domingo, 23 de enero de 2011

Canadá.: El mercadeo de las tentaciones

*En un centro nocturno, a 40 dólares un striptease privado
*Nueve de 65 bailarinas son latinas
*La historia de Patricia

Por Everardo Monroy Caracas

    La ropa difícilmente esconde las redondeses del cuerpo de Patricia. Tiene una forma muy peculiar de caminar que obliga a los hombres a mirarla. No es alta y trabaja de bailarina en un centro nocturno de Toronto. Es una más de las 65 strippers que bailan y deambulan en aquel lugar plagado de espejos y luces fosforescentes.
    “Usted tiene que conocer este lugar”, me dice Patricia y anota una dirección. “Ahí laboramos bailarinas de todo el mundo y la mayoría tenemos hijos sin padre y un fin común: sobrevivir”.
    Ella y una hermana se encuentran en la sala de espera del edificio del Ministerio de Inmigración y Ciudadanía. Intentan traer a su madre de San José, Costa Rica, de donde provienen.
    Hace cinco años Patricia llegó de ese país centroamericano como esponsorada. El enlace lo hizo vía Internet. Una fotografía en traje de baño, tomada en Punta Arenas, fue su puerta de entrada a Canadá. Un trailero de productos marítimos invirtió sus pocos ahorros para trasladarla a Toronto. No menos de 50 mil dólares americanos les costó aquella odisea sentimental. Un año después, en el 2001, Patricia lo abandonó y ella entró a laborar a un centro nocturno de la Yonge y Bloor.
    “Fredy es una buena persona y protegió a mi hijo, producto de mi primer matrimonio”, comenta Patricia. “Sólo que se volvió muy celoso y empezó a enfermarse de los nervios y lo nuestro se volvió insoportable. Tuve que separarme o de lo contrario hace una tontería”.
    En el acceso principal del centro nocturno hay un afrocanadiense, calvo y musculoso, de uniforme blanco con chaleco rojo. Es indiferente a la mochila que porto. Ingreso al lugar sin ser esculcado. Mi primer encuentro visual es la mujer desnuda que se retuerce en el escenario, al compás de una melodía húngara. Ella se refleja en un enorme espejo y se multiplica.
    Patricia, de acuerdo a su invitación, es posible que haga su striptease entre las cinco o seis de la tarde. Antes de dedicarse a ese negocio intentó trabajar de mesera o bartender. El acoso sexual fue constante y la paga escasa. Uno de los clientes, jefe de seguridad de un centro nocturno, le sugirió que tomara clases de baile exótico y entrara al mercado de las strippers. Ahí estaba su futuro.
    “No fue una decisión fácil”, dice Patricia, “porque de este negocio se hablan barbaridades. Por ejemplo, que una stripper normalmente es drogadicta y prostituta y que debe ser regenteada por algún chulo o vividor”.
    Cada bailarina tiene una presentación de diez minutos, espaciados en tres melodías. Suficiente tiempo para hacer malabarismos en un tubo cromado adherido al techo y piso. Mientras ella intenta deleitar a la concurrencia con la elasticidad y belleza de su cuerpo, sus otras compañeras buscan la manera de allegarse de más dinero. No hay paga en el centro nocturno, sino propinas. El único cobro legal permitido es al bailar en uno de los privados de la planta alta. El cliente puede mirarla a sus anchas y sentir la dureza de su cuerpo al sentársele sobre sus piernas y pecho.
    “Forteen dollar”, piden la stripper que deambulan semidesnudas entre las mesas. Algunas aseguran que el cliente puede tocarles los senos durante los tres minutos que dura la melodía. No es una regla obligada, aclaran. 
    También aceptan ser acompañantes de turno en alguna mesa, a cambio de invitarlas a beber champaña de 500 a 800 dólares la botella. Hay quienes lo hacen, con la esperanza de seducir a alguna de esas mujeres de cuerpo mórbido, inquietante. En el escenario nada dejan a la imaginación.
