ven al cuartel y si nos acompañas, acabo con esos malvivientes". Don Polo llegó al cuartel en poco más de una hora.
    "En el cuartel tomó mis datos y me dijo que iríamos en la madrugada por Leo; sin embargo al mostrarle el mensaje de texto se sorprendió: ‘¿Cómo que de este número te lo mandaron?’, dijo e inmediatamente cambió de opinión y que ellos irían a rescatarlo a las 4 de la mañana del día 5. Estuve al pendiente. Salió el sol y nunca llegaron", recordó.
    Entonces don Polo y sus hijas se armaron de valor:
    "Vestidas como hombre mis hijas saltaban las bardas de la casa para burlar la vigilancia. Así nosotros les montamos guardia a los secuestradores que nos vigilaban. Con el paso de los días descubrimos que unos eran del pueblo, otros no: por una calle identificamos a Flavio Quiñones, que después de un rato de vigilar en una esquina se reunía con Arnoldo Nevárez. A Flavio lo sustituía Rafael Fernández y se le reunían Gustavo Gutiérrez y Jaime García con su esposa…"
    Todas estas personas eran no sólo vecinos y conocidos de don Polo en Nuevo Ideal, sino integrantes de la banda de secuestradores.
    El 4 de octubre los secuestradores llamaron para pedir más dinero; la familia entregó 1.6 millones de pesos más. Uno de los delincuentes habló al celular de la nuera de don Polo para avisar que ya había recibido el dinero. Ella preguntó a qué hora y en qué lugar dejaría libre a Leo. El hombre le contestó que después de contar el dinero se comunicaría nuevamente. Mientras, la dejó hablar un instante con su esposo.

ENCUBRIMIENTO

    Sin noticias de Leo, "el día 9 de octubre me fui a la Fiscalía; obligados, me pasaron con el agente del Ministerio Público Ezequiel Arreola González.
    "Le entregué toda la información que tenía sobre el secuestro de Leo, incluyendo los nombres de nuestros centinelas. Cuando iba a firmar mi declaración veo que omitió que culpo al fiscal de lo que le pase a mi hijo, a mi familia y a mí. ‘¿Por qué quiere que lo ponga?’, preguntó. ‘Porque sé cómo actúan ustedes’, respondí. ‘¿Cómo?’ dijo. ‘Pues matan a la persona para acabar con el problema’, le contesté".
    El 11 de octubre don Polo acudió a la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) de la PGR, donde presentó una denuncia que quedó asentada en el expediente APG-APRGR/SIEDO/UEIS/472/2010. Esa denuncia la amplió en octubre, noviembre y diciembre de 2010 y en enero pasado.
    En noviembre seguía sin noticias de su hijo. Investigó por su cuenta y contrató a personas para que le ayudaran a indagar: "Así me enteré de que Jaime García es quien contrata y paga a los halcones. Di con los supuestos jefes: Felipe Martínez, Basilio Mares y Eloy Carrasco o Barraza", dijo.
    Ofreció 100 mil pesos de recompensa a quien aportara información veraz sobre el paradero de Leo. Llegó una persona que le informó: "Dos horas antes del secuestro de mi hijo, Eloy, Felipe y Basilio se reunieron con los secuestradores de la Tahoe en las afueras del pueblo, frente a un lugar conocido como El Arco de la Concha. Después de media hora los vio salir. El pasado 26 de diciembre esta persona fue a la SIEDO a rendir declaración".
    Otra persona declaró ante la SIEDO: "Me retuvieron durante cinco meses hasta que logré escapar. A los secuestrados nos tienen en La Cueva de El Pino, un lugar de la sierra conocido como La Ulama, municipio de Nuevo Ideal.
    "Por la mañana llegan muy temprano por nosotros para desayunar, luego nos llevan al monte a trabajar en el despate (corte) de la mariguana. No nos dejan platicar entre nosotros y menos que nos reunamos. Junto conmigo había 18 hombres jóvenes, cuatro mujeres y un anciano; éste se les murió en la cueva."
    En un descuido, a uno de los secuestradores se le cayó la credencial de elector y el testigo de don Polo la guardó. Cuando acudió a la SIEDO a poner su denuncia, esa persona entregó la credencial y aportó un dato más: un hermano del delincuente dueño de la credencial también trabajaba en el campamento.
    Con sus temblorosas manos don Polo sacó un mapa, lo extendió sobre la mesa y ubicó geográficamente los lugares en que había seguido la pista de su hijo: La Palma, a 16 kilómetros del pueblo; La Ulama a 110 y uno más en Coneto de Comonfort. A este lugar no pudo ir. Lo asesinaron antes.
    "Toda esta región está protegida por militares pero sólo se hacen pendejos, nunca agarran a nadie. Se nota que protegen a los delincuentes", afirmó mientras doblaba nuevamente el mapa.

NI LOS PINOS NI EL GOBERNADOR

    El 12 de diciembre don Polo se reunió con el agente del Ministerio Público Ezequiel Arreola:
    "Me citó en el restaurante El Portón para ‘platicar sobre mi caso’. Ahí me dice que también acudirá el jefe antisecuestros Enrique Díaz. Cuando llegó, me dice Díaz: ‘Oiga don Leopoldo, usted ya sabe quiénes son los malhechores; mire, yo tengo gente que los puede arreglar, todo está en que platique con ellos para que acuerden el precio’. ‘¡Ah, sí!, ¡qué buen trato me está proponiendo! Y qué... ¿me va a cobrar por docena?’, le pregunté. ‘¡Ah, cabrón!, pues ¿cuántos son?’, dijo.
    "Después me enteré de que los (policías) antisecuestros estaban levantando a gente que mencioné en mi denuncia: al primero que agarraron fue a Jaime, luego fueron por Manuel González y después por Rafael Fernández. Les dijeron que yo los había acusado; incluso les enseñaron el expediente. Los dejaron libres de inmediato."
    –¿Cómo se enteró?
    –Porque Manuel se lo platicó a mi nuera. Le dijo: "Oiga, pues que don Polo es el que nos está echando de cabeza". Ella le preguntó que quién le había dicho y él le respondió que en la Procuraduría.
    "¿Entiende lo que quieren estos desgraciados? Lo que quieren es que me den en la madre", afirmaba don Polo a Proceso.
    –¿Que lo maten?
    –Sí, que me maten. Y muerto, se acaba todo.
    Se lo advirtieron habitantes de otros municipios que también fueron víctimas de secuestros: "No investigues ni hagas escándalo porque te va a pasar lo que a Manuel Pineda, que denunció y lo mataron. Por eso muchos se quedan callados. Sólo en Nuevo Ideal el año pasado hubo como 50 secuestros. En la misma situación están otros municipios".
    La noche previa a su asesinato don Polo habló con su esposa. Le dijo que se sentía muy cansado, que no aguantaba más: "Esto no es vida. Si me matan me harían un favor…"

sábado, 12 de febrero de 2011

Mississauga: Dolor y Luto

Por Everardo Monroy Caracas

    Hoy desperté con dolor de cintura por dejar abierta una ventana. El frio me acuchilló mientras dormía y en nada alteró mis sueños. La historia del enano y la mujer obesa tenia principio y fin, el desenlace deseado.
    El problema fue al levantarme, casi lo hago en cuclillas. Así que recurrí al baño con agua caliente y a una buena compresa de ungüento mentolado, similar al tradicional Vick Vaporub mexicano. Sude unos momentos y poco a poco el dolor fue amainando.
    En Canadá no es usual la aspirina. El analgésico común, de alta demanda, se llama Tylenol. Ingerí dos y desayuné huevos revueltos en salsa roja. Una rutina merecida y angustiante.
    Duermo poco  y concluí la lectura del libro sobre John Ford, escrito por el también cineasta Peter Bogdanovich.
    El tío Luis murió el 1 de febrero, a los 94 años. Fue el tercer hermano de seis. Aún sobrevive la pequeña, Nieves, casada con un farmacéutico.  Mi tío Luis, militar durante 30 años, ya se reunió nuevamente con Elpidio, Ana María, Paz y Fernando. Los Monroy se diezman irremediablemente. Trabajo al respecto.

viernes, 11 de febrero de 2011

Fusilados: acuchillado por una coca cola

Parte XIX

Por Everardo Monroy Caracas

Tengo que evitar que aumente su dolor, pensó. El mío no importa. Yo puedo controlarlo. Pero su dolor pudiera exasperarlo.

