martes, 30 de noviembre de 2010

Huayacocotla en Mississagua

Por esta calle corri en mi infancia
Por Everardo Monroy Caracas

    Durante la década de los sesenta, en Huayacocotla, una comunidad rural de Veracruz, no existían las peluquerías. Las mujeres tenían la misión de tusar a los hijos y al marido. Jamás faltaban tijeras y peines en el cajón del ropero. Los piojos eran combatidos con creolina y detergente y el frio y la niebla impedían que nos bañáramos diario. Lo hacíamos una vez por semana. Al fin, herencia otomí.
    El pueblo tenía su parque con laureles y bancas donadas por los ricos de la comarca y en derredor del cuadrante, el templo católico del siglo XVII en memoria del apóstol Pedro, el mercado de una sola nave, el palacio municipal de dos niveles, el cuartel militar con la cárcel al lado y la tienda de Salvador Monroy, el tío Chava, con su billar, su barra de encino y su cantina trasera cargada de cervezas Sol y botellas de aguardiente de distintos colores. En un local adyacente estaba su abarrotera, donde encontrábamos de todo: herramientas, material de construcción, pan recién hecho, dulces, listones, alimentos enlatados, sopas en grano, maíz, frijol, habas y hasta tabaco de todos los olores y gustos. Los Delicados sin filtro eran los de mayor demanda.
    Huayacocotla tenía su avenida principal que conectaba a la carretera arenada y gravosa, llena de baches. El Autobús de Oriente o ADO era el responsable de trasladarnos a Tulancingo o la Ciudad de México. Durante seis u ocho horas recorríamos parte de esa escabrosa serranía que parecía no tener fin. El camión cruzaba ranchería tras ranchería y jamás faltaban las estampas cotidianas de los campesinos de huarache, sombrero de paja y jorongo, tras su recua o cargando leña a la espalda.
    Todos los días, a las siete de la mañana, salía el único autobús que prestaba servicio a los lugareños. Don Luis Gómez era el responsable de vender los boletos en su abarrotera “La Terminal”. Su mujer lo abandonó con un chofer del ADO y dejó a cuatro o cinco hijos bajo su custodia. El más pequeño apenas frisaba los tres años, se llamaba Joel, y era ahijado de mi tía Ana María, vecina de los Gómez.
    Después me enteraría que los Gómez, principalmente Luis el primogénito, acrecentaron el negocio y construyeron un hotel de una sola planta frente a su tienda, a la orilla de la avenida principal, la Revolución. Dos Luis era un tipo cetrino, de ojos claros, creo que azules o verdes, y un tupido bigote negro, siempre metido en la tienda. Su mujer, blanca y bella, gustaba socializar con la gente de fuera y tenía bajo su responsabilidad el darles de comer y desayunar a los choferes. Casi todos los domingos, menos cuando la niebla enceguecía al poblado, un grupo de lugareños jugaba rayuela y bebía aguardiente con jugo natural de manzana, ciruela o melocotón. En un medio tambo laminado asaban menudencias de cerdo que degustaban entre la emoción por meter una moneda de veinte centavos, de las de antes, en un pequeño círculo dibujado con una tiza blanca en la banqueta. De ganar, no pagaban la cuenta. Era día de plaza y la gente de las rancherías aledañas descendía a la cabecera para vender o abastecerse de alimentos.
    Mi abuelo paterno poseía el único hotel del pueblo, llamado “Huayacocotla”, y el sábado en la noche no quedaba alguna habitación libre. En dos letrinas de madera los inquilinos defecaban y orinaban y en cada cuarto había una bacinica de peltre debajo de la cama. Los comerciantes de ropa, herramientas de labranza y algunos visitantes de Tulancingo, ahí pernoctaban. Cada domingo al amanecer, una treintena de comuneros y ejidatarios de bajos recursos económicos, metidos en sus vestimentas de manta y huarache de cuero crudo, se congregaban en el terreno frontal del hotel para amarrar, en el cerco de madera, a sus burros, mulas y caballos. Pagaban de veinte a cincuenta centavos por animal. De ese dinero, mi tía Ana le compartía un poco a los cuidadores. Yo fui uno de ellos. Entonces tendría siete años de edad. Iniciaba su gestión como alcalde, Abdón Larios Tolentino y tres años después le heredaría el puesto a Elfego Butrón Salazar. Durante varios años, el poder político y económico recaía en las familias Larios, Gómez, Butrón y Monroy.
    Los indígenas de Texcatepec no hablaban castellano, sino otomí y aún así lograban intercambiar sus gallinas y cerdos por aceite comestible, detergente, sal, piloncillo, hilaza de colores y agujas para coser, algunas herramientas de labranza, huaraches y calzado de plástico para sus mujeres. Llegaban cuerdos, con paso firme y el machete terciado a la cintura. En el atardecer, a eso de las cinco, regresaban ebrios a sus rancherías con las escleróticas irrigadas de sangre y dando tumbos por las callejuelas arenosas. Como medida precautoria, metían el machete entre los costales que cargaba la bestia. En ese estado lamentable ascendían y descendían por las peligrosas cordilleras hasta llegar a las colosales llanuras verdes donde levantaban sus cabañas de palma y techos de láminas de cartón petrolizado. Esta raza fue la que jamás se doblegó al dominio español y logró conservar su cultura hasta principios del siglo XIX.
    Los franciscanos y jesuitas impregnaron sus creencias y esa religiosidad rayana en fanatismo le dio unidad y miedo a los huayacocotlenses. Las misas dominicales congregaban a las familias de todas las condiciones sociales y nunca faltaban en el altar  y el podio de los santos las ceras, los cirios, las flores, las limosnas y el incienso. Huayacocotla olía a ocote y bajo los pies de sus lugareños existían enormes vetas de caolín que años mas tarde explotarían empresarios ajenos al municipio para la elaboración de locetas, trastos y objetos de porcelana. Jamás logré conocer todos los vericuetos de sus veinticinco rancherías y veintiséis barrios y comunidades.
    Mientras evoco estos detalles del pasado, un coreano semicalvo me corta el cabello. Lo miro a través del espejo y absorto hace su trabajo. Es enigmático su silencio, cargado de historia y necesidad. De cuál de los dos coreas será? Intento imaginarme. Seguramente de Corea del Norte, donde el capital privado no ha asentado sus reales. Vuelvo a entrecerrar los ojos y regreso a Huayacocotla con sus casas de tabique y techos de tejamanil o laminas de asbesto y zinc, de donde soy oriundo. La estética es de Mississagua, Canadá y se encuentra en el interior de una especie de mini mall. Nada que ver con el mercado municipal de Huaya…

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