lunes, 31 de enero de 2011

Canadá: Fusilados/XI

Por Everardo Monroy Caracas


Esto es el caos y los que nazcan y crezcan ahí van a salir rarísimos...
Jorge Ibargueingoitia

    La Ciudad de México es una simple plasta de concreto con ramales mal pavimentados y una muchedumbre violentada por la necesidad y la prisa. Tiene la forma de un bule relleno de heces fecales volátiles y sus asentaderas descansan en un lecho sembrado de bosques, maizales y florestas, dentro del estado de Morelos. Esa ventaja geográfica protege a sus más de diez millones de habitantes y evita que sus descendientes, a consecuencia de inhalar tantas partículas de plomo, nazcan deformes o retrasados mentales.
    Desde el 2 de abril de 1983, Carlos Morales tendría que darse a la tarea de adecuarse a ese embrollo metropolitano, plagado de ruleteros y vendedores ambulantes, y entender que cada chilango despatriado veneraba, por sobre todas las cosas, a la Virgen de Guadalupe, la Selección Mexicana de Fútbol y a su madre. En ese orden. De Cuautepec al Estadio Azteca y de la Contreras a Santa Martha Acatitla, colonias, barrios y fraccionamientos se amontonaban de una forma apabullante.
    De norte a sur, la Vallejo enlazaba al Circuito Interior y a duras penas se podía transitar por las avenidas Reforma, Cuauhtémoc, Lázaro Cárdenas, Insurgentes o Tlalpan. Los ejes viales, el periférico y las líneas del ferrocarril urbano —el Metro— movilizaban diariamente entre cuatro a cinco millones de defeños. Las emisiones de gases tóxicos, principalmente de monóxido de carbono, alcanzaban indicadores alarmantes.
    Carlos se allegó de un plano de la ciudad y empezó a buscarle la cuadratura al círculo. En poco tiempo aprendió a utilizar el transporte público y reconocer el sonsonetito de los defeños. El “chale carnal” o “aliviánate guey” le enseñaron a estar más alerta, a no dejarse de nadie. El albur —palabras de doble sentido y alto contenido sexual— era el ristre predilecto de los chilangos para doblegar a sus adversarios y “cojérselos” literalmente.
    En La Casa de los Amigos le permitieron dormir y comer durante dos semanas y luego debería buscar su propio hábitat y dinero. La organización era financiada por Nancy Pockoc, cuáquera canadiense, y su principal trabajo consistía en salvar vidas en los países en guerra o con dictaduras y adentrarse a zonas marginadas para mejorar su infraestructura educativa y asistencial. Altruistas de todo el mundo llegaban a ese centro comunitario, instalado en la colonia San Cosme, y en caravana levantaban escuelas, clínicas de salud y albergues infantiles en poblaciones empobrecidas de Oaxaca, Tlaxcala, Estado de México, Chiapas, Zacatecas y Puebla.
    Mientras el guatemalteco intentaba asirse a su nueva realidad, en tres días padeció los puyazos del hambre y la angustia. Dos noches durmió en una central de autobuses foráneos, la TAPO, por la avenida Vallejo, y comió desechos rescatados en los botes de la basura. Tuvo que convivir con pordioseros doctorados en la universidad de la vida y aprenderles algunos secretos para allegarse de dinero. Con sólo asumir sobre la banqueta la posición de loto y hacerse el desentendido, algunas almas caritativas depositaban monedas en sus manos y le recomendaban trabajar.
Desesperado regresó al albergue y clamó ayuda para no seguir deteriorando su vida emocional. Por momentos pensaba en el suicidio y suponía que Dios había dejado de escuchar sus ruegos.
    “Vaya pa’delante”, le dijo Alfredo, un salvadoreño recién llegado a México. “Únicamente los culos se abren. Usted es listo y aproveche ese don”.
    Alfredo había militado en el Frente Farabundo Marti de Liberación Nacional y al huir de su país, se hizo acompañar de René, soldado del ejército salvadoreño y compañero de escuela. Ambos eran de La Morita, ranchería levantada en las faldas del volcán San Miguel, y desde adolescentes tuvieron que separarse a consecuencia de la guerra civil. René fue secuestrado por un pelotón, bajo el mando de un cabo, y obligado a tomar las armas. Alfredo, tras ver ametrallado a su padre por los mismos militares, optó por allegarse a la guerrilla y matar soldados, paramilitares y “soplones”.
