viernes, 14 de enero de 2011

Fusilados/IV

Por Everardo Monroy Caracas

    Lío fue detenido en su trabajo a las nueve y media de la mañana y aún con el portafolio de cobranza bajo el brazo. Uno de los seis agentes de la G-2  lo interceptó y exigió una identificación.
    “Héctor Morales”, dijo el muchacho.
    “¿Morales qué?”.
    “Morales López”.
    “Sólo queremos que identifiques a tu hermano Carlos, que tuvo un accidente”, dijo el agente.
    Lío estaba en la planta alta y descendió las escaleras. Chatía, la secretaria, lo miró angustiada. Ya en la calle, el muchacho fue llevado hasta una Van blanca y al intentar asomarse, es empujado hacia adentro por otro de los agentes.
    Durante el trayecto, como revelaría Lío en uno de sus encuentros con personal de Amnistía Internacional, lo responsabilizaron de haber participado en el secuestro y violación de la señora Silvia Ximena de la Peña Fratta de López, esposa de un abogado.
    El operativo, le dijeron, lo realizó al lado de los hermanos Walter Vinicio y Sergio Roberto Marroquín González. Por su supuesta víctima iban a obtener un botín de 75 mil quetzales.
    En el informe policiaco, anotaron que el 15 de julio, a las 14:00 horas, los secuestradores subieron a la mujer a un vehículo y la drogaron. El levantamiento se realizó entre la calle 20 y la avenida Reforma y de ahí la trasladaron a un lugar cercano al hotel El Trébol, localizado en la zona ocho. La señora argumentó haber sido violada y obligada a pagar, a través de su esposo —el abogado Alejandro Enrique de la Peña—, setenta y cinco mil quetzales.
    Después de negociar el precio, aceptaron liberarla por diez mil quetzales y la abandonaron en un restaurante McDonald de la zona nueve.
    Una semana después, a través de una llamada telefónica, Walter Vinicio, quien se hacía llamar “El comandante Fernando” exigió otros cincuenta mil quetzales y de no pagarlos, iban a asesinar a los dos hermanos de la mujer.
    En el momento que entregaban el dinero, los tres muchachos fueron detenidos, de acuerdo al informe enviado por el Ministro de Relaciones Exteriores de Guatemala, Eduardo Castillo Arreola a la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos.
    Lo cierto era que el 9 de septiembre de 1982, Lío se presentó a laborar a la hora convenida: nueve de la mañana y nunca se imaginó que treinta minutos después estaría detenido y sin posibilidad de volver a convivir con los suyos. Tampoco esa tarde pasaría lista de presente en el Instituto Rafael Aqueche, donde estudiaba administración de empresas.
    En el rostro aún evidenciaba los moretones de su última pelea, perpetrada dos semanas atrás en la discoteca Plaza 626, de la zona cuatro. Por un asunto intrascendente, acicalado por los infiernos del alcohol y la música disco, seis agentes judiciales enfrentaron su ira y lo apalearon.
    En la misma semana, durante un partido de fútbol dominical, Lío intercambió golpes con un guardia de hacienda y logró doblegarlo.
    Sus familiares y amigos lo consideraban un peleador callejero, de carácter incontrolable, y muy ducho en el arte del pugilismo. Desde pequeño había dado muestras de poseer valentía y una fuerza descomunal. El no temerle a nada le daba cierta ascendencia ante los demás.
    “Cuando tenía cinco años de edad se salió de la vecindad y solo caminó varios kilómetros para visitar a nuestro abuelo paterno”, recordó su hermano Carlos.
    En la escuela, en cualquier reyerta, era el primero en aparecer. Su cuerpo llevaba la marca de la intolerancia y el sello de los gladiadores irresponsables. Por lo mismo, ese 9 de septiembre supusieron que lo habían detenido por el asunto de la discoteca o del guardia fiscal.
