martes, 4 de enero de 2011

Las aventuras y desventuras del Arre Machos y su cámara enzarapada

Por Everardo Monroy Caracas

    Luis Donaldo Colosio Murrieta contaba con un doble en Ciudad Juárez: michoacano, jalisciense o juarense. El gentilicio era lo de menos. Sin embargo, tenían otras características afines: cabellera rizada y trigueña y un bigote poblado al que jaloneaban constantemente; piel clara y rozagante y un humor ácido, a flor de boca. Le rehuían a los quehaceres domésticos y su gusto por las mujeres era recurrente y embarazoso. En Cuernavaca, conocí al hombre que le proveía acompañantes de ocasión a Luis Donaldo, en su mayoría estríper, y en el caso de su símil, Jaime Murrieta Briones, El Arre Machos, casi todos los viernes, bajo el influjo de las caguamas y su vestimenta chera, seducía a cuarentonas o cincuentonas en los salones de baile, al ritmo de la banda duranguense. Uno era hombre de partido, empresario y ranchero sonorense, y el otro, pobre, semianalfabeto y reportero gráfico de la violencia urbana de Ciudad Juárez.
    El 23 de marzo de 1994, en los instantes que descendía del avión comercial que me trasladó de la ciudad de México a San Francisco, escuché las palabras “asesinato” y “el candidato del PRI a la presidencia de la República”. Una mujer rubia, uniformada y que hablaba un perfecto castellano le hizo el comentario al agente migratorio, de rasgos latinos, que sellaba los pasaportes.
    En la habitación del hotel supe de lo que se trataba: un lugareño de Tijuana, Baja California Norte, obrero de maquila, de 22 años de edad, le había dado un balazo en la cabeza a Luis Donaldo Colosio Murrieta. En esos momentos no se hablaba de un segundo tirador.
    Intrigado hice una llamada telefónica a Cuernavaca y obtuve más detalles del magnicidio.  La noticia trascendió con ayuda de la radio y televisión y las imágenes obtenidas por un agente del Centro de Investigación y Seguridad Nacional, fueron retransmitidas una y otra vez hasta quedar impregnadas en el subconsciente del teleauditorio. El evento de Lomas Taurinas, donde sucedió el deceso, era amenizado por la Banda Machos, a través de uno de sus discos, intitulado La Culebra.
    En Ciudad Juárez, el doble de Luis Donaldo, el Arre Machos, tuvo que dejar de regatear la fotografía y clavar la mirada en el televisor del bar. 
    Jacobo Zabludovsky, en traje gris y corbata negra, informó del deceso:
    –Lamento decirte Talina (Fernández) y a todo el pueblo de México, que la presidencia de la República confirma que ha muerto Luis Donaldo Colosio, el candidato del PRI a la presidencia…
    El conductor de noticias, guardó silencio unos segundos, y añadió sin soltar un manojo de cuartillas que traía en la mano derecha:
    –Es poco lo que se puede agregar en cuanto al dolor que esto nos causa a todos los mexicanos. Un hombre bueno, entregado al servicio público, con vocación de servir, joven con cuarenta y cuatro años de edad, que trataba de convencer a la mayoría de los mexicanos para que lograran asumir mayor responsabilidad con el objeto de vivir mejor, ha sido asesinado de una manera artera y cobarde…
    El Arre Machos dejó de atender el televisor y solicitó la paga de la fotografía. La pareja había requerido sus servicios y les cobraría veinticinco pesos. Los tres se encontraban en un bar de la 16 de Septiembre y Lerdo. La barra era semicircular con espejos inclinados en la parte baja que permitían disfrutar del trasero y piernas de las meseras.
    –Le partieron la madre a tu gemelo, mi Murrieta–exclamó una de las mujeres que atendía la barra.
    –Yo trabajé con él en Jalisco, cuando estaba en el PRI–murmuró el Arre Machos.
    Pocos le creyeron. La anécdota de cómo se enteró del magnicidio, lo escuché de la propia boca de Jaime Murrieta. En junio de 1999, después de convencer a su casero para que me rentara una habitación, terminamos en el mismo bar donde seis años antes le ofrecía a la clientela rosas rojas y fotografías instantáneas polaroid.
    El Arre Macho era de corazón indulgente y estómago traicionero, porque cuando le acicalaba el hambre era capaz de vender a su mejor amigo. Su espíritu errabundo lo arrinconó en Juárez, la ciudad del vicio y el desmadre. Cuando lo conocí, a sus cuarenta años, ya era reportero gráfico de El Diario, uno de los tres periódicos de mayor circulación en el municipio, y su encomienda laboral, bajo consigna del mariguano de su jefe, era tomarle fotografías a los muertos, detenidos y lesionados. Tenía la guardia nocturna, que terminaba a las dos o tres de la mañana. Jamás se despegaba de la cámara y el radio escáner con las frecuencias de las policías preventivas y ministeriales.
    El mote del Arre Machos se lo ganó a pulso al llegar al lugar del levantamiento de cadáveres al grito de “Arre Machos, ya está aquí” y a la par, daba unos cuantos pasos de quebradita, tarareando alguna de las cumbias pegajosas de la Banda Machos. El personal forense, los empleados de las funerarias y los agentes ministeriales empezaron a llamarlo de esa manera. El apodo se le quedó y sus compañeros de oficio, y me incluyo, lo ubicaban por su sobrenombre.
    –Por La Culebra, que es una de las composiciones de la Banda Machos, que es de Villa Corona, Jalisco, ejecutaron a Colosio–me dijo el Arre.
    –Ah, cabrón, como está eso… –ironicé mientras nos dirigíamos en su auto al Distrito Guadalupe donde habían denunciado la presencia de dos cadáveres en una de las acequias de los cultivos de algodón.
    –La señal para darle el balazo era precisamente cuando se escuchara: Ay, si me muerde los pies / Yo la quiero acurruñar si me muerde los pies / Yo la tengo que matar. Y madres, en ese instante Mario Aburto sacó el revólver .38, una Taurus de origen brasileño, y le partió su madre al candidato…
    –Está buena esa mamada para un cuento–le dije.
    Los fiambres, ambos de sexo masculino, ya apestaban. Los habían encostalado y uno de ellos, tenía en la mano derecha una cachucha de beisbolista. El perito me dijo que los ahorcaron después de ser torturados. Murrieta tomó una docena de gráficas y aguardó a que yo recabara todos los datos posibles.
    De regreso al periódico, que estaba en la avenida Paseo Triunfo de la Republica, me comentó:
    –Te voy a presentar a un putito que quiere ser mujer y va a vivir con nosotros. Trabaja en una estética y los fines de semana se disfraza de Alicia Villarreal, la del grupo Límite, y participa en un travestishow, en un centro nocturno de la avenida Hermanos Escobar.
    La casa que rentábamos tenía una sala espaciosa de muebles lustrosos por la mugre, cuatro recámaras y una cocina-comedor con un ruidoso refrigerador que amenazaba surcar por los aires. El dueño era un septuagenario de oficio farmacéutico y cobraba 300 pesos al mes por inquilino. En el mismo espacio convivíamos dos reporteros de El Diario y el hijo de un juez penal con problemas de adicción a las anfetaminas. La noche del 24 de diciembre de 1999, los peritos del departamento forense, lo sacaron muerto de su cuarto, víctima de la hipotermia. Mezcló anfetaminas con vodka, abrió la crujiente ventana de dos alas manchadas de caca de mosca y desnudo se tiró bocarriba sobre el piso de madera. El clima estaba a menos cinco grados bajo cero. Por ser hermano del propietario de una librería, poseía una breve biblioteca que el farmacéutico me regaló.
    Una plaga de cucarachas se había apropiado de la estufa y toda la estantería escasa de alimentos. Por las noches, aquel enjambre de pequeñas orugas de caparazón color tierra, deambulaban en masa por todos los rincones de la vieja casona. Una vieja playera de basquetbolista impedía su internación a mi recamara al bloquear la ranura inferior de la puerta y el piso.