    Los tres centroamericanos intercambiaron anécdotas y necesidades y en menos de una semana edificaron afectos y promesas de ayuda. Carlos inició el aprendizaje del inglés al tratar cotidianamente a extranjeros estadounidenses y canadienses y los directivos del Centro Comunitario le dieron la consigna de ser una especie de guía de turista para los recién llegados. En ese trajinar diario recibió una llamada telefónica de su hermana Miriam donde le informaba del derrocamiento del general Ríos Montt por un grupo de militares. El 8 de agosto dejaba de estar al frente del gobierno guatemalteco y los familiares de sus víctimas tenían la esperanza de que los nuevos golpistas, al mando del general Humberto Mejía Victores, lo procesaran al lado de los oficiales y jueces que avalaron el genocidio.
    El nuevo gobierno únicamente se comprometió a democratizar la vida política del país y, de ser posible, dejar en manos de los civiles la presidencia de la República.
    “Todo se hará”, anunció Mejía Victores, “dentro de un proceso de transición ordenada, sin venganzas o más enconos que únicamente nos dividirían más.”
    Y adelantó que quedarían derogados los Tribunales de Fuero Especial. Jamás prometió investigar a fondo los efectos sangrientos de ese organismo inquisitivo anticonstitucional.
    Carlos festejó con sus amigos el nuevo golpe de estado y confió en que habría una amnistía generalizada para recuperar a sus muertos y darles cristiana sepultura. Sus padres le advirtieron que no regresara a Guatemala, sino por el contrario continuara con su intento de viajar a los Estados Unidos o Canadá.
    “Siguen los mismos asesinos en el gobierno y sólo han cambiado de cara, no podemos confiarnos”, le dijo don Carlos telefónicamente.
     Su hijo volvió a sumirse en el trabajo y estudio del inglés. A la par, su espíritu romántico y religioso le despertaba interés a algunas chicas y convirtió la poesía sin métrica, influenciada por el Cantar de los Cantares, Rubén Darío, Pablo Neruda y Hermann Hesse, en una herramienta de apoyo para intentar ganar simpatías y corazones femeninos. Fue así como conoció a Eréndira Godoy, una dominicana de carne canela y formas nada frugales, de bailarina portuaria. Estudiaba una licenciatura en ciencias sociales, en la Pontificia Universidad Católica Madre, de Santiago de los Caballeros, y sus padres poseían una finca en el poblado de Moca, a veinte kilómetros de Santiago, en el Valle de El Cibao.
    De inmediato simpatizaron y Carlos la ayudó a entender un poco el comportamiento de los defeños y los objetivos de trabajo de La Casa de los Amigos en esa temporada veraniega. Juntos conocieron Tlaxcala y planearon un viaje al puerto de Acapulco. Irían en un tour, con veinte compañeros de causa. Antes del viaje, Carlos habló con Alfredo y René para invitarlos a mudarse a un departamento amueblado, en la colonia Coyoacán, cerca de la casona de Emilio El Indio Fernández, un director de cine, bronco y apegado a las tradiciones indigenistas y revolucionarias.
    Silverio Calleja, promotor de cultura y amigo de Nancy Pockoc le propuso habitar su departamento, recién desocupado por unos universitarios. Los tres, a finales de agosto, se cambiaron de residencia. Dos noches después, Alfredo y René perdieron el juicio tras consumir dos botellas de tequila “Corralejo” y llegaron a los golpes. Afloró su pasado belicista, cargado de resentimientos, y no lograron superar sus diferencias.
    Alfredo le advirtió a René que al día siguiente lo asesinaría y utilizaría en la ejecución una hacha de carnicero. René abandonó el nuevo departamento y jamás volvieron a reencontrarse. Carlos tampoco supo de él. Tampoco intentó recuperar su relación con Priscilia. Las cartas escasearon y sólo en un par de ocasiones hicieron plática telefónicamente. La lejanía enterró sus ilusiones de casarse y procrear hijos.