    Sus padres –doña Hercila y don Carlos-- y sus hermanos Angélica y Amilcar radicaban en Nueva York; Gloria en Chicago y  Carlos, Lío y Miriam, ya casada, en Guatemala. Carlos trabajaba en unos laboratorios de la empresa Kodak, enclavados en la zona ocho, y ahí recibió una llamada telefónica de la agencia de bienes y raíces donde le informaron sobre el arresto de su hermano.
    Don Carlos llevaba una semana en Guatemala y al enterarse de lo ocurrido, buscó a Miriam y Carlos, quien con ayuda de su amigo Fernandeli iniciaron la búsqueda de su hermano. Recorrieron varias estaciones de la policía judicial y la respuesta era la misma:
    “Aquí no se encuentra”.
    Desesperado, Carlos se comunicó telefónicamente con su medio hermano Oscar, motorista de la Policía Nacional, y le dijo que Lío se encontraba en manos de los militares. Desconocía la causa de su detención. Oscar le pidió que lo buscara en Centro del Segundo Cuerpo de Policía, en la zona uno, en pleno centro de Guatemala, por la cuarta calle y sexta avenida.
    “Dudo mucho que en estos momentos se lo hayan llevado a la antigua escuela politécnica, a los subterráneos, seguramente ahí lo tienen”, dijo.
    Sin embargo, existía la posibilidad de que lo hubiesen trasladado al cuartel general de la zona militar número uno, denominado Matamoros o Justo Rufino Barrios. “Seguramente está sujeto a un proceso castrense, bajo las normas de algún Tribunal del Fuero Especial, eso creo”, supuso Oscar.
    Carlos guardó silencio. Por el momento nada significaba en su vida la presencia de ese órgano judicial, construido in facto por los militares golpistas. En compañía de Fernandeli llegó al Centro del Segundo Cuerpo de Policía y en el acceso principal un agente de uniforme, armado, les marcó el alto.
    Carlos le dijo:
    “Míre, hoy en la mañana detuvieron a mi hermano y sólo quisiera saber sí aquí se encuentra”.
    “No lo creo”, respondió el policía.
    “Déjeme checar. Le doy cien quetzales por permitírmelo”, al decirlo ya tenía el billete en la mano.
    El policía lo recibió y se apartó de la puerta.
    “Baja al sótano, puede que ahí se encuentre”, sugirió asequible.
    Carlos descendió los escalones y llegó hasta al subterráneo donde medio respiraban los detenidos, cuatro o cinco, tirados en el piso. Aquel lugar lúgubre apestaba a humedad y orines. Tras un enrejado alcanzó a divisar a Lío. A un costado estaba un escritorio y de pie dialogaban cuatro policías.
    “Hermano”, susurró Carlos.
    Lío ubicó la voz y sus ojos se le humedecieron. Sangraba de la boca y nariz. Estaba irreconocible. Un culatazo en la cara impidió que Carlos prosiguiera su marcha.
    “¡Qué haces aquí, hijo de la gran puta!”, exclamó un militar. Carlos cayó de bruces.
    “Vine a buscar una persona porque me dieron permiso allá arriba”, balbuceó, con el labio partido y sangrante.
    “Nadie debe bajar aquí, patojo pisado”, ordenó el militar con los ojos enrojecidos.
    Carlos logró levantarse y recular. Aún así pudo centrar su mirada azarosa, cargada de impotencia, en la de Lío, quien se encontraba esposado y con las manos a la espalda.
    Durante el transcurrir de los años, Carlos nunca olvidaría esa imagen tan desvalida, atormentada y sangrante.
    De los otros seres que aparecían al lado de su hermano jamás lograría recuperar su rostro. Ni de los hermanos Marroquín, ni de Subuyuj Cuc o Razón Tepet y Marco Antonio González. Los últimos tres fueron acusados de “terroristas”, de pertenecer al Ejército Guerrillero de los Pobres.
    Para Carlos simplemente eran sombras incoloras, surreales, ajenas a esta vida: como los miles de guatemaltecos asesinados por el tirano, reclaman justicia divina y una sepultura tradicional, con nombre y apellido, y la bendición de sus familias. Sangre inocente chorreaba entre el enrejado y las pisadas de lince de Lío habían dejado de repetirse. Carlos ya no volvería a reñir con él, ni intentaría escapar a sus travesuras de patojo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario