miércoles, 12 de enero de 2011

Fusilados/III

Por Everardo Monroy Caracas

    El asunto de los hermanos Arturo y Héctor Beltrán Leyva y Joaquín El Chapo Guzmán estaba en la mesa de discusión del Secretario de la Defensa Nacional y el Procurador General de la República. Tenían el absoluto control de la droga en el estado de Guerrero —asentamiento ubicado a cinco mil kilómetros de Toronto—, principalmente de cocaína, marihuana y amapola.
    Era un asunto de seguridad nacional la presencia de más de seis mil narcotiendas en la mayoría de los municipios y el lavar dinero podrido a través de inmobiliarias, bares, restaurantes, hoteles y centros nocturnos, sobre todo en Acapulco, Taxco y Zihuatanejo.
    El futuro gobernador de Guerrero —Zeferino Torreblanca Galindo, del PRD, o Héctor Astudillo Flores, del PRI— nada podría hacer sin el apoyo de la federación. El ochenta por ciento del presupuesto ya estaba etiquetado para el gasto corriente: nómina y servicios.
    Sin embargo, para alcanzar los objetivos de mando, un gobernador estaba obligado a realizar alianzas políticas y ceder territorios estratégicos dentro de las instituciones burocráticas. En ese tipo de negociaciones difícilmente podrían modificar la ley de egresos e ingresos y afectar la movilidad interna de un ejército de burócratas del poder Ejecutivo, el Congreso local, la Universidad Autónoma de Guerrero o el Supremo Tribunal Superior del Estado.
    Los grupos de poder, principalmente aquellos que sobrevivían del erario público y la explotación de los recursos naturales, defendían a ultranza sus intereses económicos, influencia de decisión en el aparato judicial y la sobrevivencia, dentro de la administración pública estatal, de sus amigos, familiares y recomendados.
    Ningún gobernante, por muy democrático que se presentara, decidiría algo a sus espaldas. De ello estaban seguros. Rubén Figueroa Alcocer, lo más representativo del caciquismo local, apenas era la punta de la hebra del poder omnímodo de esa casta divina, oligarca, que tenía en sus manos el manejo de todos los sectores de la economía guerrerense: comercio, agricultura, ganadería, industria, transporte público, servicio turístico, inmobiliarias y administraciones públicas municipales y del estado.
    Por lo mismo, los capos de la droga simplemente se insertaban a esa espiral de desarrollo económico y aprovechaban su capacidad de compra o la debilidad del sistema político para treparse al carro de la revolución institucionalizada y allegarse de más dinero y poder. Eran corrompibles los policías preventivos, agentes ministeriales, legisladores, jueces y hasta funcionarios rascuaches  de los tres niveles de gobierno. Las narcotiendas se convertían en pequeños abrevaderos de esa casta mal pagada por el gobierno. Un policía municipal de Acapulco apenas percibía cuatro mil pesos mensuales.
    El domingo 6 de febrero del 2005 habría elecciones locales para renovar al poder Ejecutivo. Existía la presunción de que los capos intentarían hacerle el trabajo sucio al candidato de sus predilecciones. Limpiarían la plaza plagada de adversarios —periodistas, empresarios o policías—, e inyectarían terror entre la ciudadanía para evitar que en masa hicieran su aparición en las urnas durante la fecha programada. Verdad o mentira, un diario local publicó un proyecto anónimo, denominado Faro 2005, donde se pretendía minar el terreno donde se desplazarían los protagonistas del cercano proceso electoral. Bombazos y ejecuciones aleatorias se pondrían en marcha.
    Hacer periodismo crítico en esas circunstancias era casi suicida y peligroso. El editor de la revista Mundo Político, Leodegario Aguilera Lucas, había pagado las consecuencias por su osadía. El 22 de mayo del 2004 fue secuestrado en su propio negocio, el hotel Fiesta del Mar, y casi cuatro meses después, el 8 de septiembre —ante la presión de familiares, amigos y colegas— apareció sin vida, en Pie de la Cuesta, convertido en un montón de cenizas y huesos chamuscados. En Mundo Político logró evidenciar presuntas corruptelas del gobernador en turno, René Juárez Cisneros, y para su hermana Ernestina, también periodista de la localidad, esas denuncias estaban relacionadas con su desaparición y asesinato.
    El jueves 8 de septiembre, el procurador General de Justicia del Estado, Jesús Ramírez Guerrero presentó a tres de los presuntos autores materiales del crimen: Alfonso Noel Vargas, Juan Carlos Salinas Moreno y Alberto Cárdenas. En la misma conferencia de prensa, los detenidos negaron su participación y denunciaron que aceptaron todo bajo tortura. La misma familia de Leodegario aseguró que se trataba de “chivos expiatorios”.