    En Acapulco, Eréndira y su acompañante decidieron separarse del grupo y ella, con ayuda de su tarjeta de crédito, rentó una habitación de hotel en la zona Dorada. Carlos, por simple estrategia, optó por no intimidar sexualmente y prolongar esa relación en el terreno afectivo. Indiscutiblemente la dominicana le interesaba, pero uno de sus propósitos era madurar la convivencia y, de ser posible, alcanzar otros niveles afectivos y de responsabilidad.
Los besos no menguaron a lo largo de la Costera Miguel Alemán, hasta llegar a Caletilla, y las promesas de amor se hicieron recurrentes. Carlos supuso, a sus 23 años, que Eréndira podría ser la mujer de su vida. Lo mismo creyó de Priscilia.
El regreso al Distrito Federal fue tortuoso porque la separación física sería inminente.
    “No puedo creer que jamás tuviéramos relaciones sexuales, pero te lo agradezco porque nuestro reencuentro será verdadero. Lo deseo con toda el alma. Ojalá me busques en República Dominicana y vivas conmigo en Moca, donde los dos podemos trabajar y sacar adelante el negocio de mis padres”, dijo emocionada Eréndira.
    Tardarían casi nueve años para materializar esa intención. Sólo que al hacerlo, enfrentarían otros retos mucho más dolorosos e inimaginables. Por el momento, Carlos se sumió en el desasosiego. Un vacío interior lo apartó momentáneamente de los asuntos terrenales. Estaba lejos de pulsar el porvenir político o económico del país anfitrión y de Guatemala.
    Los periódicos internacionales evidenciaban los escándalos de inmoralidad administrativa del gobierno federal saliente y el propósito del presidente Miguel de la Madrid Hurtado de moralizar las finanzas públicas mexicanas y aplicar un radical plan de austeridad.
    Sin embargo, militaba en el mismo partido político de su antecesor, el PRI, y antes de tomar la estafeta —primero de diciembre de 1982—, fungía como Secretario de Programación y Presupuesto, una de las dependencias artífices de la economía nacional.
    Carlos tomó un taxi en la Central de Autobuses y casi al oscurecer llegó al departamento. Ahí se enteró, por boca de Alfredo, que Silverio lo había seducido después de ser invitado a una fiesta en la casona del embajador canadiense y terminaron en la cama.
    El salvadoreño no sólo intimidó sexualmente con el promotor de cultura, sino con un allegado del mismísimo embajador. A cambio de ello, Alfredo abandonaría la Ciudad de México el 9 de septiembre y se iría a vivir a Vancouver, en calidad de refugiado político.
    “Resultó ser un culo este Silverio y mira que tuve que aceptar el trato. Sólo que también abogué por ti Carlitos. Tenés esta tarjeta del embajador y búscalo porque te va a ayudar”, al decirlo le entregó la tarjeta de presentación grabada con letras doradas y el escudo de la república canadiense.
    “No te creo”, aún dudó Carlos.
     “Anda pues, llámalo ahorita “pa’que” te reciba el lunes”, insistió el ex guerrillero.
    Lo hizo, pero hasta el domingo al mediodía.
    Personalmente el embajador le contestó la llamada telefónica y lo citó el lunes, a las nueve de la mañana. En tres ocasiones había intentado conseguir el permiso oficial para asilarse en Canadá y la respuesta siempre iba en detrimento de sus intereses:
    “No es posible en estos momentos, porque aún estamos revisando su petición, señor Morales”.
    Ni el peso moral de Nancy Pockoc había logrado conmover a la burocracia migratoria. Tampoco el nuevo golpe de estado en Guatemala que recrudecía los combates en la zona rural y provocaba desplazamientos masivos de campesinos e indígenas a la frontera con México.
    Sin embargo, Carlos dilucidaría sus dudas el lunes, de eso estaba seguro.  

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