    El comportamiento de las cucarachas siempre me recordaba ciertas zonas ampulosas de Ciudad Juárez. El Arre Machos era un  experto conocedor del bajo mundo. En una ocasión me metió a un bar donde la clientela masculina no necesitaba ir al baño para orinar. A lo largo de la barra metálica había una canaleta con agua corriente y en ella descargábamos la vejiga sin inhibirnos por la presencia femenina. Las mujeres, con sus mejores garras, estaban ahí para divertirse, enganchar galán ocasional o ganar un poco de dinero porque la mayoría laboraba en la maquila. Cobraban cinco pesos por pieza bailada y la rocola no descansaba durante la noche. La caguama tenía un costo de diez pesos, acompañada de dos vasos desechables. No había mesas, sino una hilera de sillas en torno a las paredes. El calor era tan sofocante que los enormes espejos de la barra en forma de herradura sudaban copiosamente hasta casi derretirse.
    El nuevo inquilino, Cristal, como se hacía llamar, se sorprendió al internarse en uno de los salones de baile donde los fines de semana acudía el Arre Machos. El propósito de la visita era presentarlo al propietario, un italiano calvo mal hablado, y, de ser posible, dar ahí su espectáculo del grupo Límite. Pura fonomímica bajo la apariencia de la solista de sombrero vaquero, falda corta y cabellera rubia con dos trencitas hasta la altura de los senos postizos.
    –Yo no doy dinero, sólo presto el local y que los clientes paguen una especie de cover.
    A Cristal no le interesó la idea y continuó trabajando en el centro nocturno de la Avenida Hermanos Escobar. De paso se prostituía. El farmacéutico le proporcionaba, a un costo especial, las hormonas femeninas para aflautar la voz, perder vello en el rostro, brazos, piernas y pecho y tomar una apariencia menos masculina. Después seguirían los implantes de senos, una rinoplastia y la reasignación de sexo.  El Arre Machos le dio seguimiento fotográfico a su transformación de hombre a mujer. El propósito era vender esa serie de gráficas a alguna revista estadounidense. Nunca conocí el desenlace de esa historia. En mis libretas personales aún guardo varios apuntes de una novela inconclusa que titularía Crisálida. Incluso, le regalé la sinopsis de tres cuartillas a uno de los directores editoriales de El Diario de Juárez.
    –¿Y qué fue de Cristal, Arre Machos?–le pregunté a finales de noviembre de 2004, antes de internarme a Canadá.
    –Ya es una hembra y parece que se juntó con alguien de El Paso…
    En ese breve encuentro, detecté que el Arre Machos ya no era el mismo bohemio energético. Nuestras correrías por las sucias arterias y laberínticos asentamientos de Ciudad Juárez, apenas se interconectaban en nuestros recuerdos. Había viajado a la capital del Estado para arreglar unos documentos en la inmobiliaria que le vendió su casa, en un fraccionamiento adyacente al aeropuerto internacional. Seguía en El Diario de Juárez, pero me confió que le había perdido la confianza a la empresa de Osvaldo Rodríguez Borunda. Existía demasiada presión a los reporteros gráficos y el dinero que recibía era insuficiente ante el descuento mensual del vehículo y la casa. Lo noté mas avejentado. Su aura del finado Luis Donaldo Colosio empezaba a diluirse.
    –Oye cabrón, nunca me confiaste de dónde eres originario –le reclamé al termino de la cuarta cerveza.
    –De Jalisco…
    –No que de Michoacán, de donde es Juan Gabriel…
    –Ni madres, de Jalisco… –y la carcajada fue frenética.
    Sin embargo, me hizo una confesión:
    –Mi padre nunca me quiso y vengo de una familia muy pobre. Cuando nací me estaba muriendo y me dicen que yo cabía con holgura en una caja de zapatos…
    Desde los diez años de edad optó por apropiarse de las calles y empezó a recorrerlas en absoluta soledad. Así creció, fortaleció sus sentidos de sobreviviente y aprendió varios oficios: chofer, pintor de brocha gorda, ayudante de albañil y fotógrafo. Por su propia naturaleza silvestre, enemiga acérrima de los libros, despertaba compasión y solidaridad a primera vista. Los policías y compañeros de oficio continuamente éramos presa fácil de sus necesidades.