    Un acontecimiento similar había ocurrido durante el gobierno de Figueroa Alcocer. El periodista Jesús Abel Bueno León, editor del semanario 7 Días, transcribió las palabras lapidarias de la viuda del abogado defensor de una ex amante del entonces Secretario General de Gobierno, Rubén Robles Catalán. Norberto Flores Baños era el litigante de un simple asunto de paternidad y en mayo de 1995 fue ejecutado en su propio despacho, ubicado en el centro de la ciudad de Chilpancingo, capital del estado de Guerrero. Su esposa, María Luisa Méndez Ríos hizo la denuncia en el semanario 7 Días y el periodista, el 22 de mayo de 1996, apareció asesinado cerca de su vehículo, aún humeante, en el paraje La Presa, por la carretera federal Chilpancingo-Tuxtla.
    Robles Catalán, el miércoles 6 de julio del 2005, fue ejecutado por un comando de diez sicarios y únicamente tres de ellos accionaron sus armas. Nueve balas de nueve milímetros le cortaron la vida y otras veinte hicieron lo mismo con su chofer y guardaespalda, Salvador Hernández García, quien lo aguardaba en el interior de la camioneta Murano, de chasis negro y vidrios polarizados. Ambos crímenes se suscitaron a las 8:40 de la mañana cerca del hotel El Mirador, con vista al mar, y donde todos los lunes, miércoles y viernes acostumbraba desayunar. En esa ocasión llevaba a su nieto de ocho años de edad, quien sobrevivió a la violencia.
    Eduardo Cabrera, reportero y editor de la sección Acapulco, de El Sol de Chilpancingo, ya no tuvo la oportunidad de reportear ese acontecimiento. Desde el viernes 3 de diciembre del 2004 había abandonado México, de donde era originario, e internado a territorio canadiense. Sobre su cabeza pendía una denuncia penal por el presunto delito de difamación y daño moral y el autor de esa denuncia era el diputado local perredista, Mariano Dimayuga Terrazas.
    El 11 de marzo, el reportero publicó una nota donde el regidor acapulqueño, José Luis Morales Torres, militante del mismo partido político de Dimayuga, lo relacionaba con el narcotráfico y hasta daba el nombre de su posible protector: Joaquín El Chapo Guzmán Loera, ex interno de un penal de alta seguridad del estado de Jalisco. En enero del 2001 logró escapar de esa prisión, bautizada como La Palma, y retomó el control de sus negocios.
    La policía local y federal sabía que El Chapo tenía propiedades en Acapulco. En repetidas ocasiones organizaba reuniones sociales en su casona del fraccionamiento Las Brisas. Eduardo primero enfrentó el robo temporal de su auto sedán y más tarde la internación a su departamento de una pordiosera, adicta al thinner, que fue liberada de inmediato por la policía municipal. Dos meses después, un agente judicial del estado le advirtió: “Hay consigna de detenerte luego que pasen las elecciones del 6 de febrero para darte una calentadita. Mejor pélate. No quieren hacer olas antes de esa fecha para no dañar la imagen del Zeferino”.
    El diputado Dimayuga, el 9 de abril del 2003 había presentado una iniciativa de ley en el Congreso del estado para reprimir las manifestaciones públicas y contó con el apoyo de una mayoría priísta y el rechazo absoluto de sus compañeros de partido. Por lo mismo, a partir del 2004, cualquiera que se manifestara en la vía pública y obstruyera el tránsito vehicular sería considerado un delincuente y estaría sujeto a un proceso judicial desde la cárcel. De ese tamaño era su visión política y su vocación de servicio.
    Eduardo, en los casi 30 años de carrera periodística, había experimentado los sinsabores de la represión y cualquier cruzada que iniciara para proteger su vida o el derecho a la libre expresión en nada conmovería a sus verdugos. Tenía demasiados enemigos como para creer que uno de ellos pisaría la cárcel o se responsabilizaría del crimen.
    Durante el tiempo que trabajó frente a El Sol de Chilpancingo, sección Acapulco, enjuició y evidenció los excesos de mando del alcalde en turno, Alberto López Rosas, militante perredista, y de Héctor Vicario Castrejón, dirigente estatal del PRI y dedo meñique de Figueroa Alcocer. También puso al descubierto corruptelas de jefes policiacos, ediles y funcionarios públicos.
    Su columna Tinta Acapulqueña era el aparador del desaseo gubernamental y la caja de resonancia de la ciudadanía humillada e indignada. En años anteriores, el periodista palpó de cerca los excesos de mando de jefes policiacos, gobernantes y dirigentes de organizaciones políticas. El 14 de octubre de 1981 fue secuestrado por policías judiciales y encarcelado en una prisión de Acapulco. Varios reos le fracturaron dos costillas y le quebraron cuatro dientes. Sobrevivió ante la presión ejercida por el director del semanario Proceso, Julio Scherer García. Laboraba en esa revista como corresponsal. En esas fechas, Rubén Figueroa Figueroa, padre de Figueroa Alcocer, gobernaba el estado de Guerrero. Organizaciones defensoras de los derechos humanos responsabilizaban a Figueroa padre del asesinato de 500 lugareños, involucrados en la guerrilla.
    Tres días antes de su secuestro, Eduardo publicó un reportaje donde se revelaba la tortura y asesinato de presos de conciencia por agentes judiciales. Los cadáveres eran arrojados en pozos artesianos de un fraccionamiento acapulqueño, el Copacabana.
    En el estado de Morelos también enfrentó demandas penales por ejercer su oficio y el acuchillamiento de uno de sus colaboradores en el diario que dirigía en Cuautla: Campo de Batalla. Al investigar y escribir uno de sus libros donde abordaba el asesinato del primer desaparecido político del régimen del presidente Carlos Salinas de Gortari —1988-1994—, del dirigente marxista, José Ramón García Gómez, ocurrido el 16 de diciembre de 1988,  dos supuestos agentes judiciales secuestraron durante cuatro horas a la madre de sus hijos para hacerlo desistir en su propósito periodístico. No lo lograron. En ese hecho, el asesor del procurador General de Justicia del Estado involucró a un alto funcionario de la Secretaría de Gobernación, futuro gobernador de Morelos y supuesto protector oficial de importantes capos del narcotráfico. Un  diario estadounidense, The New York Times, hizo ese tipo de revelaciones. Jamás se llegó al fondo del asunto y el ex gobernante siguió libre e intocable.
    Eduardo había trabajado en los estados de Chihuahua y Sonora y prácticamente estaban acotados todos sus espacios de expresión y convivencia. En Nogales, ciudad fronteriza de Sonora, fue objeto de hostigamientos y amenazas de su jefe inmediato y en Chihuahua, el propietario de la empresa periodística más influyente del estado, lo despidió por elaborar un libro sobre el atentado al gobernador, Patricio Martínez García, y dejar entrever que en ese hecho, ocurrido el miércoles 17 de enero del 2001, intervino el crimen organizado. La periodista y escritora mexicana, Isabel Arvide publicó que el dueño de cuatro periódicos chihuahuenses tenía nexos con el narcotráfico y tuvo que enfrentar una demanda penal, cárcel y más tarde, como una demostración de poder político y económico, el perdón del denunciante. Todo el aparato judicial de Chihuahua estuvo al servicio de quien se deslindaba de cualquier relación con los traficantes de drogas. El asunto era que otro periódico de la localidad, El Norte de Ciudad Juárez, reveló que el editor de esos cuatro importantes rotativos, en muy corto tiempo había pagado sus millonarios adeudos bancarios y sus negocios florecían dentro y fuera del estado sin obstáculo legal o fiscal alguno. El magnate radicaba en El Paso, Texas, y tenía en su nómina a más de dos mil trabajadores.
    En Acapulco, por boca de un reportero local, Eduardo Contreras se enteró que en Toronto radicaba un guatemalteco, casado con una mexicana, dedicado a ayudar a los inmigrantes en desgracia. “Sólo es cosa de llegar al edificio del Ministerio de Inmigración y Ciudadanía y a un costado, en la planta baja, divisarás una traila, y en ella trabajan Carlos Morales López. Búscalo y pídele ayuda, no lo dudes. No te cobrará nada, tengo entendido que tiene una organización y le trabaja a un abogado”.
    El periodista arribó a Toronto durante la temporada invernal. La nieve se acumulaba en las calles, frente a fachadas de comercios y viviendas y el cielo era plomizo, triste, ajeno a la fosforescencia del trópico y el trajinar sin control de las ruteras, taxis y autobuses urbanos. Esa noche durmió en uno de los hoteles cercanos al aeropuerto, en la habitación 117, y soñó que los hermanos Beltrán Leyva y El Chapo Guzmán habían determinado asear la plaza y entregársela en orden, muy pulcra y ventilada, al sucesor del costeño René Juárez Cisneros. El primero de marzo del 2005 los diputados locales le tomarían la protesta como nuevo gobernador y seguramente ningún alto funcionario del gobierno estatal o el propio mandatario saliente sería procesado por algún tipo de abuso de poder o malos manejos administrativos. Todo quedaba en familia. Eso soñó el periodista en desgracia. Ni el Secretario de la Defensa o el titular de la Procuraduría General de la República, ambos generales de división, vislumbraban, por el momento, que el asunto del narcotráfico estaba fuera de control y la corrupción ya había vulnerado a varios de sus oficiales y comandantes. El asunto apestaba.  

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