    Patricia no aparece y ya son cerca de las ocho de la noche. El costo de la cerveza varía después de las seis de la tarde. Hay una treintena de clientes, la mayoría en torno al estrado donde no cesan de desnudarse las bailarinas, de pubis rasurado.
    “La primera vez que tuve que quitarme la ropa ante un público masculino, me moría de la vergüenza. Estaba consciente de que a mis parejas sentimentales les entusiasmaba verme desnuda y tocarme el cuerpo, pero otra cosa era hacer striptease por necesidad”, comenta Patricia.
    Tuvo que traerse a su hermana menor para que le cuidara a su hijo, mientras ella trabajaba de noche en el centro nocturno. Aún así, asistía a una escuela de inglés y al mediodía iba por el niño a la guardería. Sus ingresos dependían de las propinas obtenidas en el escenario y en los bailes privados.
    “Hay clientes que se entusiasman cuando nos tienen en el cubículo de arriba y llegan a ofrecernos hasta mil dólares porque los acompañemos a su cuarto de hotel”, dice Patricia. “Normalmente son turistas. Hay quienes lo hacen, pero se exponen a alguna sanción de la autoridad. La prostitución en Canadá está muy penada, aunque se tolera, mientras no se altere el orden público o se afecte a terceras personas”.
    En este centro nocturno trabajan nueve latinas y la mayoría son madres solteras. Dos de ellas, según Patricia, tienen pareja sentimental, pero por reglas del negocio jamás deben presentarse al club. Tampoco deben recogerlas o llamarlas por teléfono. Las mujeres en el momento que se presentan son obligadas a deshacerse de ropa y teléfonos celulares. Toda su atención queda concentrada en el cliente. Una docena de meseros y personal de seguridad las vigilan permanentemente.
    Una chica de origen ucraniano, rubia auténtica, deslumbra a la concurrencia. Su rutina tiene mucho de originalidad. Es una verdadera malabarista del tubo. Parece una chica de la revista Playboy. Las propinas se reproducen y los hilos de la tanga se llenan de billetes de uno y cinco dólares. Es quien más demanda tiene en los privados y es distinguida por los meseros que constantemente le llevan agua embotellada y le entregan números telefónicos proporcionados por algunos clientes.
    En cinco horas un promedio de 30 mujeres han desfilado en el escenario luminoso. Un animador anónimo es quien las presenta y reclama aplausos en cada espectáculo. Patricia hace su arribo cerca de las diez de la noche. Su manera de caminar, cadenciosa, rítmica, la singulariza. Una de sus compañeras le informa que es posible que en la madrugada tengan una salida: las contrataron para asistir a una fiesta de despedida de soltero. Será en la parte este de la ciudad, por la Lawson y Port Union.
    Patricia hace su striptease con ayuda de música afroantillana. Sorprende lo vertiginoso del ritmo y el esfuerzo físico que invierte en la rutina. Después, ya sudorosa, se tiende en el escenario de madera y permite que los parroquianos recorran sus miradas ávidas cada centímetro de su cuerpo desnudo. Ella entrecierra los ojos y se deja querer. Hay aplausos y propinas que ella recoge agradecida.
    Después de la diez de la noche la concurrencia es mayor y el alcohol anima el ambiente. Risas, gritos y charlas sin orden alguno. Las chicas suben y bajan las escaleras que conducen a la planta alta. Otras, las más selectas, tienen la oportunidad de ser acompañantes de turno y beben champaña.
    “Esta es la rutina de siempre”, dice Patricia. “En una buena noche podemos llevarnos hasta 300 dólares, pero eso no es común. Sin embargo, si uno sabe ahorrar, jamás hay privaciones y no tenemos necesidad de depender de otra persona. En mi caso, prefiero seguir soltera, al lado de mi hijo, que exponerlo a humillaciones, celos y malos tratos de hombres inseguros e irresponsables”.       

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