Ernest Hemingway

    Eduardo, Robespierre y Rodrigo pagaron mil 800 dólares iniciales por la nueva casa de tres recámaras, baño y cocina: novecientos de deposito y otro tanto por la primera mensualidad. El dinero incluía los servicios de agua potable, energía eléctrica y telecable. Los propietarios del inmueble, un matrimonio argentino con tres hijos, habitaban el basement y estaban al tanto del comportamiento de sus vecinos.
    Los arrendatarios entregaron tres promesas de renta, de 300 dólares cada una, y los inquilinos las enviaron a su respectiva trabajadora social o caseworker. En algunas ocasiones, el gobierno provincial liberaba dinero para el deposito. En este caso no sucedió así.
    Eduardo confirmó el cambio de domicilio a su abogado, Legal AID, sucursal bancaria y el Ministerio de Ciudadanía e Inmigración. Como lo hizo antes del día 15 del mes, la correspondencia y el dinero para el transporte llegaría ahí.
    Robespierre fue el primero en abandonar la vivienda de madera y tres niveles, al percibir que en esa zona, Weston y Lawrence West, los afrocanadienses predominaban, la inseguridad era latente y en invierno tendrían la responsabilidad de paliar la nieve que ahí se acumulara.
    Dos semanas después de su arribo, Eduardo y Rodrigo fueron asaltados por tres adolescentes, armados con pistola y cuchillo. Media hora más tarde, seis policías y dos perros, a bordo de tres patrullas, llegaron al lugar de los hechos y tras los interrogatorios, ayudados por una interprete, intentaron conocer la identidad y el modus operandi de los delincuentes. Simplemente cubrieron una exigencia legal, de rutina.
    El asalto ocurrió a las 23:10 horas, cerca de la vía del ferrocarril de la John street y Rosemount. Los delincuentes, entre ellos una mujer, los obligaron a tirarse bocabajo y los patearon al cerciorarse que no traían suficiente dinero. Rodrigo sangró de la nariz y el periodista únicamente obtuvo un chichón en la cabeza. Un matrimonio de italianos solicitó apoyo al 911.
    La policía hispana, oriunda de Colombia, reveló:
    “Estamos perdiendo la batalla con la delincuencia. Tenemos muchos problemas con los afrocanadienses. Los lugares de alto riesgo se encuentran precisamente en Weston y Lawrence, Jane, Sheppard, Finch, Steels y Martín Grove. La venta de droga ha crecido y hasta los adolescentes están armados”.
    Eduardo, dos meses después también se vio obligado a dejar la casona. La familia de Rodrigo llegaría a Toronto en calidad de refugiada. Sin embargo, la convivencia entre ambos inquilinos se había fracturado, al extremo de llegar a los golpes y exponerse a ser detenidos por la policía. Los argentinos tuvieron que solicitar el apoyo de la fuerza pública y evitar así una tragedia mayor. No hubo detención, únicamente una reprimenda y la amenaza de ser deportados, en caso de repetirse el pleito.
    La aprensión de Rodrigo por recibir a su esposa e hijos, le hizo perder la cordura y presionar a Eduardo para que buscara un nuevo hábitat.
    Historias similares enfrentaban cotidianamente a los inmigrantes hispanos.
    El refrigerador y el baño tienen una desmesurada preeminencia dentro de la vivienda. Es parte fundamental en la sobrevivencia de los inquilinos. En el primero caso, los espacios se comparten previamente y nadie puede tocar los alimentos del otro o invadir su área de enfriado. El mismo criterio es aplicado en el mobiliario donde se coloca la despensa.
    La regadera se usa de acuerdo a los horarios de trabajo o escuela. Cada inquilino logra acoplarse al tiempo requerido, sin lastimar o atentar contra los intereses del otro. Ni el sanitario podría ser motivo de disputa, se advertía. Eduardo prefería guardar sus utensilios de aseo en su cuarto —jabón, pasta dental, shampoo  y rollo de papel— y así administrar mejor el poco dinero obtenido en el welfare.
    Entre los migrantes se va desarrollando un sentimiento de egoísmo enfermizo. Incluso, algunos marcan los alimentos para cerciorarse que siguen con la misma proporción al retornar a su casa. O delante de sus compañeros bebían parte de los refrescos de dos litros para evidenciar que habían ensalivado las botellas.
    En una vivienda de la King, Braulio Chic le clavó un cuchillo en la mano derecha a su paisano —ambos provenían de Nicaragua— por beberse, sin su consentimiento, una lata de Coca cola. Otro inmigrante argentino, de la Sheppard estuvo a punto de estrangular a su compañero de departamento al descubrir que le había robado una pieza de pollo y dos rebanadas de pan integral.
    La mayoría de estos casos jamás son denunciados a la policía por tratarse de hispanos sin estatus legal en Canadá. Otros hechos, alentados por la depresión o una especie de esquizofrenia, terminaron en la bitácora personal del periodista. Por ejemplo, consignó 35 casos de intento de suicidio, aislamiento voluntario por varios días en el interior de una recámara; monólogos interminables con personas inexistentes e irritabilidad constante, casi al borde de la locura. Algunos enfermos eran deportados o internados en clínicas de salud mental.
    Una mujer de República Dominicana, Dolores Arniagen, pasó dos semanas en su habitación, sin tener contacto con el exterior. Los vecinos alertaron a la autoridad y tuvieron que intervenir los bomberos para forzar la entrada. La encontraron desnuda, cubierta de heces fecales, comiendo alimentos descompuestos y alucinando. La internaron en el hospital de Saint Joseph por las lesiones presentadas en la cabeza y una anemia aguda. En su declaración de ingreso, argumentó que había sido secuestrada y maltratada por un salvadoreño.
    Declaró:
    “Tengo aquí (en Toronto) dos meses y como estaba ilegal con engaños entré a trabajar con un hombre que es de El Salvador. Me tuvo encerrada en su casa, abusó sexualmente de mí y apenas me daba un poco de comida. Siempre me golpeaba hasta que perdía el conocimiento”.
    Ninguno de los vecinos confirmó su dicho, menos el casero. Todos coincidieron que Dolores había perdido la razón. Uno de los psicólogos del Ministerio de Salud que la asistió, reveló que la mujer tenía rasgos de esquizofrenia y necesitaba tratamiento urgente.
    “Son muy comunes estas enfermedades mentales en Canadá, sobre todo tratándose de inmigrantes. Vienen de países en guerra o el poder del hombre es único dentro del núcleo familiar. Aquí pierden ese poder y se deprimen al ver que su cónyuge se independiza y ya no está obligada a darle de comer o limpiar la casa. Los hijos al crecer simplemente se independizan y no tienen porque darle alguna explicación”, dice el psicólogo hispano, Emilio Nava.
    Y añade:
    “También el clima y el idioma son factores determinantes. Los largos inviernos evitan luminosidad en el cerebro y eso provoca alteraciones en las neuronas que llevan a la depresión. Otro tanto abona el hecho de no tener mayor comunicación con la sociedad por el desconocimiento del idioma oficial de este país. Esto los lleva al aislamiento y a la carencia de autoestima”.
    Por el contrario, la mujer en Canadá tiene mejores posibilidades de superar su estrés o depresión. Las leyes le permiten allegarse de diferentes apoyos materiales, económicos y profesionales para superar su estatus legal y sentirse útil. La mujer, normalmente abusada y explotada en su país de origen, toma el control de su vida y sabe que jamás volverá a ser víctima de un mal trato de su compañero sentimental.
    La mujer que enfrenta el abuso doméstico en Canadá tiene acceso inmediato a albergues, apoyo médico, dinero y protección legal gratuita. En contadas ocasiones, ese poder se convierte en una especie de espada de Damocles para sus adversarios. Con sólo llamar a la policía y denunciar algún tipo de maltrato o amenaza, su pareja termina en la cárcel o debe pagar una fianza y no acercarse a menos de doscientos metros de la denunciante.
    El juez es quien determina el perímetro territorial de la víctima para que su verdugo jamás lo transgreda.
    Lo mismo ocurre con los hijos. Las leyes locales castigan duramente a aquellos padres golpeadores o desobligados. Los niños saben que con marcar tres números telefónicos —911— unos ángeles azules descienden del cielo, destrozan las puertas y encarcelan a sus malvados padres. En el momento que llegan a la mayoría de edad, sin inmutarse, agarran su ropa y un poco de dinero y se independizan.
    No tienen la obligación de mantener a sus padres. El gobierno y la sociedad civil se encarga de ellos, vía welfare, pensión o casas de asilo.
    “Las leyes aquí están muy bien aceitaditas para que nadie trastoque el orden social”, dice el psicólogo Emilio Nava.
    En la estación del subway de Lawrence West, Eduardo conoció a un salvadoreño de abundante cabellera afro que aguardaba la llegada de su esposa. Al darse cuenta que hablaba castellano, le preguntó dónde podría conseguir un mapa del transporte público.
    Ya en confianza, Antonio le reveló que su esposa lo había demandado y por decisión de un juez, estaba obligado a entregarle a ella el cincuenta por ciento de su salario. El automóvil lo tuvieron que vender y repartirse el dinero.
    “Todo iba bien entre nosotros, hasta que sus amigas le metieron malas ideas y desde hace cuatro meses todos los fines de semana, sale a bailar, a divertirse y descuida a nuestros dos hijos. Cuando la enfrenté me llevó a la corte y el juez se puso de su lado. Ahora le doy la mitad de todo lo que gano y casi nunca se encuentra en la casa. Ya me comentaron que tiene un amante”, dijo el afligido marido.
    Antes de despedirse, alcanzó a balbucir:
    “Estoy pagando un poco de todas las tonterías que hice en San Salvador”.
    Su esposa, aún con el uniforme de trabajo —bata azul y zapatos especiales con punta metálica— lo aguardaba en el interior del autobús urbano. Eduardo observó que empezaron a discutir. Ella manoteaba y le señalaba el reloj de pulsera. La unidad reinició su marcha sin que la pareja disminuyera el tono de su voz. Los otros pasajeros dormitaban, leían periódicos o libros o meditaban con la mirada fija, sin un lugar definido.
    “Pobre cabrón”, pensó el periodista.
    Eduardo cada semana escribía un reportaje y dos crónicas urbanas en el periódico Primera Plana. Los martes y miércoles entregaba su material y recibía algunas sugerencias para futuras investigaciones editoriales.
    El patrocinador de la empresa periodística, Hernán Astudillo, tenía bajo su mando el manejo de una rediodifusora, Voces Latinas; un inmueble de dos niveles para oficinas y un templo de madera cargado de santos y vírgenes, donde cada domingo y días de guardar atendía a sus seguidores. Estaba bajo su servicio un ejército de inmigrantes con derecho al welfare. Uno de ellos era el propio periodista.
    El éxito de este ecuatoriano llegado a Toronto en 1991, en calidad de refugiado y con una vieja guitarra a la espalda, no era compartido por sacerdotes y pastores de otras iglesias, principalmente la católica. Se le enjuiciaba por suponer que la radiodifusora era un negocio particular y en su funcionamiento se utilizaban recursos públicos. Algunos diarios de la localidad ventilaron el asunto y el cura anglicano —padre de familia y protegido de una mujer canadiense, involucrada al Centro Comunitario San Lorenzo— negaba los cargos y aseguraba que jamás había dispuesto o malversado recursos del centro comunitario o de Voces Latinas.
    Problemas similares habían enfrentado otras organizaciones hispanas, patrocinadas por el gobierno canadiense. Por ejemplo, el Centro Comunitario York Hispano, ubicado en la avenida Eglinton 2696, enfrentó un drástico recorte presupuestal ante la posibilidad de existir malos manejos administrativos de una directiva saliente. Según el presidente de ese Centro, John William Patiño, recibían subsidios anuales de 100 mil dólares y, a consecuencia de una mala administración de sus antecesores, dejaron de percibir setenta mil en el mismo lapso. En el año 2005 estuvieron a punto de cerrar sus puertas.
    Los centros comunitarios, de acuerdo a su normatividad, tenían como propósito fundamental apoyar a los hispanos de reciente ingreso a Canadá. Su trabajo lo sacaban adelante con apoyo de refugiados que realizaban ahí su voluntariado, a cambio de 100 mil dólares mensuales aportados por el gobierno de la ciudad. Cualquier hispano interesado podría recibir clases de música, jardinería, atención a bebés o gastronomía, con un pago simbólico de diez a 15 dólares de inscripción. También ayudaban a sacar citas para obtener welfare, servicios médicos, asesoría legal o solicitud de empleo. En el primer caso, el interprete, de acudir a las oficinas de Ontario Work, solicitaba una ayuda económica de entre 30 a 50 dólares.
    Otro centro comunitario, el Para Gente de Habla Hispana, enfrentaba un problema similar. Eduardo escribió un reportaje sobre su funcionamiento. En su investigación periodística logró detectar las fuentes de financiamiento de este tipo de organizaciones estructuradas por latinos. El centro comunitario se encontraba enclavado en un tramo de la avenida Jane.
    Escribió:
    El Centro para Gente de Habla Hispana, a 32 años de su fundación aún no logra restañar heridas. Los trabajadores sindicalizados, en voz de su delegada, tienen la certeza que en la administración anterior hubo omisión y desvío de recursos económicos.
    La duda y el malestar persisten.
    Sin embargo, el director ejecutivo, Eduardo Garay ataja esa versión e insiste que su antecesora, Susan McCrae, jamás se “robo un peso”. Aún así, confirma que al llegar a ese cargo, el 22 de septiembre del 2003, encontró una organización en desbandada, con graves problemas administrativos y laborales. De existir alguna responsabilidad en McCrea, dice, sería la de no informar abiertamente de lo ocurrido en las finanzas a los empleados y a la propia Junta Directiva.
    “El hecho de que esta persona no comunicaba o si lo comunicaba no lo hacía muy abiertamente. Eso lógicamente hace que la responsabilidad sea netamente de ella y eso fue lo que pasó”, apunta.
    Garay revela que el déficit presupuestal detectado fue de 138 mil dólares, un 10 por ciento del dinero ejercido anualmente y que es aportado por cuatro ministerios federales, Ayuda Legal Ontario, la Municipalidad de Toronto y otras fundaciones y asociaciones privadas. El año pasado, el Centro tuvo ingresos por un millón 256 mil 16 dólares y en el 2005, ejerce un millón 355 mil 166.
    La delegada sindical del Centro, Silvana Venegas Rubio se deslinda de lo ocurrido en el pasado y culpa a la anterior directora ejecutiva de afectar los ingresos económicos de los trabajadores y reducir drásticamente la planta laboral. De 26 empleados contratados antes del 2003, un año después diez fueron despedidos y hasta la fecha esas plazas siguen vacantes.
    De los posibles malos manejos administrativos, se deslinda. Subraya:
    “En ninguna forma tenemos responsabilidad, porque nosotros cumplimos nuestra parte. En las cosas de la administración, como somos nosotros sindicalizados, no tenemos acceso a los libros contables, a mucha información. Todo esa información es confidencial entre el director y la Junta Directiva”.
    Y añade:
    “Como no había la comunicación no sabíamos lo que se reportaba y lo que no se reportaba y también la única culpabilidad que podemos tomar es quizá cuando había reuniones y no se nos informaba a último momento. Por esa razón no lográbamos ir, pero también cuando asistíamos eran cosas confidenciales que no podíamos escuchar del personal y entonces estábamos al aire”.
    El Centro para Gente de Habla Hispana experimentó sus peores momentos durante diciembre del 2003 a enero del 2004 cuando sus trabajadores se fueron a la huelga en protesta por los rígidos ajustes presupuestarios que realizó la Junta Directiva, entonces integrada por 14 voluntarios, y encabezada por el señor Elías Morales.
    El director ejecutivo recuerda que en esas nueve semanas se puso en riesgo el prestigio de la institución, una de las más importantes en Toronto, y sobre todo, perdió liderazgo ante la comunidad hispana.
    Dice:
    “Encontré una organización en desbandada, que tenía problemas administrativos, de relaciones laborales, vinculación con problemas de la sociedad y necesitaba un cambio. Desafortunadamente estaba tocando el fondo en todo tipo de crisis que tenía, un poco de desprestigio en las cuentas de financiamiento. Estaba perdiendo un poco de sus baluartes”.
Garay, quince años atrás había sido integrante de la Junta Directiva, pero se desvinculó para hacer trabajo comunitario y terminar sus estudios universitarios. Al regresar y aceptar el cargo de director ejecutivo, de inmediato detectó también fallas administrativa.
    Resalta:
    “Cuando tomé la organización a mi me informaron que el Centro tenía un pequeño déficit de un 10 por ciento del presupuesto general: unos 138 mil dólares. Nuestro presupuesto es de un millón 300 mil o un millón 400 mil al año. Pero nunca supe, hasta cuando entré al Centro de que había problemas de moral, de personal; habían problemas financieros, de dirección y realmente tomé la organización cuando en alguna medida no la debiera haber tomado, o en las condiciones que estaba”.
    Y abunda:
    “Eso fue lo que encontré: una organización en caos. Entro a la organización y empiezo a trabajar con la Junta Directiva y con el personal. Repito, con la Junta Directiva se tomaron decisiones que no fueron populares, pero que eran necesarias. Renegociar el acuerdo colectivo y de acuerdo a la información que teníamos en ese momento era establecer los recortes salariales. Inclusive se llegó a plantear un recorte del 27 por ciento, que era un recorte bastante amplio, porque no se vislumbra otra opción. Me tocó eso y la huelga y enfrentar un proceso de negociación difícil, de nueve semanas. El personal decidió no aceptar las nuevas condiciones y decidió irse a la huelga, en la peor época del año: de diciembre del 2003 al enero del 2004.
    “Cuando se terminó la huelga, el proceso de negociación fue arduo, pero por lo menos dejó cosas muy claras. Empezamos a mirar las finanzas del Centro y, por otro lado, el personal aportó por medio de recortes de salarios su parte para salir de la crisis. Aportaron por diez meses los empleados de tiempo completo y tuvieron un descuento del 20 por ciento. Y se empezó a mirar qué sucedía con la organización y las finanzas y empezamos a hacer un mejor trabajo, a través de la Junta Directiva”.
    --¿Sigue el déficit del 10 por ciento anual, como cuando recibió la dirección ejecutiva? —se le pregunta.
    “No, ya no es del diez por ciento, pero todavía tenemos obligaciones. Estamos en unos cincuenta a sesenta mil dólares, pero son obligaciones a dos o tres años. O sea, que no es un déficit que hay que pagarlo ya o se cerraba la organización. Es un déficit de manejo a dos o tres años. Fuera de eso, terminamos este año fiscal con dinero en caja que nos sirve para suplir las obligaciones y hemos empezando también a restituir las posiciones que se tuvieron que recortar durante los ajustes. En estos momentos estamos cortos en dos personas, pero estamos ya dando pasos para abrirlas. De pronto no tiempo completo, pero sí de un 70 por ciento”.
    —¿Qué pasa con los responsables de provocar esta crisis financiera?
    “Hay una cosa que debo aclarar: aquí nadie se robó un peso. No es que alguien se fue con un dinero y eso no ha sucedido. Las cuentas están claras. Tal vez el manejo no fue claro. Por decir algo, había que pagarle a Revenue Canadá los impuestos que se le sacan a los empleados. La Junta Directiva firmó los cheques, pero la administradora anterior decidió retenerlos y lo hizo por una razón de peso: con ese dinero pudo hacer las renovaciones en los primeros pisos y obviamente buscando arrendar el espacio y eso generó un hecho difícil. Cuando Revenue Canadá llegó por tercera vez, ya quería embargar. Esa es la cuestión administrativa. No es que alguien se llevó dinero.
    “Hubieran sido explicables estas fallas si ella lo hubiera explicado claro. Si el personal o el sindicato o la Junta Directiva hubieran estado informados. El hecho de que esta persona no comunicaba o si lo comunicaba no lo hacía muy abiertamente. Eso lógicamente hace que la responsabilidad sea netamente de ella y eso fue lo que pasó”.
    La delegada sindical va más allá de esa exoneración. Afirma:
    “En la huelga (McCrae) nunca mostró su cara, ni dio explicaciones. Yo siento que una persona inocente pelea hasta el final para probar su inocencia”.
    —¿Fue desvío de recursos o simple omisión?
    “Creo que las dos cosas. Pero como he dicho, los integrantes de la Junta Directiva son voluntarios y lamentablemente como son voluntarios, como se dijo en la Asamblea General Anual, tienen ellos responsabilidades muy grandes. Ellos manejan la plata, ellos firman y por eso yo digo: cuando no hay comunicación, tampoco hay transparencia legal”
    De acuerdo al reporte financiero, distribuido por el propio Garay a la Junta Directiva durante la Asamblea General Anual 2004-2005, celebrada el 14 de septiembre, este año los Ministerios de Ciudadanía e Inmigración, de Ciudadanía Ontario, de Salud y de Familia, Niños y servicios Sociales, aportaron 131 mil 138, setenta y dos mil 458, 31 mil 979 y 177 mil 845 dólares, respectivamente.
    Ayuda Legal Ontario aportó 416 mil 738 dólares que están destinados al pago de sus cinco abogados; el reembolso a gastos legales, apoyos a estudiantes de verano y equidad salarial.  La Municipalidad de Toronto, a través de su Consejo de Salud, proporcionó 79 mil 668; la United Way of Greater Toronto, 227 mil 539; fundaciones y asociaciones, 120 mil 766; ingresos por renta de oficinas en el edificio del Centro, 67 mil 585; financiamiento, 26 mil 470; intereses y misceláneas, 960 y membresías, 20 dólares. El 70 por ciento de este dinero es canalizado al gasto corriente: salarios, material de oficina y el pago de servicios.

