lunes, 24 de enero de 2011

Ruth: felicidad quebrada

*Durante más de un año vivió los horrores de un secuestro y la adicción a la heroína
*Uno de sus captores la ayudó a rehabilitarse y huir
*Actualmente es una refugiada más de Canadá
y aún teme por su vida

Por Everardo Monroy Caracas

    Ruth es bonita e inteligente y vive en Toronto. Casi nunca falta a las terapias grupales para superar sus fobias y miedos. Por su estatus de refugiada tiene la obligación de ir casi todos los días a la escuela de inglés. Ruth poco ríe, jamás socializa y aparentemente es indiferente a su entorno. En México, su país de origen, fue secuestrada por tratantes de blancas, drogada, abusada sexualmente y torturada.
    Sobrevivió de milagro.
    “Estoy destrozada por dentro y cuesta mucho reconstruirse”, dice y la quiebra el llanto.
    En la ciudad de México asistía a la universidad, gustaba escuchar música romántica, tenía un novio muy “besucón” y posesivo y unos padres tolerantes y bohemios. Nada ensombrecía su presente. Frisaba los 22 años de edad y era enemiga acérrima del sostén y las faldas largas. Le envanecía evidenciar la dureza de los senos y la perfección de sus piernas.
    “Es cierto, me perdieron mi exceso de confianza y mi vanidad de diva”, dice en el comedor de la escuela de inglés.
    Tenía su domicilio en la colonia Roma, en uno de los pocos asentamientos representativos de la vieja arquitectura citadina. Los edificios modernos, de varios niveles y ventanales, jamás lograban disminuir la grandeza de las casonas de altos muros y portones de madera.
    Ruth usaba su pequeño auto sedán para trasladarse a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), al sur de la ciudad. De lunes a viernes enfilaba al centro de estudio de 250 mil alumnos. Casi nunca faltaba a clases. Recorría quince kilómetros en hora y cuarto. El tráfico vial era incontrolable y fastidioso. Conducía de la avenida Insurgentes hasta Ciudad Universitaria, dentro del Pedregal de Santa Úrsula, una zona volcánica poblada de residencias, rocas lunares y áreas verdes.
    El lunes 10 de noviembre del 2008, como todos los días, Ruth se bañó, desayunó y abandonó su casa. En esta ocasión recibió una llamada telefónica de Carmelo, su novio, y acordaron tomar café en la zona rosa, cerca de la avenida Reforma.
    “Te quiero flaquita”, le dijo Carmelo.
    “Yo igual y más... nos vemos”, dijo Ruth.
    “Ah... No dejes de llevar aquellito”, pidió Carmelo.
    “Loco...”, dijo Ruth y no logró controlar su risa pícara.
    “A mi novio le gustaba que usara un tipo de ropa íntima especial, regalo de mi cumpleaños”, evoca Ruth. “Por eso me tuve que regresar a mi recámara y metí en mi bolso la pantaleta de seda negra con encajes”.
    El trayecto a la universidad, donde estudiaba una licenciatura en sicología, enfrentó algunos inconvenientes. En la avenida Insurgentes hubo embotellamientos y llena de tedio intentó acortar distancias por la avenida Universidad. En un descuido golpeó a la camioneta sin placas que iba adelante. Serían las seis y media de la mañana.
    “Vieja pen....”, gritó un sujeto que descendió de la Suburban y la enfrentó.
    En esos momentos se abrieron las portezuelas traseras de la unidad y otros dos hombres de playera negra y pelo a rape alcanzaron a su compañero. Llevaban armas largas. En el pecho sobresalía la palabra AFI con letras amarillas.
     “Antes de que pudiera disculparme, uno de esos delincuentes me bajó de mi vehículo y me esposó con las manos a la espalda. Luego me metió a su camioneta al lado de los otros sujetos que iban armados. Recuerdo que sólo escuchaba sus gritos y me empujaban. Uno de ellos había agarrado mi bolso y lo empezó a revisar, mientras la camioneta se alejaba y yo empecé a llorar”.
    Durante el trayecto, uno de sus captores, de labio leporino y un ojo acuoso, lleno de carnosidades, le hizo varias preguntas:
    “¿Quiénes son tus  padres?”
    “¿Qué estudias?”
    “¿Cuántos hermanos tienes?”.
    “¿Dónde trabaja tu padre?”.
