viernes, 28 de enero de 2011

Canadá: Fusilados/IX

Por Everardo Monroy Caracas

«¿Qué se puede hacer con ese pobre hombre?»,
preguntó.
«Matarlo», dijo Abrenuncio.
El marqués lo miró espantado.
«Al menos es lo que haríamos si fuéramos buenos cristianos», prosiguió el médico, impasible.
«Y no se asombre, señor: hay más
cristianos buenos de los que uno cree».

Gabriel García Márquez

    Ahora se trataba de salvarle la vida a Carlos. Doña Hercilia hizo acto de presencia en Guatemala con el afán de liberar a Lío y hasta buscó ayuda ante el clero católico, atento a la visita de Juan Pablo II en Guatemala. Nada pudo hacerse. Ríos Montt culpaba a los sacerdotes católicos de la supuesta “anarquía” existente en Guatemala.
    “El comunismo o ateismo”, declaraba, “es producto de la mente enferma de algunos representantes de la iglesia católica”.
    Carlos prácticamente abandonó su trabajo para intentar ayudar a su hermano y fácilmente fue identificado por los militares.
    “Ve a la embajada americana y consigue tu visa”, sugirió su madre.
    Carlos era el único que no contaba con ese documento. Así que se trasladó al edificio enrejado y vigilado por marines y soldados guatemaltecos e intentó obtener ese salvoconducto. El embajador lo recibió y escuchó su petición.
    Después de analizar sus antecedentes y hacer algunas consultas telefónicas, el funcionario le preguntó:
    “¿Así que usted es Carlos Morales?”.
    “En efecto, a sus órdenes”, dijo Carlos.
    “¿Usted también es terrorista como su hermano?”, ironizó el embajador.
    “Si yo fuera terrorista no le pediría la visa”, contestó Carlos.
    Lío antes de ser fusilado recibió la visita de su hermano y una enviada de Amnistía Internacional. Durante la entrevista del 2 de marzo, Lío le entregó cuatro libros atados, de pastas gruesas, donde hizo alguna anotaciones para la familia. Aquellos volúmenes fueron editados por los Testigos de Jehová y sólo trataban asuntos religiosos. Lío había perdido los dientes frontales y tenía el rostro anguloso, irreconocible. En su cuerpo larguirucho, otrora robusto, sobresalían las costillas. Lío padecía hemofilia y los sangrados eran contínuos, según testimonio de su familia.
    Toda esa información estaba en manos de la embajada estadounidense.
    Carlos, luego de la entrevista con el embajador buscó a su madre por vía telefónica.
    “No vengas”, recomendó doña Hercilia.
    “¿Por qué?”, preguntó Carlos.
    “Vinieron judiciales en dos jeeps y preguntaron por ti, quieren que vayas a declarar”, informó su madre.
    Carlos optó por esconderse en casa de su tía una hermana de su mamá. Veía la arenga de Ríos Montt en el televisor cuando llegó su prima Olga. Todos los días, a las doce y seis de la tarde, el militar abordaba los asuntos cotidianos del país e intentaba evangelizar.
    Olga le dijo:
    “Hablé con el abogado de Lío y me dijo que puede ayudarte a salir del país”.
    Carlos apagó el televisor. Su prima se refería al abogado que interpuso un recurso de Amparo y así retrasar el fusilamiento de su hermano.
    Lío les confió que el primero de febrero los sacaron del calabozo y vendaron sus ojos. Ya en el Cementerio Nacional  obligaron a saltar una zanja en varias ocasiones, hasta lastimarse piernas y brazos. Escucharon risas burlonas y enfrentaron un simulacro de fusilamiento. Después los regresaron al calabozo.
    “¿Cómo puede sacarme?”, Carlos no lograba disimular su aprensión.
    “Te va a enviar una persona que te llevará hasta la ciudad de México. Viene a la casa, no te preocupes”, informó Olga.
    Esa noche se lo comentó a su novia, hija de un ex ministro de telecomunicaciones y obras públicas.
    “Vienen por mí mañana, a las ocho. Tal vez sea la última vez que nos veamos”, dijo Carlos.
    Priscila lo abrazó y no logró evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas.
    “Por favor, deja que yo te lleve en mi carro a la frontera”, pidió.
    “Pero es muy peligroso”, advirtió Carlos.
    “No me importa, quiero estar segura de que todo salga bien”, dijo ella.
    “No hay que desmayar, recuerda que tanto el hombre exterior se va desgastando, el interior se renueva a cada momento. Tengamos fe”, Carlos recordó una breve reflexión de Corintios.
    Su apego a los pasajes bíblicos formaba parte de su crecimiento intelectual. El país optaba por la religiosidad como un medio de opresión o entendimiento de la pobreza extrema. Cada uno tendría que aceptar su culpa y atraso por voluntad divina. La propia violencia se justificaba a extremos de alcanzar con ella la redención.
    Los Kaibiles, como llamaban los indígenas a los militares, eran una especie de cruzados de la fe que combatían el ateismo y defendían el legado de Cristo.
    Carlos militaba con los Profetas de Dios y constantemente acudía a sus patriarcas para intentar librarse del pecado y el remordimiento. Su temor a Dios por momentos llegaba a extremos enfermizos al considerar que cualquier desajuste en su vida cotidiana formaba parte del castigo merecido.