***

    El sábado 30 de julio, bajo una llovizna pertinaz y un calor pegajoso y molesto, Eduardo decidió viajar a Leamington y experimentar en carne propia los tormentos del jornalero agrícola. Trabajaría temporalmente en una granja de pepino, propiedad de una familia menonita. En cinco días, el 4 de agosto, cumpliría ocho meses de residir en Toronto.
    Había adelgazado en extremo y aún sobrevivía con ayuda del welfare. Ningún periódico hispano tenía interés en contratarlo y pagarle un salario digno por sus servicios. Los editores argumentaban no tener dinero o simplemente utilizaban material impreso de algunas agencias noticiosas para rellenar sus periódicos. Internet y la lejanía geográfica con Latinoamérica les facilitaba las cosas: difícilmente existían reclamos por el derecho de autor. Poco interesaban los asuntos domésticos, principalmente para una comunidad esclavizada al trabajo, los hijos y las deudas.
    Sin embargo, el principal obstáculo que enfrentaba el periodista era el desconocimiento del inglés. Tendría que dominar esta lengua o quedar condenado al trabajo rudo, poco redituable y desvalorado por los propios latinos. En Leamington, por lo menos, conviviría con cerca de quince mil mexicanos y jamaiquinos: abono sustancial de mil 550 granjas (greehouse) y empacadoras de frutas y verduras.
    Quedaría atrás, en medio de ese pequeño valle arbolado, la casona de los 900 dólares mensuales con sus moradores de duro temple y queja diaria. Ya no compartiría los fines de semana el locro invernal, la barbacoa de ternera y los tarrones de mate endulzado, hecho a base de hojas y tallos de una yerba importada del Argentina o Paraguay. Se iría con su tango a otra parte.

jueves, 10 de febrero de 2011

Fusilados/XVIII

Por Everardo Monroy Caracas

Pueden forzarte a decir
cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan
creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca.

George Orwell

    Carlos Morales le habló por teléfono a Eduardo para informarle que su permiso de trabajo ya le había llegado y era necesario solicitar el Social Insurance Number. Ya en la oficina de Gertler, invitó al periodista a tomar café en un  restaurante cercano, el Tim Horton, donde normalmente asistían canadienses de piel blanca. Los afrocanadienses preferían hacerlo en el Coffee Times.
    En la entrevista, Carlos aclaró varias dudas sobre el sistema migratorio del país y confirmó que en esas fechas, un promedio de 250 mexicanos ingresaban diariamente al aeropuerto de Toronto y una parte de ellos eran solicitantes de refugio. De 1996 al 2000, los países suministradores de inmigrantes fueron China, India, Pakistán, Filipinas, Corea del Sur, Sri Lanka, Estados Unidos, Irán, Yugoslavia, Gran Bretaña, Taiwán, Rusia y Honk Kong. En años posteriores hicieron lo propio Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Chile, Argentina, Paraguay, Ecuador, Uruguay y Colombia.
    Los mexicanos centraban su pedimento de refugio en persecución policíaca, normalmente alentada por el crimen organizado, y abuso domestico: maridos golpeadores protegidos por jueces venales y personajes mafiosos. Otro tanto también aplicaba al considerar que su opción sexual era la causante de su trágica existencia: su entorno social o familiar estaba cargado de burlas, enconos, torturas o amenazas de muerte. En los estados de Chiapas, Querétaro y Guerrero varios homosexuales habían sido asesinados y con esos testimonios de homofobia intentaban fundamentar su miedo y solicitaban la protección del gobierno canadiense. Serían asesinados en caso de ser deportados a México, advertían.
    Hasta el encargado de decidir el resultado de una pelea de gallos, había huido a Canadá y solicitado refugio al argumentar que capos del narcotráfico intentaban asesinarlo. Eduardo contactó con el mexicano y reconstruyó tan singular historia. Joaquín López Rodríguez vivía con su esposa en un basement de la Victoria Park, y trabajaba en una empacadora de shampoo. Complementaba su ingreso con dinero del welfare.
    El periodista escribió