    Ruth aclaró dudas y pidió que la llevaran a cualquier agencia del ministerio público en caso de haber cometido alguna infracción de tránsito. El sujeto de labio leporino, en respuesta, le desgarró la blusa y dejó al descubierto sus senos.
    “Creo que tuvimos buena pesca hoy”, dijo.
    Después golpeó la lámina con la palma de la mano y la camioneta se detuvo. Salió, habló un par de minutos con el piloto y regresó. En esos momentos Ruth empezaría a enfrentar los sinsabores de su tragedia. La unidad enfiló hacia un lugar indefinido y dos horas después, ya dentro de la cochera de una casa jardinada, sus secuestradores la metieron a un frío sótano, lleno de cajas de cartón y una colchoneta.
    Durante una semana Ruth recibió todo tipo de vejaciones y fue obligada a consumir heroína. La droga le era inyectada a la sangre y únicamente dormía, comía poco y ya no protestaba cuando era sometida sexualmente por cualquiera de los tres sujetos. Uno de ellos, el del labio leporino, le confió que eran agentes federales de investigación y que combatían al narcotráfico y contrabando.
    En el exterior, la estudiante universitaria era buscada afanosamente por sus padres, familiares, amigos y Carmelo. Su fotografía fue reproducida en carteles y notas periodísticas. Ruth terminó en una casa de citas en Morelia, la capital del estado de Michoacán.
    “Mis secuestradores me llevaron a una casa donde iban puros drogadictos que se dedicaban a traficar heroína, ilegales y prostitutas, y únicamente me utilizaban como un objeto sexual. Yo había perdido el deseo de vivir”, dice Ruth.
    Sin embargo, el tipo del labio leporino continuó visitándola y en uno de esos encuentros, tras intimidar, le confió que estaba enamorado de ella y, por lo mismo, tenía interés en ayudarla. Le prometió que iba a sacarla de ahí y desintoxicarla para después ayudarla a huir del país.
    “Si te quedas en México te matan y dañan a tu familia”, le advirtió. “Nunca había sucedido una cosa así. Normalmente se trabaja con putas adictas que no son forzadas a estar en este negocio. No te partieron en la madre después de que te levantamos porque yo me opuse, pero tenían todo el interés de llevarte a la sierra y allá dejarte con una bola de cabrones”.
    El supuesto policía cumplió su palabra. Ruth terminó en una finca apartada de la ciudad, en Acotan, muy cerca del océano Pacífico y el estado de Colima. Ahí, con ayuda de un médico, en parte logró sobreponer su adicción a la heroína y controlar sus esfínteres.
    “Sólo quienes han vivido una experiencia similar pueden saber de lo que hablo. Fue horrible. Es como si bajara uno en vida al infierno y se quemara por dentro. Quisiera uno quitarse la piel y rascarse los huesos”, dice Ruth.
    Un año después de ser secuestrada, el 17 de febrero del 2010, Ruth se internó a los pasillos del aeropuerto internacional de Toronto. El hombre del labio leporino, de quien jamás conoció su nombre, la ayudó a salir de México. Antes, le permitió comunicarse con sus padres y les explicó a detalle lo ocurrido. El trato era que ella tenía que abandonar el país, no involucrar alguna autoridad judicial en el hecho y reencontrarse la familia en Canadá. En caso de hacer todo lo contrario, el hombre del labio leporino asesinaría a cualquier miembro de la familia, cercano o lejano.
    Ruth jamás volvió a ver y escuchar a Carmelo. Ese fue otro de los acuerdos. Una noche antes de abordar el avión para alejarse de México, ella aceptó intimidar con su secuestrador y utilizar la pantaleta negra de encaje.
    Es lo único que conservaría de esa pesadilla...
    Y Ruth da su razonamiento:
    “En mi historia de aplicación para intentar refugiarme escribí este detalle, porque es la prenda que me permitió vivir al estar en manos de uno de mis secuestradores. Él me confió que prefirió devolvérmela porque de esa manera nuestra relación quedaría concluida y entiendo que ahora mi vida peligra y no puedo regresar a México”.

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