    Así lo sintió la tarde que perdió los dedos de la mano derecha en un accidente vial. Iba a bordo de una motocicleta cuando se estrelló contra un vehículo y terminó mutilado.
    Un día antes de aquel suceso, escuchó un disco long play del guitarrista Carlos Santana, donde en la portada aparecía la imagen del diablo. Lo hizo a escondidas de sus padres y contaba con catorce años de edad.
    En el hospital insistió:
    “Fue castigo divino por escuchar cosas pecaminosas”.
    El autor de “Abraxas” y “Surrender” quedaría relegado de sus gustos y siempre lo relacionaría a su tragedia.
    Priscila prometió volver para preparar el viaje a la frontera con México y Carlos, castigado por la aprensión, empezó a empacar alguna ropa y documentos. Cerca de las ocho de la mañana se presentó su hermana Gloria con un hombre bajo y rengueante. Se identificó como  Lico. Dijo ser enviado del abogado de Lío y estar dispuesto a viajar ese mismo día. Lo harían en autobús. Desayunaron y Carlos le explicó que huiría con la ayuda de su novia.
    El primero de abril de 1983, Carlos inició una nueva odisea que lo separaría durante varios años de Guatemala. En el vehículo de Priscila y al lado de Gloria y Lico recorrerían casi doscientos kilómetros de carretera hasta internarse en Tapachula, México.
    Durante el trayecto, Lico les platicó un poco de su experiencia con la guerra civil de su país. Él fue dirigente sindicalista, de la empresa refresquera Pepsicola, y al lado de un compañero de lucha fue detenido por el ejército. Eso ocurrió en Retalhuleu, al sur de Guatemala.
    Después de reprimir a balazos el paro de los trabajadores, Lico y su compañero terminaron en un jeep militar. Los encerrarían en una de las mazmorras de la Guardia Nacional y ahí enfrentaría tortura y muerte. Al darse cuenta que el jeep disminuyó la marcha antes de cruzar otro camino, ambos saltaron y echaron a correr. Los militares les marcaron el alto y por no obedecer hicieron accionar sus fusiles metralletas. Lico y su compañero lograron llegar a una valla metálica y treparla.
    Sin embargo, los dos cayeron malheridos y sólo Lico alcanzó a trasponer la finca y continuar su marcha. Por última vez observó a su amigo que se convulsionaba por las herida y arrojaba sangre por la boca.
    Lico alcanzó a perderse en el follaje y doblegarse ante la gravedad de sus lesiones. Unas monjas lo rescataron y ayudaron en su recuperación. Desde entonces, consagraría su vida en ayudar a sus compañeros de causa.
    Vivía en la clandestinidad, con documentación falsa de mexicano y guatemalteco y por lo mismo, entraba y salía de su país sin miedo de ser detenido. Confiaba ciegamente en su suerte.
    El primer pueblo importante que atravesaron fue Escuintla y una hora después a Retalhuleo. Carlos recordó, y así se lo dijo a Lico, Gloria y Priscila, que durante los cinco meses que estuvo desaparecido su hermano Lío conoció rancherías donde existían cementerios clandestinos.
    En Asunción Mita, del departamento de Jutiapa, cerca de la frontera con El Salvador, observó una cabeza humana estacada. Pertenecía a un guerrillero.
    En Nuevo Pajonal, donde se celebra cada año una feria importante, fueron ejecutados niños y adultos y arrojados a una zanca, cavada por las propias víctimas. Los cuerpos aparecían expuestos y putrefactos.
    Carlos enfrentó esas imágenes y su convivencia con la muerte, en meses posteriores lo hundió en un estado de ánimo suicida que tardaría varios años en superar.
    Los cuatro almorzaron en Coatepequec y continuaron su viaje hasta la garita de Ciudad Hidalgo, Chiapas. Habían recorrido casi doscientos kilómetros antes de que Priscila y Carlos se separaran. Nuevamente hubo lágrimas y promesas de futuros reencuentros. Lico era parte de una intrincada red de protección a perseguidos políticos centroamericanos, defensores de los derechos humanos, y eso permitió que Carlos llegara ileso hasta el Distrito Federal.
    El mismo primero de abril, por la noche, Gloria, Carlos y Lico durmieron en un hotel de la colonia Roma. Lico avisó telefónicamente a los seguidores de Nancy Pockoc sobre la presencia de Carlos en México. Tendría que vivir una semana en el hotel antes de ser trasladado a la Casa de los Amigos, en la colonia San Cosme.
    “Hasta aquí ha llegado mi misión”, dijo Lico antes de despedirse.
    “No sé cómo voy a pagarte todo lo que has hecho”, dijo conmovido Carlos.
    “Vos no tenés de que preocuparse, es mi misión. Siempre que tengas que ayudar a alguien, hazlo y no te arrepientas”, sentenció Lico, al que jamás volvería a ver.
    Su figura maltrecha, delgada y renga, se perdió a lo largo del pasillo del hotel.  Carlos, a partir de ese momento, tendría que valerse por sí mismo para interconectarse en esa enorme metrópolis de 20 millones de habitantes. Únicamente tenía doscientos dólares americanos que le había regalado su hermana Gloria, antes de continuar su viaje a Chicago, y un sándwich de mantequilla de maní que le dejó Lico.  

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