    Un millón de dólares apostaron y la pelea de gallos tendría lugar en la finca de Manuel Garibay Félix, un capo del narcotráfico mexicano. El 16 de abril de este año fue la fecha programada y el juez de palenque, Joaquín López Rodríguez, jamás imaginaría que su decisión final lo convertiría en solicitante de refugio político en Canadá ante el riesgo de perder la vida. Su patrimonio de 30 años de trabajo continuo difícilmente lo volvería a recuperar.
Fue el regidor de mercados de San Luis Río Colorado, Sonora, quien lo contactó para ofrecerle trabajo de juez de plaza para una pelea de gallos.
    Le dijo:
    “Eres de los mejorcitos y quieren los apostadores que tu manejes la pelea”.
    “¿De quienes se trata, sólo por preguntar?”, inquirió Joaquín.
    “Los Garibay y uno de los hermanos Félix Arellano”, fue la respuesta.
    Joaquín no se inmutó. Los casi doscientos mil pobladores de San Luis Río Colorado estaban acostumbrados a convivir con narcotraficantes, militares y policías. Se trataba de una zona fronteriza, paso obligado de marihuana y cocaína a los Estados Unidos. El dinero abundaba.
    Los Arellano Félix controlaban la parte oeste de la frontera mexicana y tenían su sede en Tijuana, Baja California Norte. Dos de los seis hermanos purgaban condena en prisiones mexicanas, mientras uno más, Ramón, había sido ejecutado en Puerto Vallarta, Jalisco.
    Por el contrario, a los Garibay únicamente los encabezaba Manuel y su área de influencia no rebasaba la parte norte del estado de Sonora. San Luis Río Colorado colindaba con Arizona y Baja California. Hoteles, restaurantes, centros nocturnos, avionetas y ranchos ganaderos eran de su propiedad. El capo entraba y salía a Yuma sin jamás ser molestado por autoridad alguna.
    Durante dos semanas se difundió ampliamente la pelea. El gallo colorado era propiedad de los Arellano Félix y el giro, de plumaje dorado, de Los Garibay. El segundo animal había sido criado en la reservación india de Tohono O’Odham.
    “¿De cuánto será la apuesta?”, preguntó Joaquín.
    “Un millón de dólares y en «cash»”, dijo el regidor.
    Joaquín se entusiasmó. Una jugada de esa envergadura podría generarle entre 50 mil a 100 mil dólares. Normalmente los apostadores se portaban espléndidos con los amarradores y jueces de plaza. A Joaquín le correspondía anunciar el triunfo o la muerte de uno de los animales. En algunas ocasiones, incluso entregaba personalmente el gallo ganador a su dueño. Era una manera de congratularse.
    Manuel Garibay tenía apego por la apuesta de gallos. Tras purgar una condena de cinco años en la penitenciaría de Yuma por posesión y tráfico de enervantes, regresó a su finca y reconstruyó su imperio. Su crueldad no tenía límites. En un parte de la Procuraduría General de la República lo responsabilizaban del asesinato de siete jovencitos, estudiantes de preparatoria, por haberle robado un cargamento de cocaína. Una de sus avionetas se había desplomado en el desierto del Altar y el cargamento supuestamente fue sustraído por los muchachos. El narcotraficante les envió un aviso para que le devolvieran la mercancía y jamás dimensionaron el peligro con su negativa. Prefirieron malvender la cocaína en Mexicali y un comando de sicarios, bajo el mando de El Chucky, los ejecutó y dejó regados los cuerpos a las orillas de San Luis Río Colorado.
    El día de la apuesta, sábado 16 de abril, más de quinientos invitados se concentraron en el rancho de Manuel Garibay. Políticos y policías hicieron acto de presencia. La pelea estaba programada a las diez de la noche, pero la pachanga inició desde las dos de la tarde. Tres mariachis y una banda norteña fueron los responsables de amenizar. Una veintena de prostitutas importadas de la ciudad de Yuma eran las acompañantes oficiales de los capos y lugartenientes.
    Joaquín madrugó y le pidió a su esposa la ropa que usaría durante la pelea de gallos. Vestiría como caporal con corbata de moño y sombrero de palma entretejida. Las botas de piel de avestruz relumbraban por los casquillos de oro macizo incrustados en las puntas.
    El redondel fue construido en una de las galeras cercanas a la casona de dos niveles, estilo californiano. Los comensales pudieron contemplar en las caballerizas del fondo a una cuadrilla de caballos pura sangre. El barullo tenía inquietos a los animales Godolphin Barb, importados de Inglaterra.
    El palenque quedó cubierto por los invitados y en dos de los extremos del círculo de madera fueron colocados los apostadores. Tejanas, chaquetines y camisas vaqueras sobresalían entre la concurrencia.
    Joaquín, ya en entrevista, recuerda los pormenores de esa pelea, fuera de lo común por el monto de dinero apostado. La gente andaba armada y los pistoleros encargados de la seguridad usaban walkie talkie para comunicarse. Nunca se separaban de sus fusiles metralleta. Eduardo Arellano Félix se hizo presente y en nada se semejaba a la mayoría de invitados. Le gustaba usar ropa informal, más a la usanza europea.
    El juez de plaza anunció la pelea y le pidió a los amarradores que se hicieran presentes. Estos, acompañados de su ayudante, levantaron sus respectivos gallos para que los observara la concurrencia.
    “¡Hagan su apuesta señores que la pelea va a comenzar. El gallo giro de Los Garibay, contra el colorado de los Arellano Félix!”, gritó el animador.
    Mientras los amarradores hacían su faena, un mariachi entonaba La Muerte del Gallero. El alcohol y la música ranchera entusiasmaban más a los invitados.
    Joaquín supervisó que el amarre de las navajas cumpliera con el requisito pactado —peso, metal, filo y tamaño— y confirmó que el pesaje de los animales fuera el correcto. Cubierto ese requisito dio la orden para iniciar el duelo. En esos momentos el palenque quedó silenciado y únicamente se escuchaba el aletear y golpeteo de los gallos.
    “Nunca voy a olvidar el desarrollo de esa pelea”, dice Joaquín. “Claramente veo cómo el gallo giro antes de enfrentarse a su adversario, cantó en dos ocasiones. Luego echó a correr y chocó estrepitosamente con el giro, quien simplemente lo recibió con las patas en alto. Tuve que intervenir para separarlos porque se atoraron con las navajas. El giro empezó a chorrear sangre del pecho. Aún así no se inmutó, volvió al ataque y durante varios minutos se trenzaron en una encarnizada pelea que tenía a la concurrencia en un hito.
    En tres ocasiones, el juez asintió a que los amarradores contuvieran a sus gallos para intentar reanimarlos y detener sus hemorragias. El colorado también enfrentaba los sinsabores de las heridas. Manchones de sangre negruzca empezaron a aparecer sobre el suelo terregoso. “Cuando la sangre toma ese color es que las lesiones son mortales”, dice Joaquín.
    Ambas aves estaban malheridas y únicamente su coraje natural las tenía en pie. Llegó un momento en que el gallo giro ya no logró levantarse y quedó patas arriba. El colorado aún lo picoteó para desplomarse sobre el pecho de su adversario.
    Ningún amarrador intentó intervenir. El juez de plaza tendría que hacer su trabajo. Los animales estaban muertos, pero uno de ellos, el giro sin duda, se le adelantó a su adversario. Joaquín tragó saliva y observó que cientos de ojos vidriosos se le clavaban en el cuerpo. Él tenía la última palabra para decidir esa gesta mortal. No lo dudó.
    “Ganó el gallo colorado de los Félix Arellano y perdió el gallo giro de los Garibay”, musitó con una voz ronca, de ultratumba.
    Manuel Garibay no dijo nada. Simplemente se puso de pie y le entregó el maletín a uno de los enviados de los Arellano Félix. Uno de los amarradores le comentó a Joaquín:
    “Pélate cabrón porque ya no vas amanecer”.
    Por tratarse de una persona apreciada por los lugareños, el juez de plaza logró abandonar la finca a bordo de su camioneta. Lo primero que hizo fue buscar a su esposa, comentarle lo ocurrido y pedirle que agarrara algunas pertenencias, sobre todo dinero y documentos, y lo siguiera. Joaquín buscó a uno de sus compadres que era taxista y éste los internó a Arizona, hasta Yuma. De ahí a Phoenix donde adquirieron los boletos de avión para internarse a Canadá.
    Lo hicieron a tiempo, porque un comando de cinco sicarios, encabezados por El Chucky, ya llevaba la consigna de ejecutarlo por supuestamente no tomar la decisión correcta.

***

    Otra historia, ya en manos del Ministerio de Ciudadanía e Inmigración, logró ser recuperada por el periodista. Se trataba de un salvadoreño, ducho en reparar abolladuras y pintar autos. Su drama inició al contactar con un oficial del ejército, presuntamente relacionado al crimen organizado. Eduardo escribió:

    El BMW paró a cuatro metros de distancia y su conductor, un coronel del ejército salvadoreño, llamó a Napoleón Romero, el propietario del negocio. La presencia de ese hombre uniformado, cetrino y de mirada huidiza, en menos de una semana cambiaría radicalmente la vida del hojalatero: aquel encuentro le provocaría lesiones, robo y destrucción de su propiedad, amenazas de muerte, intento de chantaje, persecución y el ser refugiado político en Toronto, Canadá.
    “Desde que lo vi, junto al volante, algo no cuadró, pero no le hice caso a mis presentimientos. Conocer a esta persona fue una maldición”, dice Napoleón, aún con las huellas de la tortura en el rostro.
    El hojalatero radicaba en la avenida doce de San Miguel, una de las ciudades más importantes de El Salvador.
    El viernes 19 de agosto, ya casi al oscurecer, el coronel Carlos Humberto Molina, familiar del ex presidente de El Salvador, Armando Molina, contrató los servicios de Napoleón. Se trataba de cambiar el color de su vehículo y le pagaría 700 dólares americanos por el servicio. El trabajo debería realizarlo esa misma noche y entregarlo antes de las ocho de la mañana.
    Y dio sus razones:
    “El auto sale a La Unión, donde se embarca hacia Panamá, y vienen al mediodía a recogerlo. Me dicen que usted es el mejor y por eso vengo a verlo”.
    Napoleón agradeció la deferencia y aceptó trabajar toda la noche para cumplir el compromiso. El militar, después de identificarse y revelarle que tenía nexos sanguíneos con un ex presidente de la república, le adelantó mil 500 colones y aseguró que de no fallarle, podría darle un poco más de dinero al realizar la operación de compra-venta.
    El coronel se retiró en un taxi y dejó que el hojalatero metiera a su taller el BMW. Cambiaría el color gris metálico por un amarillo yema. En la planta alta del taller, Napoleón vivía con su esposa y dos hijos, estudiantes de primaria.
    El hojalatero asistía los domingos a una Sala del Reino de los Testigos de Jehová y había sobrevivido a la guerra civil de la década de los ochenta por su desapego a la violencia y el negarse a militar en el ejército o la guerrilla.
    Uno o dos días a la semana, al lado de su esposa, tocaba puertas y regalaba publicaciones de su iglesia: Atalaya y Despertad. En algunas ocasiones, el apego radical a sus creencias, le ocasionaban problemas, sobre todo cuando insistía que la batalla del Armagedón ya se había iniciado y era el momento de buscar la salvación.
    Sin embargo, nadie dudada de su honestidad. Su rectitud era tan obcecada, como su negativa a aceptar una transfusión de sangre, en caso de requerirla él o su familia.
    Durante la noche pulió y pintó el vehículo y bajo esa dinámica recibió el arribo del sol. En el horario pactado, el coronel se hizo presente y tras saludarlo con un seco “hola” empezó a inspeccionar el BMW.
    “Espero que el trabajo le haya gustado, coronel”, dijo Napoleón.
    El militar no dijo nada. Simplemente abrió la cajuela y en un arranque de cólera, le espetó:
    “¿Y el portafolio que estaba aquí?”.
    “¿Cuál portafolio?”.
    “No te pases de canalla, hijo de la gran p... Aquí dejé unas bolsas y lo sabes”, exclamó furioso el coronel.
    “Creo que hay un error, yo jamás abrí la portezuela”, intentó aclarar Napoleón.
    El oficial abordó el vehículo y lo puso en marcha.
    “Ya regreso y quiero que me devuelvas esa mercancía, ratero de mierda”.
     Asustado, Napoleón buscó a su esposa Tere Lara y le informó sobre lo ocurrido. Ella le sugirió que buscara el apoyo de alguna autoridad judicial o del ejército.
    “Tenemos a uno de los hermanos en la guardia nacional”, le recordó.
    En los instantes que iba a abandonar el taller para dirigirse al centro de San Miguel, se hicieron presentes dos jóvenes, a bordo de una camioneta Suburban negra. Ambos pertenecían a una de las pandillas más violentas y peligrosas de El Salvador: Los Mara 18.
    “La mercancía era nuestra, no del coronel y la devuelves o la pagas, son 200 mil dólares...”, advirtió El Mickey, armado de un tubo de acero.
     “Los de esta pandilla, constantemente chantajean a la gente de bien de San Miguel. Estos delincuentes y los Mara Salvatrucha siempre están en pleito y han sembrado de cadáveres a mi país”, dice Napoleón.
    El Mickey y su acompañante, armado con un revólver, empezaron a golpear al hojalatero y destruyeron el parabrisas de un vehículo al que le reparaba el chasis. Le exigieron dinero y amenazaron con volver en la tarde.
    “Si vos abres la boca, te metes en una mayor...”, dijo El Mickey, sin dejar de lanzarle palabras soeces.
    Algunos vecinos suponían que Napoleón tenía mucho dinero, porque además de hacer trabajos de hojalatería y pintura, una vez al mes viajaba a los Estados Unidos. Contaba con una cartera de paisanos que enviaban mercancía o dinero de ese país a El Salvador y por ese trabajo de mensajería obtenía ganancias. El negocio de las encomiendas lo inició en el 2001, cuando trabajó como ayudante de mecánico en Chicago, Illinois.
    “Como mi familia usaba ropa traída de los Estados Unidos y veían que en la casa teníamos aparatos o cosas importadas, me imagino que pensaron que yo poseía muchos colones y eso era mentira”, dice Napoleón.
    El coronel nuevamente se presentó al taller en otro vehículo y al no encontrar al hojalatero, habló con el dueño de un pequeño supermercado, aledaño al negocio de Napoleón.
    Le dijo:
    “Dígale a ese hijo de puta que donde se meta lo voy a cazar, que mejor me pague o entregue lo que me robó. No se la va a acabar aunque se vaya a la Patagonia”.
    Napoleón tuvo que esconderse en Santa Ana, a 200 kilómetros de San Miguel, mientras que su esposa e hijos buscaron refugio con unos familiares en Suyanpango. Antes, en el Juzgado Tercero de Paz, levantó la denuncia penal y le envió una carta al director de la Policía Nacional Civil, Ricardo Mauricio Menesses. Le informó sobre lo ocurrido y algunos pormenores de quienes lo golpearon, amenazaron e intentaron chantajear.
    Los pandilleros durante la noche saquearon el negocio y su casa. Rompieron las puertas y ventanas y en camionetas pick up sacaron muebles y herramienta. Napoleón buscó a un abogado, Testigo de Jehová y recomendado por un tío, y éste le confió que el coronel Molina tenía antecedentes de ser un asesino y pertenecer a un grupo paramilitar, precisamente integrado por pandilleros. En San Miguel corrían versiones que se dedicaba al robo de vehículos y tráfico de drogas.
    “No sé que le harías, pero si te culpa de algo, es que trae consigna de dañarte. Lo que recomiendo es que te alejes de El Salvador porque si te agarran, no te la vas a acabar, hermano”, dijo el abogado.
    El jueves 15 de agosto, a las siete de la mañana, tuvo que abandonar el país al lado de su familia y remontarse a Canadá. Los cuatro, Napoleón, hijos y esposa, se reencontraron en San Salvador y ahí adquirieron los boletos de avión para dejar atrás esa pesadilla. En el aeropuerto internacional de Toronto aplicó como refugiado y durante dos horas esposaron al matrimonio. Los niños estaban asustados. Sus compañeros de creencia religiosa abogaron por ellos y tras ser aceptados por las autoridades migratorias canadienses, los trasladaron a Windsor, muy cerca de Detroit.
    “Por haber entrado y salido de los Estados Unidos se me investigó y eso retrasó nuestro ingreso a Canadá. Gracias al apoyo de los hermanos el problema se arregló y nos quedamos. Lo único que nos duele es que en San Miguel perdimos toda una vida de trabajo decente. Ahora no sabemos qué futuro nos aguarda, pero Jehová nos protege y por algo pasan las cosas. En él ponemos nuestra vida y esperanzas”, puntualiza.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Canadá: Fusilados/XVII

Por Everardo Monroy Caracas


Porque el que tiene le será dado y el que no tiene, aún lo que tiene le será quitado...

Mateo 4-25

    El vuelo duró casi 24 horas y aquella bóveda azulosa, mar y cielo fundidos, le provocó estados de ánimo irrepetibles: seguridad, paz interior y libertad absoluta. Primero cruzó todo el territorio canadiense, de izquierda a derecha, y en un abrir y cerrar de ojos la nave plateada, con 189 pasajeros, sobrevoló la inmensidad del océano Pacífico, hasta llegar a su objetivo final: el aeropuerto internacional de Hong Kong.
    Una limousine con chofer y dos geishas aguardaba su arribo. El hijo del alcalde de Hainan —isla con casi nueve millones de habitantes— dio instrucciones para que le hicieran grata su estancia y a las seis de la tarde, conforme lo acordado, se reunieran en un lujoso restaurante de la carretera Sallsbury, a la orilla del mar de la China. Ahí estaba la zona de Kowloon, el más importante corredor financiero y comercial de Hong Kong.
Mister Jesse Rosenhart le advirtió que Chris Lee había estudiado en Calgary y tenía interés en construir un aeropuerto en Hainan. Demandaba algunas cotizaciones de seis o siete constructoras canadienses y previamente entregaría los anteproyectos de la obra para su estudio. De ahí el interés de reunirse con Carlos, representante de la promotora comercial.
    Carlos conoció al empresario de Toronto en uno de sus viajes a Buffalo, Estados Unidos, donde visitaba albergues públicos y ofrecía asesoría jurídica a los inmigrantes. En esa ocasión mister Rosenhart le vendió su camioneta a un ingeniero hispano gracias al apoyo de Carlos quien le sirvió de interprete. El dialogo se realizó en las afueras de un restaurante de paso y mister Rosenhart alabó el trabajo desarrollado por el guatemalteco.
    “Trabaje conmigo”, le dijo. “Quiero que viaje a Hong Kong y se entreviste con el alcalde de Hainan que está interesado en atraer inversión privada canadiense. Ellos hablan inglés y necesito que usted explique las bondades de mi empresa”.
    “¿Hay oportunidad de pensarlo?”, preguntó Carlos.
    “Más bien de atender mi invitación y estudiar los alcances de mi compañía. No desaproveche esta oportunidad que le ofrezco”, dijo mister Rosenhart.
Carlos tuvo que hablar con Robert Gertler y lo convenció para que le permitiera colaborar con mister Rosenhart. El negocio de Gertler enfrentaba cuarteaduras al descubrirse que en la mayoría de los albergues públicos, donde ofrecía sus servicios, otros abogados ya contaban con la complicidad de algunos directivos. Seguramente eso les permitía allegarse de algún dinero extra: cien o doscientos dólares por cliente presentado ante Legal AID. Le llamaban referral fees que en algún tiempo tenía reconocimiento oficial.
    Hong Kong semejaba un alfiletero. Entre las agujas de concreto y hormigón, los vehículos y peatones se desplazaban en nervaduras concéntricas, dinámicas y caóticas y a una velocidad sorprendente. Las zonas urbanas de Victoria Harbour y Kowloon estaban separadas por una franja de océano espumajoso, manchado de grasa, a consecuencia de la gran cantidad de casas y restaurantes flotantes.
    Carlos fue llevado en la limousine al hotel Hilton, donde tenía la reservación. Seguido de las dos geishas ascendió el elevador y llegó a su cuarto. Antes de introducir en la puerta la tarjeta magnética intentó despedirse de las jovencitas, no mayores de 16 años, e incluso agradeció su ayuda. Supuso que se trataba de una especie de edecanes, comisionadas por sus anfitriones para darle la bienvenida.
    “Nosotros no podemos retirarnos, tenemos que estar con usted hasta que se regrese a su país”, le dijo Li Zhi en un perfecto castellano.
No dejaba de sonreír. Su respuesta sorprendió a Carlos.
    Más tarde se enteraría que Li Zhi hablaba ocho idiomas y trabajaba de dama de compañía de turistas acaudalados. En este caso, el hijo del alcalde de Hainan pagaría los gastos.
    “Lo que quiero es descansar un poco y bañarme. ¿Por qué no regresan más tarde? En verdad estoy muy cansado”, dijo Carlos.
     El traer una encomienda de gran envergadura, como convencer a un gobernante a contratar los servicios de algunas constructoras canadienses, lo obligaron a ser más prudente y evitar cualquier acción personal que trastocara la esencia de los negocios. Suponía que aquellas jovencitas de rostro nacarado e imperturbable mancharían sus propósitos de agradar a sus anfitriones.
    En el fondo rechazaba el mercadeo sexual por no ser algo grato a los ojos de Dios. Eso pensaba.
    Una hora después, en traje y corbata, salió de la habitación y se sorprendió al reencontrarse en el pasillo a las dos geishas. Li Zhi volvió a recordarle que fueron contratadas para acompañarlo durante el tiempo que permaneciera en Hong Kong. De no querer, tendría que comentárselo a Chris Lee y serían sustituidas por otras chicas, dijo Li Zhi..
    En la limousine viajaron al restaurante, donde lo aguardaban el hijo del alcalde de Hainan y cuatro de sus colaboradores, acompañados de varias jovencitas. Chris no pasaba de los 30 años y el pelo lo traía relamido, brillante. Había elegancia en su vestir, casimir y mocasines del mismo color perla.
    Mientras bebían vino tinto y comían una gran variedad de mariscos y tallarines, uno de los asesores de Chris perfiló las dimensiones del negocio y la necesidad de contar con un aeropuerto de mayor envergadura, porque Hainan, ubicado al sur de China —a 500 kilómetros en barco de Hong Kong—, poco a poco se convertía en un importante polo turístico para los vietnamitas y chinos.
    “Nuestro aeropuerto actual es de alto riesgo y sólo avionetas de poca envergadura tienen acceso a la ciudad de Haikou, nuestra capital”, explicó.
    Antes de retirarse, Chris le informó a Carlos sobre la presencia del Ballet Folklórico de China, en la Academia de Arte Dramático. Había conseguido varios pases y tenía interés de que lo acompañara. El enviado de mister Rosenhart no pudo negarse. Tuvo que compartir el palco con las dos geishas. En ese lugar conoció algunos pormenores de la vida de Li Zhi: era de Cantón y su madre la había vendido a una mujer por 500 dólares. Hizo lo mismo con su hermana mayor.
    Tenía cuatro años y desde esa edad recibió clases de inglés, francés, italiano, español, portugués, alemán, mandarín y japonés. Un viejo filipino la desvirgó a los ocho años y pagó por ello diez mil dólares. Desde entonces se convirtió en la dama de compañía de empresarios y políticos de todo el mundo, siempre bajo el cuidado de su compradora.
    Una semana después de arribar a Hong Kong, Carlos regresó a Canadá. Mister Rosenhart quedó complacido por el trabajo desarrollado y el gobierno local de Hainan, en tres meses, recibiría las propuestas presupuestales de ocho constructoras canadienses.
    Durante cuatro meses, Carlos radicó en Toronto y continuó con su soltería obligada. El intento de un golpe de estado perpetrado por militares y el presidente guatemalteco Jorge Serrano Elías, protector de Ríos Montt, provocó que el Tribunal Constitucional lo desconociera y obligara a dimitir. En su lugar, el Congreso Nacional designó como su sucesor a Ramiro León Carpio, abogado y ex procurador de los Derechos Humanos. Todo esto sucedió entre mayo y junio de 1993.
    El nuevo presidente de la República anunció que se crearía una especie de Comisión de la Verdad para investigar y castigar a los implicados en la guerra sucia de la década de los ochenta. Carlos supuso que con el nuevo gobierno, avalado por la sociedad civil guatemalteca, los familiares de Lío y los otros cinco jóvenes fusilados el 3 de marzo de 1983 encontrarían apoyo para castigar a sus asesinos.
    No fue así.
    Por vía telefónica, uno de los dos abogados consultados fue lapidario en su respuesta:
    “Carlos, el país aún no está preparado para juzgar a los genocidas. Los militares siguen moviendo la seguridad de Guatemala y la guerrilla está por ceder y aceptar el alto al fuego. Desgraciadamente seguirán impunes quienes asesinaron a cien mil guatemaltecos y tienen desaparecidos a otros cincuenta mil”.
    “Pero De León Carpio está de acuerdo en crear la Comisión de la Verdad y esclarecer lo ocurrido recientemente en Guatemala, así lo ha anunciado”, recordó Carlos.
    “Para tu conocimiento, Ríos Montt es el dueño del Frente Republicano Guatemalteco, que creó hace dos años, y no tarda en ser diputado e imponernos a otro presidente de la República. Mientras los guatemaltecos, los gringos y el capital privado respalden a estos genocidas, difícilmente llegaremos a verlos tras las rejas”, dijo el abogado.
    Mister Rosenhart nuevamente buscó a Carlos para solicitar sus servicios. Un médico egipcio, Mohammed Fuad, abriría una cadena de mueblerías en El Cairo y necesitaba conocer las ventajas ofrecidas por algunos proveedores canadienses. La Promotora comercial de mister Rosenhart los representaría y Carlos, como había ocurrido en Hong Kong, viajaría a ese país oriental e intentaría abrirles mercado a los fabricantes de muebles.
    De acuerdo a lo planeado, saldría de Nueva York en vuelo comercial y llegaría al aeropuerto internacional de El Cairo, en pleno desierto Arábigo.
    “Está por iniciarse el mes del Ramadán y posiblemente tenga que acompañar al doctor Fuad a algunos eventos religiosos, espero su comprensión”, le advirtió mister Rosenhart.
    En esta ocasión no hubo limousina en la puerta, sino un taxi. El conductor lo recibió con un cartel con el nombre de “Carlos”. En inglés se comunicaron.
    “Ya tiene una reservación en el hotel Sheraton”, le dijo el taxista.
    La infraestructura del aeropuerto en nada se diferenciaba a los aeropuertos de las principales ciudades del mundo. Era su gente la que le daba el toque racial y cultural. No faltaban las chilabas blancas e impolutas; los turbantes de distintos colores vivos o los chadores oscuros en algunas mujeres iraníes o iraquíes. Predominaban la seda y la lana y los olores de espliego y anís.
    Carlos llegó al hotel y enfrentó el primer problema cultural, en una ciudad donde el polvo, calor y pobreza eran respirables e inocultables. El sanitario carecía de papel. Los lugareños, después de defecar se aseaban con la ayuda del agua y la mano izquierda: la siniestra. Eso lo explicó el recepcionista. Sería hasta el final del ayuno sagrado o Ramadán, cuando restituirían algunos hábitos occidentales, como el colocar un rollo de papel sanitario en los baños de las habitaciones. Carlos tuvo que salir del apuro con una toalla.
    En dos días, el doctor Faud inauguraría su negocio en la Shari Al Orabi, una de las principales calles céntricas, a dos manzanas de los jardines Ezbequiya. Palmeras datileras, achaparradas, y sicomoros frondosos sobresalían a lo largo de las avenidas y mezquitas.
    El doctor Faud aguardaba a Carlos en un club privado de la Corniche An Nill, cerca del río Nilo. Usaba túnica blanca y quevedos con armadura de carey. En algunas mesas los parroquianos jugaban dominó o backgammon y fumaban pipas de agua caliente, cargadas de yerbas aromáticas y opio. El médico lo invitó a comer bolas de garbanzo frito y la tradicional tahina, compuesta de yogurt, pepinos, tomates, aceite de oliva, ajo, limón y sésamo de ajonjolí con nueces y almendras.
    “Tiene que conocer esta ciudad para darse una idea de lo que es un musulmán de fe y trabajo. Aquí en El Cairo tenemos la universidad más antigua del mundo, la Al-Azhar con más de cien mil estudiantes, se imagina”, dijo el médico, hombre mayor y de piel traslúcida.
    “Más ahora que es el mes del Ramadán”, dijo Carlos.
    “Está en lo correcto”, explicó el galeno. “Quienes seguimos el Corán tenemos la obligación de conocer La Meca, aunque sea una vez en la vida. Tenemos que llegar a Arabia Saudita, al otro lado del Mar Rojo. Imagínese, mil quinientos kilómetros de desierto existe entre El Cairo y la tierra santa, donde nació el profeta Mahoma, fundador del Islam. Yo ya he accedido a la gran mezquita por una de sus 24 puertas y observado el pozo sagrado donde Ismael bebió agua con ayuda de su madre Agar, la verdadera esposa del patriarca Abraham. Los musulmanes nos consideramos descendientes de Ismael”.
    El doctor Faud en su juventud había participado en la guerra contra Israel y por simpatizar con las ideas nacionalistas del general Gamal Abdel  Nasser, muerto en septiembre de 1970 a consecuencia de un infarto, confrontó con los seguidores de su sucesor, Anwar al-Sadat y tuvo que huir y refugiarse en Canadá. Sadat fue asesinado el 6 de octubre de 1981 por un comando fundamentalista islámico, inmerso en las Fuerzas Armadas Egipcias, que se oponía a su política reconciliadora con Israel.
    El doctor Faud retornó  en 1992 a El Cairo y apoyó al gobierno de Hosni Mubarak, sucesor de Sadat, quien en unos días, octubre de 1993, buscaría ratificar su mandato a través de un referéndum.
    Carlos se enteró que un mes antes de su arribo a El Cairo, Mubarak había ordenado el fusilamiento de 29 egipcios fundamentalistas islámicos. En su afán de contrarrestar la influencia occidental en el mundo árabe, quemaban con ácido sulfúrico el rostro a las mujeres que no se lo cubrían con un velo o asesinaban a funcionarios públicos, proclives a consumir productos estadounidenses o europeos.
    Los musulmanes cuestionaron la ejecución de los rebeldes religiosos, pero Mubarak argumentó que en Egipto deberían predominar los principios democráticos y de libre comercio y reconocer la diversidad religiosa y política. Pensar lo contrario era condenar al atraso social y cultural a los 70 millones de habitantes.
    El doctor Faud apoyó los fusilamientos al considerar que la violencia alentada por los fundamentalistas, provocaba crisis económica e ignorancia irracional. El turismo había decaído en un 50 por ciento en comparación con el año anterior y el país podría entrar a una nueva espiral inflacionaria y generar más desempleo y marginación social.
    Carlos no estuvo de acuerdo con la tesis de su anfitrión. Instintivamente relacionó el caso de Lío con ese hecho y le recordó al médico que en una verdadera sociedad democrática el poder judicial era autónomo y la pena de muerte estaba descartada. Principalmente tratándose de asuntos políticos o religiosos, menos cuando los gobiernos ponen el interés económico por encima de la ley y la razón. Remontó su ejemplo a la Centroamérica de los setenta y ochenta.
    El doctor Faud cambió la conversación y entró al terreno de los negocios. Más tarde, lo llevó a conocer la Mezquita de Mohammed Alí, general otomano que le dio identidad nacional a Egipto y luchó contra los franceses, griegos y mamelucos. Una de sus principales aportaciones históricas fue el desarrollar nuevas tecnologías en la industria y el agro y convertir a Egipto en un importante productor de algodón y puerta comercial del mundo. El 2 de agosto de 1849 murió y los egipcios inmortalizaron su memoria al conservar su cabeza en una mezquita construida con mármoles, maderas finas y piedras y metales preciosos.
    La mezquita se encuentra dentro de la ciudadela, a casi un kilómetro del camposanto principal, lugar donde miles de familias pobres han convertido los sepulcros y tumbas en viviendas. El doctor Faud era recurrente en el tema de Mohammed Ali y la veneración que le tenían sus coterráneos.
    Otro aliado natural de Carlos fue el taxista Abdullah que lo recibió en el aeropuerto. Con su ayuda conoció la ciudad de El Cairo, parte de Egipto y las márgenes del río Nilo. Sin embargo, la torre y universidad de El Cairo; el zoológico y la zona arenada con las pirámides de Gizeh y la gran esfinge con cabeza humana y cuerpo de león no lograron ocultar las necesidades materiales de los pobladores. El agua escaseaba y la insalubridad de las calles y vecindades multiplicaba los moscarrones, moscos, cucarachas y pulgas.
    Carlos acompañó al taxista a un retiro de beduinos en el desierto y durante una semana observó sus costumbres y bebió agua del mismo odre de cuero animal. Aprendió a cabalgar en caballo y camello y durmió al aire libre, bajo temperaturas de fuego y frío, y un manto oscuro, único, cuajado de luceros dorados y titilantes.
    En sus tres campamentos, donde comían y dormían separados hombres y mujeres, la convivencia era fraternal y la danza y oración jamás se separaba de sus moradores. Nunca faltaba la leche y la carne de cabra y los ropajes de lana tosca y sin teñir. En el desierto Líbico, antes de llegar a la frontera con Sudán, Carlos tuvo que despedirse y regresar por carretera a El Cairo.
    De Asuán a la capital de Egipto recorrió más de 750 kilómetros y percibió los olores salinos del Nilo y el Mar Rojo y probó en Luxor y Al Minyá la kofta con carne picada de cabra y la baba ghanoug, hecha a base de berenjenas y tahina. Las piastras nunca le faltaron.
    En el hotel, el recepcionista le informó que mister Rosenhart lo había buscado insistente en varias ocasiones. Carlos nunca le informó de su interés de integrarse a una caravana de beduinos sin tierra propia.
    “Necesito que regreses urgentemente a Toronto antes de la primera semana de Octubre. Necesito que abras oficinas en la ciudad de México por la firma de Nafta”, leyó Carlos en el recado, escrito en un mal inglés.

