miércoles, 5 de enero de 2011

Fusilados/II

Por Everardo Monroy Caracas

    Toronto respira por cada poro de concreto y convierte a su gente en hormigas depredadoras. Es una ciudad rectangular, perfectamente bien trazada y con menos de cien crímenes violentos al año. Más de la mitad de los vecinos son inmigrantes y en sus calles se hablan todos los idiomas del mundo. Hay gigolos, hay chichifos, hay prostitutas, hay funcionarios venales, hay racistas, hay ladrones, hay violadores, hay vendedores de drogas, hay viciosos y hay pordioseros. De todo hay. En esa jungla con casas de madera y hormigón, mujeres y hombres tienen que desplazarse día y noche y sobrevivir.
    El gobierno es el concesionario de las tiendas de cerveza y los dueños de bares y cantinas recurren a él para sacar adelante a sus borrachos.
    El transporte público es caro y los taxis están bajo el control absoluto de los indianos. Dentro de la zoología humana, de ser ajustable esa expresión, las razas asumen su parte depredadora de una manera tan singular: los latinos tienen un algo de alacranes o escorpiones y se devoran entre sí; los africanos, como las hienas, atacan a otras razas en pareja o trío; los chinos son una especie de marabunta que únicamente le consume los bolsillos al prójimo y difícilmente se aleja de sus territorios; los italianos y portugueses actúan instintivamente como lobos solitarios, rapaces y vengativos, y los canadienses, principalmente de piel blanca y ojos claros, tienen el comportamiento del hurón: viven de las demás razas y del gobierno y raramente trabajan en labores difíciles y extenuantes, como los latinos, rusos, ucranianos e indianos.
    En las fábricas y casas en construcción hay una movilidad impresionante de latinos e indianos. Ninguno logra ganar más de 10 dólares la hora y dependen del buen ánimo de sus contratistas, propietarios de agencias instaladas en las avenidas Steeles o Jane, al norte de la ciudad. Estas especies se mueven dentro de cuatro categorías: los ciudadanos, los residentes, los refugiados y los carentes de estatus. Únicamente los primeros eligen a sus diputados, integrantes de la Cámara de Comunes, y al Primer Ministro, quien le rinde cuentas al Parlamento. Los reyes de Inglaterra tienen ascendencia moral sobre Canadá y cuentan con un representante, el gobernador general, quien con anuencia del Primer Ministro designa a los 105 miembros del Senado.
    Cada una de las diez provincias o estados tiene un gobernador o Primer Ministro y en cada distrito existe un alcalde o Mayor. Los residentes tienen derechos y obligaciones como los ciudadanos, excepto elegir, por vía del sufragio, a sus gobernantes. En el caso de los refugiados, durante cerca de dos años tienen que aguardar la resolución del Ministerio de Inmigración y Ciudadanía para iniciar su reconocimiento como residentes.
    La resolución final depende del Tribunal de Determinación de Refugiado (Immigration and Refugee Board), quien proporciona un intérprete certificado en la audiencia. Mientras eso ocurre, el aspirante a refugiado tiene la obligación de trabajar, estudiar inglés o francés, y no alterar el orden público so pena de ser deportados. Los sin estatus, estimados en más de 200 mil en Toronto, simplemente tienen que ajustarse a su condición de ilegales: sobrevivir en la clandestinidad, recibir migajas, deambular con miedo ante el riesgo de ser denunciados y estar conscientes de que cualquier indiscreción significa arresto, cárcel y deportación.
    Las leyes migratorias de Canadá no son tan rígidas y le hacen un resquicio a las puertas para que acceda mano de obra barata sin la protección oficial. Requieren de 300 mil personas anuales para sacar adelante su industria, comercio y desarrollo agropecuario y cuentan con un intrincado aparato burocrático que legitima el funcionamiento de su sistema migratorio y fiscal.