    –Veinte pesos, nada más veinte pesos necesito –clamaba y no faltaba una alma caritativa que se los regalara.
    Tenía la sangre liviana para caer bien y mucha originalidad en sus comentarios picantes, de doble sentido. Sus fotografías registraron el lado oscuro, violento de Ciudad Juárez. En su recámara tenía miles de negativos y cientos de graficas impresas donde aparecían cadáveres en todas las posiciones inimaginables. Durante una borrachera tuve la paciencia de atisbarlas y horrorizarme ante le descripción física de la muerte. Hombres y mujeres de todas las edades, inermes, inmersos en sangre y ropajes rasgados. No faltaban las jovencitas violadas, asesinadas y semienterradas en el desierto.
    El archivo fotográfico del Arre Machos terminó en manos de un corresponsal del periódico Milenio en El Paso, Texas. La prensa nacional e internacional adquiría material gráfico para enriquecer sus reportajes sobre los feminicidios o ejecuciones de narcos en Ciudad Juárez. Del dinero obtenido, un porcentaje terminaba en manos del fotógrafo. El Arre cada fin de semana cruzaba el puente fronterizo para intentar obtener sus regalías y entregar más imágenes de cadáveres.
    –Y la fotografía del empleado de la farmacia que defecó cuando lo asaltaron, aún la conservas? –le recordé en nuestro último encuentro.
    –Se vendió… Me dieron doscientos pesos por ella…
    Nos reímos al evocar ese momento. Me tocó cubrir la noticia del asalto, en una farmacia de la calle Acacias, dentro del corazón de la ciudad. Llegamos al lugar antes que la policía y al abrir la puerta nos llegó un fuerte hedor a mierda. El Arre, como era su costumbre, empezó a soltar flashazos y al preguntarle al dependiente sobre lo ocurrido, apenas pudo articular palabra. Estaba paralizado, cadavérico, y el Arre supuso que lo habían herido por la enorme mancha cafetosa que resaltaba en la parte trasera de su bata otrora inmaculada.
    –¿Estás sangrando? –inquirió el Arre sin dejar de consignar con la lente las huellas de la violencia.
    –No… no… es que me cagué…
    La crónica del asalto e infortunio del empleado fue publicada en El Diario. La gráfica, tan original, por la expresión de miedo, vergüenza e impotencia de la víctima, terminó en el archivo personal del fotógrafo. En realidad, el Arre le vendió el negativo y le hizo creer que no se la entregó a la empresa para evitar el escarnio de sus familiares y amigos. El tipo le creyó y aceptó el intercambio.
    Después de despedirnos y alejarme del estacionamiento del bar Taurus, a dos manzanas de las instalaciones de El Diario de Chihuahua, observé al Arre inclinado, frente uno de los neumáticos de su auto. Su delgadez era evidente, denotaba cansancio e imaginé que jamás volvería a verle con vida. Atrás quedarían nuestras incursiones a los salones de baile donde acudían mujeres cuarentonas y cincuentonas en busca de carne joven. El Arre se disfrazaba de chero: cinturón piteado, botas vaqueras de piel de lagarto (o de tuano, como siempre nos albureaba), camisa negra con estampados dorados y pantalón de mezclilla ajustado, desnalgado, y sombrero norteño, a la cowboy. Casi infartaba a las damas cuando las sacaba a bailar quebradita duranguense. Los viernes en la noche, de no tener guardia en el periódico, difícilmente abandonaba las pistas de baile antes de las tres de la mañana.