 

martes, 8 de febrero de 2011

Mississauga: Próspero y las manzanas azules

Por Everardo Monroy Caracas

    Próspero Fernando, de seis años, empezó a leer en ingles. Ayer sorprendió a su madre, una mexicana tepozteca. El niño llegó a Canadá en febrero de 2006 y enfrentó los sinsabores del idioma anglosajón.
    Primero estuvo en una guardería, “daycare”, y al mes tuvo que ser rescatado ante la agresividad de los niños afrocanadienses, dueños absolutos de ese territorio sin reglas. Su falta de ingles y el no estar lo suficientemente entrenado para acudir al sanitario, lo pagó con creces. Las educadoras fueron duras y lo atemorizaron. Su madre tuvo que aguardar un año para meterlo al jardín de niños y enfrentarlo a su nueva realidad.
    Indiscutiblemente el televisor fue el maestro leal y genial de Próspero. No solo le enseñó la mágica entonación y el significado de la lengua inglesa, sino lo aisló estratégicamente de la familia. Durante dos o tres horas, el niño entraba al territorio de Nunca Jamás… y, a la par de Peter Pan, Wendy y sus hermanos, interactuaba con caricaturas pacifistas y defensoras de la naturaleza. El canal 65 de televisión, Treehouse, las 24 horas del día emite programas infantiles, entretenidos y cuidadosos del comportamiento futuro de su audiencia.
    Próspero Fernando memorizó las últimas diez películas de Pixer y Disney, desde Nemo y Car a Tangled y Toy Story 3, y el interés por el castellano fue disminuyendo. Sin embargo, su madre, mexicana tepozteca, optó por defender su lengua materna y el niño, hasta la fecha, es bilingüe.
    En el primer año de primaria, Próspero Fernando tuvo que sortear nuevos obstáculos. En la lengua inglesa, la gramática y su entonación caminan por veredas diferentes. Así que el rigor de la enseñanza provocaba alteraciones de comportamiento y enojos excesivos en el niño. Tuvo que ser inscrito en una escuela de taekuondo para intentar sacar sus demonios. Logró obtener la cinta amarilla con una línea naranja, pero aún no lograba lidiar con el abecedario anglosajón y menos armar con este las palabras.
    Su madre tuvo deseos de llorar ayer, al escuchar, por primera vez, que Próspero Fernando leía y escribía. El propio niño quedó sorprendido cuando descubrió el significado de tres letras hermanadas y con una entonación diferente: “bus” (bas, se pronuncia). De inmediato la concatenó a su realidad: un bus (autobús) amarillo, de lunes a viernes, lo traslada a la escuela y siete horas después lo regresa a su departamento. El bus ahora es algo tangible y tiene su propia palabra mágica. Leyó una docena de frases, no solo palabras y les dio el sonido deseado.
    Poco a poco seguirá aprendiendo y escudriñando cada símbolo gramatical nuevo. Después, como un efecto natural, le interesará la lectura de una treintena de cuentos infantiles que le aguardan en su closet, regalo de familiares y vecinos. Próspero Fernando tiene un hermano de tres años que entiende un poco de castellano, pero únicamente logra comunicarse en ingles. Todas las tardes, mientras el primogénito hace su tarea, Julián lo acompaña en la mesa y se pone a dibujar. Algo bueno tendrá que salir de esa disciplina afectiva.
    Paulo Freire no compartiría el entusiasmo de la madre mexicana tepozteca por los logros pedagógicos de Próspero Fernando. Al final de cuentas, y discúlpenme si utilizo una oración tan recurrente, el niño está siendo entrenado para defender un sistema de vida, basado en el consumo, ahorro e inversión: el negocio, la especulación y la plusvalía al servicio de una clase social emprendedora, voraz y colonialista. De un tronco rojo, es posible que por un tiempo, se cosechen manzanas azules. Ni como impedirlo…