    En sus casi diez millones de kilómetros cuadrados se desplazan 35 millones de personas. Sus tres territorios —Yukón, Noroeste y Nunavut— prácticamente están despoblados ante los fríos polares que ahí se incuban durante nueve meses por año.
    Por lo mismo, Canadá tiene un déficit anual de 100 mil pobladores necesarios en el área productiva. En la provincia de Ontario cada mes se hacen presentes un promedio de cinco mil demandantes de refugio político. Aquellos que son aceptados, en dos semanas empiezan a recibir ayuda asistencial, dinero y clases gratuitas de inglés o francés (Welfare). Mientras se decide su estatus de permanencia, el gobierno provincial, a través de una oficina de Ontario Work, le libera al solicitante 501 dólares mensuales: 300 se invierten en la renta de un cuarto (shelter) y 201, en alimentos (food). A cambio de ese dinero, el beneficiado tiene que estudiar inglés o francés y hacer un voluntariado comunitario. Éste se realiza en el interior de cualquier iglesia autorizada o en algún centro de apoyo al inmigrante. Por este esfuerzo, de tres horas a la semana, recibe otros cien dólares que se aplican en la compra de un boleto mensual para el uso del transporte público.
    n este proceso de ingreso o posible aceptación, el solicitante de refugio depende de un personaje construido, por el sistema canadiense, para ese fin: el abogado migratorio. Nada se puede resolver ante el Ministerio de Inmigración y Ciudadanía sin la anuencia del abogado privado. De ahí que el inmigrante se convierta en un rumiante de caza.
    El gobierno cuenta con una oficina denominada Legal AID para brindarle asesoría legal gratuita a los aspirantes a refugiados políticos. Los abogados contratados reciben la paga del gobierno. Son una especie de defensores de oficio, pero con tarifas no menores a los 300 dólares la hora. Los solicitantes de refugio tienen derecho a recibir de tres a 16 horas de ayuda legal y es el tiempo suficiente para armar el expediente, traducir la historia en inglés, y después de 28 días enviarle esa documentación —Formulario de Información Personal (PIF)— al juez responsable de decidir su permanencia o deportación en Canadá.
    Un refugiado político debe estar respaldado por una historia de persecución, tortura o amenaza de muerte. Debe demostrar que en su país no contó con el apoyo debido del gobierno federal y que le fue imposible ocultarse de sus perseguidores en cualquier ciudad importante. Policías, militares, fascistas, maridos golpeadores e integrantes del crimen organizado se  asemejan al Satán de todas las iglesias cristianas o musulmanas, al darle sustento a su razón de existir.
Sin ese personaje con cuernos y patas de gallo y rumiante no existirían los sacerdotes y pastores y en el caso de los otros cinco, serían inexistentes los acuerdos internacionales de apoyo a los refugiados políticos, signados en Ginebra, Suiza el 1 de enero de 1951 ante la Organización de las Naciones Unidas. En el mundo hay más de 150 millones de refugiados y cada gobierno anfitrión tiene el compromiso moral, legal y económico de brindarles protección y definir su estatus de permanencia. En la misma Convención de Ginebra de 1951, se especificó lo que se entendía como refugiado político: “Es una persona que debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera acogerse a la protección de tal país, o que, careciendo de nacionalidad y hallándose, a consecuencia de tales acontecimientos, fuera del país donde antes tuviera su residencia habitual, no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera regresar a él”.
    La historia del hombre, principalmente antes y durante la segunda guerra mundial (1939-1945), está plagada de genocidios, persecuciones políticas y movilizaciones masivas de personas que anhelan salvar la vida y la de sus familias. Los nazis provocaron la huida de siete millones de judios.