    Muchos de mis éxitos periodísticos los obtuve con su ayuda. Por lo mismo, me indigné al enterarme de la golpiza recibida por agentes ministeriales la noche del 5 de septiembre de 2006. Una semana antes, en Toronto tuve un reencuentro con Hugo Cevallos Arriaga, empresario textil y encuestador profesional del Estado de México. En 1994 colaboró en las campañas preelectorales de algunos de los candidatos a diputado federal del Comité Directivo del PRI-Guerrero. Le comenté sobre la existencia del Arre Machos y su gran parecido físico con Luis Donaldo Colosio. Tuvo curiosidad de conocerlo.
    Durante un par de años, Hugo había trabajado con Luis Donaldo, en sus tiempos de presidente del Comité Ejecutivo Nacional del PRI y me reveló algunas de las aficiones del político sonorense.
    –Le gustaba relacionarse con estríper y me vi obligado a tener el directorio de las principales casas de citas. No era mala persona, tenía sus necesidades de hombre y amaba entrañablemente a Diana Laura, una mujer frágil y enferma. Sus más allegados colaboradores lo sabían.
    En el caso de Murrieta, el de Jalisco, Michoacán o Juárez, sus mujeres las conseguía en los bares y bailando. Así conoció a la que sería su mujer, una obrera de maquiladora y madre soltera. Por su hijastra ascendió a abuelastro…
    –¿Y sigue en El Diario?
    –No, dicen sus compañeros de trabajo que el dueño del periódico lo traicionó. Lo abandonó a su suerte, después de la golpiza del 5 de septiembre…
    Un grupo de agentes judiciales, en plena juerga callejera, descargaron su ira contra los tres reporteros gráficos que hicieron acto de presencia. Eran las diez de la noche. Eugenia Cisero y Aurelio Suarez, del Vespertino PM y el Arre Machos, de El Diario, tras tomar sus instantáneas, fueron vapuleados y despojados de sus cámaras. La periodista estaba embarazada. Los tres terminaron hospitalizados.
    El parte del médico legista consignó: “Jaime Murrieta Briones presentaba el párpado superior izquierdo con hematoma y escoriación, policontundido, herida superficial, hematoma en labio superior, cuatro heridas en región occipital parietal, traumatismo nasal, además de que refería dolor en arcos costales izquierdos 7 y 8, hombro izquierdo, espalda, región lumbar y miembros pélvicos, lesiones que no ponen en peligro la vida, tardan en sanar más de 15 días y pueden dejar problemas respiratorios como consecuencias médico legales”.
    El Arre nunca contó con el apoyo legal de la empresa periodística donde laboraba. Únicamente recibió atención médica en un hospital público, a través del Instituto Mexicano del Seguro Social.
    El 14 de octubre de 2010, un ex compañero de El Diario de Ciudad Juárez, me informó, a través de Facebook, que el Arre estaba grave, ya en fase terminal, en uno de los nosocomios públicos. Su esposa e hijastros recurrían a la generosidad de los amigos y conocidos para allegarse de recursos económicos. Sus riñones ya no le respondían y el fatal desenlace era inminente. El dueño de El Diario nuevamente le dio la espalda a su antiguo reportero grafico.  Los utiliza y deshecha. Les extrae todo el jugo posible de su talento y ya avejentados, consumidos por el alcohol, las drogas o las lesiones obtenidas por ejercer su oficio, terminan en el basurero de la historia.
    –Cuando te mueras, pinche Arre Machos –bromeó en una de las tantas farras Lucio Soria, otro excelente reportero gráfico de El Diario--. Solo te vamos a enterrar la cabeza para ahorrar dinero… Por meco y latoso…
    Ya en la soledad del exilio, bajo las penumbras del amanecer, me pregunto:
    ¿Quién de sus compañeros de oficio, de sus compas de parranda y jale, en caso de no superar sus males, será el encargado de tomar las gráficas del sepelio o escribir la nota del obituario? Jaime Murrieta Briones, el Arre Machos, siempre será recordado como un buen amigo, un periodista nato, audaz, sin convicciones políticas, pero firme en su propósito de consignar hechos que aún nos horrorizan: las ejecuciones entre narcos y los feminicidios de Ciudad Juárez.
    Ni como llorarle…
    Mississagua, Ontario.

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