jueves, 6 de enero de 2011

BERENIA

Por Everardo Monroy Caracas

A Simón Hipólito Castro

    El aeropuerto estaba saturado de rótulos en inglés y francés, a imagen y semejanza de ese nuevo mundo. Berenia seguía a la espera de Camilo para intentar abandonar el lugar en el horario acordado. “Edgar nos dijo que a las seis o Ana se va sin nosotros”, pensó. Aún así, su rostro moreno de rasgos delicados, nunca evidenció intranquilidad. Significaba un avance alentador el haber cruzado sin problemas la frontera estadounidense. Toronto representaba un nuevo alivio para sus vidas.
La pesadilla, supuso, estaba a punto de ser enterrada. Imaginó que los adversarios de Camilo --el comandante Robles y El Cachacas--, difícilmente lograrían rastrearlos en aquella inmensa ciudad canadiense. Nuevamente hojeó el periódico texano y masticó el chicle con mayor prontitud. En la portada del rotativo sobresalían las notas relacionadas al funeral de Juan Pablo II y el desafuero del Jefe de Gobierno de la capital mexicana.
Berenia y Camilo ya estaban en territorio canadiense. Hombres adustos y uniformados los observaron con aparente indiferencia. Tras recoger su equipaje en las bandas movibles de la Sala Dos tendrían que llegar al área de ventanillas para ser interrogados por personal de migración.
Edgar les había advertido por teléfono:
    “Existe la posibilidad de que los obliguen a enseñar el dinero que portan. Es una simple formalidad, porque dos de ellos son compañeros de lucha y los dejarán pasar. No se preocupen, además yo estaré cerca para auxiliarlos”.
    Berenia escuchó claramente los acordes de la Novena Sinfonía de Beethoven y tuvo un presentimiento. La gente empezó a moverse con mayor lentitud, demasiada lentitud. Ella estaba paralizada, observando hacia la puerta B, de donde brotaban hombres y mujeres de caras largas, inconmovibles, con belices y mochilas.
    Las piernas largas, fuertes y bien trazadas de Berenia, se animaron a dar los primeros pasos. Las mismas piernas que horas antes, en la habitación 114 de un hotel, Camilo no se cansó de admirarlas, besarlas y acariciarlas con sus dedos calludos, de granjero obligado. ¿Bach? ¿Su Cantata 140? Dimensión distante, profunda. ¿Por qué la adrenalina desencadenaba su apetito sexual?
    “No hay cosa más importante que coger”, ella se lo repetía con sus respiros de asmática.
    Camilo intentaba entender aquellas palabras mediatas y redondearlas dentro de sus conceptos de lucha política e ideológica. Y se los externaba.
Ella era un todo, una reafirmación emocional, ajena a sus otras motivaciones, las que lo enfrentaban día a día a fuerzas oscuras y letales. Su experiencia en el campo político lo tenía desvastado. Sus compañeros de lucha habían muerto. Ninguno logró llegar a la cárcel. Estaba solo, o casi solo.
    Berenia simplemente representaba su otro yo, el menos idealista, el más práctico, su escape mediato y trascendente porque le permitía, como en esos instantes, activar un algo vivo sin nombre y materia; repetir esquemas de una sensación inerrable u obscena, dentro de lo que él entendía como algo obsceno en su propia sexualidad.
Nada que ver con el enjuiciamiento y la ejecución de Mister Wilson, el propietario de la cadena de cafeterías Wilson Time, en Guerrero y Morelos. Dos meses tuvo bajo su responsabilidad la vigilancia del empresario e intercambiaron puntos de vista. Camilo le leyó algunos textos bíblicos, ante su petición de condenado a muerte: el Comando Mao Tse Tung decidió ejecutarlo al no apegarse el gobierno y sus familiares al reclamo de liberar a dos presos políticos en Chiapas y consignar al procurador General de la República por estar involucrado en el asesinato de treinta guerrilleros durante la Guerra Sucia de los setenta.
    En respuesta, la represión se recrudeció y seis de los quince comisionados en ese operativo tuvieron que suicidarse al ser ubicados por las fuerzas contrainsurgentes del gobierno federal. Otros ocho terminaron en manos de El Cachacas.
Nunca imaginaron que Mister Wilson les haría más daño muerto que vivo. Uno de sus tres hijos, Philipe, el mayor, era abogado y trabajaba para uno de los cárteles de la droga mexicana. Por lo mismo, su gente contactó con el comandante Nereo Robles y la eliminación de los involucrados en el asesinato de su padre se convirtió en una prioridad.
    “Quiero el corazón de esos hijos de puta en mis manos. ¿Entiendes Robles? El corazón de cada uno… Me vale madres que así los encuentre la policía. Quiero su corazón de esos desalmados. Por lo pronto, ofrece un millón de pesos por la cabeza de cada desgraciado”.
    Robles rastreó a El Cachacas, ex guerrillero y sicario de uno de los seis capos más importantes del narcotráfico colombiano. Su corpulencia y saña lo habían convertido en una  leyenda. Usaba sus propias manos para deshacerse de sus víctimas. Las estrangulaba y como firma personal, les arrancaba la cabeza.
    Robles utilizó toda la tecnología e información proporcionada por los cuerpos de seguridad del gobierno mexicano para allegarse de los nombres y direcciones de los guerrilleros responsables de secuestrar, en Cuernavaca, al empresario estadounidense.
    El Cachacas conocía a la mayoría de ex guerrilleros y sus motivaciones para apoyar o no a quienes pretendieran heredar sus principios y apego a las armas.
    El pasado de Camilo contribuyó a evitar ser capturado o asesinado. Había crecido en albergues y parques públicos. No tenía familia o un documento oficial que diera fe de su origen. Su nombre era una simple referencia obtenida por el propio Camilo. Era un auténtico autodidacta y sus conocimientos académicos, legados de un ex preso político homosexual que conoció en Oaxaca: Gilberto Sierra trabajaba de maestro de primaria y lo protegió al solicitarle algo de comer. Le dijo que escapó de un internado de Puebla, administrado por monjas.
    Gilberto lo acogió como un hijo y le enseñó todas las maravillas de la gramática, literatura, matemáticas e historia universal.
    “Usted no necesita un papel para demostrar que es inteligente, culto e informado. No necesita ir a la escuela y ser un prisionero más de la burguesía. Viva en plena libertad y construya su mundo con estas herramientas que yo le entrego”.
Esas fueron sus palabras y Camilo las asimiló y puso en práctica. Sin embargo, Gilberto también tuvo el cuidado de meterle en la cabeza las enseñanzas de Marx, Mao y Lenin. De paso, le dio un directorio de amigos y conocidos, otrora guerrilleros y presos de conciencia en Lecumberri.
    De Lenin, en su “Carta a un camarada sobre tareas de nuestra organización”, recordó:
"Todo el arte de la organización conspirativa debe consistir en saber utilizar a todos y todo, en dar 'trabajo a todos', y al mismo tiempo mantener la dirección de todo el movimiento, no por la fuerza del poder, se entiende, sino por la de la autoridad, de la energía, por la mayor experiencia, variedad de conocimiento y talento".
    Y de Mao aprendió de su ensayo “Problemas de la Guerra y la Estrategia":
“La tarea central y la forma más alta de toda revolución es la toma del Poder por medio de la lucha armada, es decir, la solución del problema por medio de la guerra. Este revolucionario principio marxista-leninista tiene validez universal tanto en China como en los demás países."
    De Federico Engels, el protector y amigo inseparable de Marx, se enteró:
“La insurrección es un arte, lo mismo que la guerra o cualquier otro arte. Está sometida a ciertas reglas que, si no se observan, dan al traste con el partido que las desdeña [...] La primera es que jamás se debe jugar a la insurrección a menos se esté completamente preparada para afrontar las consecuencias del juego [...] La segunda es que, una vez comenzada la insurrección, hay que obrar con la mayor decisión y pasar a la ofensiva. La defensiva es la muerte de todo alzamiento armado [...] Hay que atacar por sorpresa al enemigo mientras sus fuerzas aún están dispersas y preparar nuevos éxitos, aunque pequeños, pero diarios, mantener en alto la moral que el primer éxito proporcione; atraer a los elementos vacilantes que siempre se ponen del lado que ofrece más seguridad, obligar al enemigo a retroceder antes de que pueda reunir fuerzas”.
    Ahora su mundo era distinto.
    Camilo estaba sustraído, a sus 36 años, en la confusión y el desánimo. De no ser por Berenia, difícilmente hubiese logrado abandonar México con esa nueva personalidad, la de empresario de mariscos, y escapar de sus verdugos. Robles y El Cachacas ya sabían de su existencia, pero no contaban con material gráfico confiable o una historia documentada que les permitiera ubicar los antecedentes políticos o delictivos de Camilo.
    Sin embargo, la recompensa del millón de pesos, ofrecida por Philipe, modificó los acontecimientos. Una amiga entrañable de Berenia, empleada de la Procuraduría General de Justicia de Guerrero, intentó obtener el dinero y reveló lo que sabía. Entonces Robles y el sicario, ya con datos más precisos de Berenia, iniciaron la cacería.
    En menos de una hora lograron allegarse de todo el historial de la mujer que terminó en dos hojas carta a renglón cerrado. Tenía 25 años de edad, soltera, hija de dos abogados de Chilpancingo y egresada de la Universidad Autónoma de Guerrero. No se había titulado en la escuela de Derecho y militaba en el PRD.
    Según la amiga, Berenia conoció al guerrillero en una discoteca de Acapulco.
    “Es un hombre bien parecido, barbado y de ojos verdes. Mide como uno setenta y cinco, es fuerte y de voz muy ronca, como de tenor y seguramente no pasa de los treinta años. Baila muy bien y toca la guitarra. Nunca habló de política y sí de música clásica. Es un fan de Mozart, Bach y Beethoven, porque nos habló mucho de ellos”.
    Ni las huellas dactilares que obtuvieron del departamento de Berenia, les permitieron identificar a Camilo, porque tampoco se había dado de alta en el Registro Nacional de Electores.
    “Este hijo de la chingada se parece al personaje de la película El Chacal, me cae de madres”, comentó el comandante Robles.
    Normalmente sus gruesas patillas transpiraban un pegajoso sudor y su ojo izquierdo amenazaba con ensombrecerse ante la presencia de una vieja carnosidad mal atendida. Nunca se desprendía de un grueso medallón de oro y una argolla en el lóbulo de la oreja izquierda.
    Camilo también tuvo el cuidado de no dejarse retratar por algún trámite burocrático o allegarse de documentos oficiales para estudiar, viajar u obtener cualquier crédito comercial o bancario. Un falso pasaporte mexicano le permitió salir del país en un vuelo directo El Paso-Toronto y sus contactos en Ciudad Juárez se encargaron de introducirlo ilegalmente a Texas, donde ya tenía reservado el boleto en Mexicana de Aviación.
Camilo no previó que en la mayoría de las discotecas de Acapulco había cámaras de video instaladas en las áreas de divertimento y los privados. Gigi, la amiga de Berenia, ayudó a ubicar día y hora de su encuentro con Camilo. El gerente de la discoteca Los Bebe’s entregó todo el material filmado durante la noche, en la fecha indicada.
    La presunta imagen del guerrillero terminó en el escritorio de Robles y la policía supuso que se trataba de un centroamericano o sudamericano. Solicitó ayuda de la INTERPOL y los resultados fueron nulos. Ningún gobierno latinoamericano lo hacía suyo.
    Robles confiaba en que la pareja cometiera algún error al trasladarse de una ciudad a otra, como sucedió. De Ciudad Juárez, Berenia hizo una llamada telefónica. Le pidió a su mamá quinientos dólares americanos porque necesitaba pagar adeudos en el hotel donde se hospedaba y el boleto de regreso a Guerrero.
    “Te anda buscando la policía”, le advirtió su madre. “Es mejor que te entregues. Tu padre y yo vamos a defenderte ante cualquier autoridad judicial porque el hombre que anda contigo es un asesino peligroso, por favor recapacita”.
    Ella preguntó:
    “¿Y quien me persigue?”.
    Su madre, respondió:
    “Un comandante de la PGR, de apellido Robles y otro hombre, según nos confío el procurador. Están fuera de control y teme lo peor contra ti. Por favor, hija, entrégate a alguna autoridad judicial. Allá en Juárez también tenemos amigos, como el presidente de la Barra de Abogados. Búscalo”.
    Berenia cortó abruptamente la comunicación. El dinero le fue enviado pero ella no intentó recuperarlo. Camilo resolvió el entuerto: pertenecía a una intrincada red de guerrilleros y los boletos de avión fueron pagados por vía Internet.