    Algo similar ocurrió al invadir China al Tibet o el ingreso de los israelitas en territorio palestino. Otro tanto sucedió en África, indochina (sobre todo por la guerra de Vietnam), la desintegración de Yugoslavia, la caída del Muro de Berlín, la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la invasión de marines e ingleses en el medio oriente (Afganistán e Irak) y las guerras civiles en la India, Irán, Egipto, Pakistán y en algunos países del Caribe, centro y Sudamérica. Todo ello provocó pérdida de mano de obra productiva y la demanda de protección asistencial y laboral en algunas naciones industrializadas. Los africanos optaron por refugiarse en Europa y los europeos en Canadá y Estados Unidos. Los mismo ocurrió con los rusos, ucranianos, checoslovacos, palestinos, hindúes, pakistaníes, kurdos, shiitas, iraníes, afganos, iraquies, etcétera.
    En ese éxodo, tan rico en culturas y lenguas, Canadá fue construyendo su identidad migratoria, policultural, sus lugareños habituales, indios y sajones, tuvieron que adecuarse a esa nueva realidad de convivencia y consumo. El migrante se apropió de las principales ciudades del país e hizo sus pequeños guetos. Los chinos construyeron el ferrocarril y se asentaron en  Vancouver. De ahí empezaron a expandirse por todo el territorio. Los inmigrantes abrieron sus comercios y adquirieron sus casas en Prince George, Edmonton, Calgary, Whitehorse, Yellowknife, Regina, Winnipeg, Igaluit, Toronto, Leamington, Ottawa, Montreal, Québec, Halifax, Moncton, Saint John, Charlottetown, entre otras.
    De los 35 millones de habitantes existentes en el 2005, cinco millones se asentaron en Toronto y tomaron por asalto algún punto de la ciudad. En ese lugar construyeron su propio mercado, perpetuaron su lenguaje escrito y oral y protegieron a los suyos. Aprendieron a convivir con las gaviotas, las palomas, las ardillas negras y los mapaches nocturnos. Los lagos se convirtieron en simples abrevaderos y alimentadores de lluvias y las tres toneladas diarias de basura, en ejemplo vivo del tipo de comida que las familias deben consumir para no dejar de ser productivas y pensantes. Carlos Morales López y Eduardo Contreras, en diferentes etapas, llegaron a Toronto y descubrieron esa diversidad de gustos, rostros y voces. Lo mismo le ocurrió a Estela, Carina, Teresa, Elizabeth, Venancio, Roberto, Fernando, Javier, Altagracia, Marcos, Dante, William, Bayron, Virgilio, Heidi, Jaime, Nancy, Jean, Regla, Tomás, René y los cientos de mexicanos, centro y sudamericanos que con el transcurrir de los años tratarían a Carlos. Este hombre, desde 1983 había logrado reconstruirse y dominar el inglés sajón. La sombra de Miculach-Rios Montt jamás se le separaría. Era un clavo ardiente en los costados. Aún le laceraba el recuerdo de su hermano “Lío” y la falta de familia. Sus padres y hermanos decidieron radicar en Nueva York y Carlos, en un afán de aventura, bajo la protección de Nancy Pockoc, fundadora de la iglesia subterránea (Undergraund church), decidió trepar la escala geográfica del mundo y arañarle los pies al Polo Norte. En ese afán de conquista, tuvo que pagar su derecho de piso —humillaciones y abusos laborales por parte de los mismos latinos— y crear una red de colaboradores que con el tiempo se separarían y beneficiarían con los nuevos inmigrantes, solicitantes de refugio político. El gobierno canadiense, sin proponérselo, había abierto la caja de Pandora y cada recién llegado a la tierra del maple tenía que contactar con alguno de ellos y experimentar en carne propia los efectos de su ignorancia y necesidad material. Sin embargo, esto no era privativo de los latinos, sino de todas las etnias que por diversas razones abandonaban su país de origen e intentaban mejorar sus condiciones de vida y darle seguridad a los suyos.
    La verdadera aventura estaba por iniciarse. La soledad del mundo, en esos momentos, podría encerrase en una sola alma.  

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