    Robles y El Cachacas, al enterarse a detalle del siguiente paso que realizaría la pareja —los alertó uno de los policías políticos incrustados en el PRD de Chihuahua—, decidieron volar de la Ciudad de México a Toronto y no pedir apoyo a la policía canadiense, porque una acción de esa naturaleza sería contraproducente. Además, tendría que hacerse la detención por medio de los canales diplomáticos y los fugitivos recibirían protección gubernamental. Ante un juez extranjero ambos optarían por autonombrarse perseguidos políticos y los arroparían diversas organizaciones no gubernamentales, defensoras de los derechos humanos.
    Robles contactó telefónicamente con Giovanni, un matón italiano radicado en Toronto. Las fotografías de Camilo y Berenia terminaron en el correo electrónico del sicario.
    “No deben salir vivos del aeropuerto”, fue la consigna.
    En una pantalla enorme, colocada en el área de espera, los futuros viajeros observaban el sepelio de Juan Pablo II. Los gritos de “santo, santo, santo”, atronaban en la plaza principal de la sede del Vaticano. El cadáver terminó en uno de los extremos de la basílica de San Pedro. Doce ujieres, de negro y blanco, cargaron el modesto féretro de madera de ciprés al término de una misa, donde asistieron cardenales y jefes de Estado.
    En el aeropuerto, cerca de la barra de atención al cliente de Mexicana de Aviación, Giovanni y tres de sus pistoleros estaban a la espera, muy cerca de la puerta de salida. Cargaban falsas identidades de agentes de la INTERPOL. Su propósito era detenerlos y ejecutarlos en el exterior, sin ningún testigo de riesgo.
     “Hoy cumplió años mi hija Estela”, recordó El Cachacas. “Viernes ocho de abril y yo en este desmadre. Debería estar con los chamacos. Estela es mi orgullo, me salió muy chingona en la universidad y está estudiando leyes”.
    Robles guardó silencio. No le era grato viajar por aire y menos experimentar el descenso de la nave, como en esos instantes ocurría. Una azafata les pidió que levantaran los respaldos de sus asientos y apretaran los cinturones de seguridad. Nadie objetó.
    En la sección de equipaje, unos metros abajo, Edgar había contactado con Camilo y le pidió que no recogiera sus maletas. Le dijo:
     “Por seguridad tienen que separarse. Ana los aguarda en el estacionamiento 102, en una camioneta VAN roja, con placas de Chicago”.
    Camilo se había rasurado la barba y llevaba el cabello rubio. Usaba pupilentes negros, traje oscuro y corbata de seda. En esos instantes empezó a escucharse la Novena Sinfonía de Beethoven.
    Del primer nivel, por la escalera eléctrica, descendían Robles y El Cachacas. Una treintena de pasajeros y empleados, entre ellos Edgar y Camilo, aún aguardaban la presencia del equipaje. Berenia cruzó la puerta y caminó hacia Camilo. Robles la identificó de inmediato. Edgar, en su afán  de evitar que ella contactara nuevamente con su pareja la interceptó y tomándola del antebrazo la condujo hacia otro extremo de la sala.
    “Soy Edgar, por favor, no me sueltes, ni te acerques a Camilo”.
     Berenia alcanzó a observar que su compañero de viaje optaba por alejarse hacia el área de Migración, sin mirar hacia atrás. Ninguno de los tres tuvo contratiempos para ser aceptados como turistas. En esos momentos ella se dio cuenta que Edgar estuvo en el mismo vuelo.
    La presencia de Camilo no fue percibida por los matones. Sus ojos estaban puestos en Berenia y su acompañante. Tendrían que salir al área de taxis y cruzar la calle para introducirse al estacionamiento del edificio contiguo.
    Berenia ya no volvió a visualizar a Camilo. Al abrirse la puerta vidriada recibió una gélida bofetada y apenas tuvo tiempo de sobreponerse. Cuatro hombres los envolvieron y casi en vilo los introdujeron a una camioneta gris, con el motor en marcha. Berenia entrecerró los ojos y creyó seguir escuchando los coros de la Oda de la Alegría. En medio de la nieve, el vehículo se alejó del aeropuerto a gran velocidad.

Mississagua, Ontario/2011

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