jueves, 27 de enero de 2011

Canadá: Fusilados/VIII

Por Everardo Monroy Caracas

    Eduardo siguió por el elevador a Carlos Morales. En el tercer piso aplicó como nuevo solicitante de refugio político, dentro de una amplia sala con ventanillas y sillones. Carlos llenó la solicitud y la entregó, junto con dos fotografías, a la mujer uniformada en colores rojos y azules y guantes blancos, desechables. Estaba tras una mesa de madera, cerca de la puerta de acceso.
    El primer documento oficial al que tuvo acceso el periodista se denominaba “Information on individuals seeking refugee protection”. Lo integraban cuatro páginas y en ellas quedaron registrados todos sus datos personales: nacionalidad, edad, sexo, religión, peso aproximado, dirección en Canadá, estado civil y hasta el color de los ojos.
    Cinco horas después, fue llamado por su nombre ante una ventanilla numerada y una empleada de migración, hosca e indiferente, recogió su pasaporte y le entregó una hoja color marrón con la fotografía del solicitante, donde le permitían permanecer un mes en el país, mientras era requerido nuevamente por el Ministerio de Inmigración y Ciudadanía. De acuerdo al oficio entregado, una semana después sería escuchado en la planta baja por un oficial de inmigración canadiense.
    “Vos estás adentro y ahora tenés que esperar a que te reciban en la sala 101 y expongas brevemente tus razones para solicitar el refugio”, dijo Carlos. “Por lo pronto, elabora a detalle tu historia de persecución y me la traes el lunes. Hay que leerla y traducirla al inglés y conseguirte un abogado gratuito en Legal AID”.
    Durante la espera, en esa sala gris, deslucida, una treintena de personas de diferentes nacionalidades, aguardaban el llamado y algunas dormitaban. Predominaban los coreanos, chinos, rusos e hindúes. Eduardo escuchó hablar castellano a tres hombres y dos mujeres y no desaprovechó la oportunidad para conocerlos. Tres eran de Colombia y dos mexicanos. Había desconfianza en sus ojos.
    Uno de los colombianos, de traje oscuro, trabajaba para un abogado canadiense y les explicaba sobre el funcionamiento del sistema migratorio. Insistía:
    “Una cosa es aquí y otra el welfare y Legal AID. Nosotros los vamos a apoyar con el abogado, pero les voy a recomendar a una compañera que les hará la solicitud en Ontario Work donde recibirán dinero para comida y casa. De eso no deben preocuparse”.
    Carina, nativa de Guanajuato, México, preguntó:
    “¿Y cuánto nos van a dar?”.
    “Si aplican separados, no como pareja, entre quinientos y seiscientos dólares mensuales a cada uno. Sólo que el primer cheque será de unos mil trescientos por cabeza. De ahí pueden pagarle al intérprete que les cobra cincuenta dólares por hablar con la trabajadora social”, dijo el paralegal.
    Eduardo se atrevió a cuestionar:
    “Disculpe que me meta en su plática, pero ¿qué se necesita para tener derecho al welfare?”.
    “¿Usted ya aplicó como refugiado?”, inquirió el paralegal.
    “Sí”.
    “Bueno, entonces tiene que conseguir una promesa de renta en la casa donde vive, que no pase de 350 dólares, e inscríbase en una escuela de inglés, después que le den la hoja marrón en su segunda audiencia”, informó.
    En esa plática, el periodista se enteró que diariamente un promedio de 140 personas solicitaban refugio en Ontario y la mayoría mentía con sus historias. Incluso, algunos conseguían promesas de renta sin tener su residencia en Toronto y trabajaban de “cash”, a pesar de recibir dinero del welfare. Era una práctica cotidiana, presuntamente avalada por el mismo gobierno.
    “¿Por qué tolerar esa falla?”, preguntó el periodista.
    “Lo que las autoridades quieren es que la gente se quede para cubrir la demanda de mano de obra calificada y aprendan alguna de las dos lenguas oficiales, inglés o francés, los interesados de vivir en Canadá”, opinó el paralegal.
    Su cara abotagada por los excesos de alcohol, su aliento así lo demostraba, tomó un color cárdeno.
    “Perdone, pero no estoy convencido de ello”, dijo Pedro, un colombiano. “Conozco gente, sobre todo de Guatemala, que lleva catorce años recibiendo welfare y no trabaja, son unos parásitos”.
    “Hay excepciones”, dijo el paralegal.
    “No lo creo, es la misma burocracia la que está destruyendo el sistema”, complementó Dolores, la esposa del colombiano.
     Ellos estaban en Canadá por el asunto de la guerrilla en su país.
    “Nos han dicho que se trata de proteger la seguridad de los canadienses”, dijo Álvaro, el compañero de Carina. Era calvo y el desaseo de sus manos evidenciaba que trabajaba en la construcción. “Es algo así como evitar que tanto inmigrante mendigue y asalte para sobrevivir. Prefieren darle dinero para que medio coma y viva en un cuarto, a que ande en las calles y violente la ciudad”.
    Pedro y Dolores militaban en el partido Fuerza Progresista de Coraje y tenían sus propiedades en Maraya, Caqueta. Guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, bajo el liderazgo de Manuel Marulanda “Tirofijo”, se las expropiaron y durante dos años obligaron al matrimonio a pagar un tributo económico —llamado “vacuna”— para tener derecho a vivir y trabajar dentro de su territorio de influencia.
    Eso escribieron en su historia de refugio.
    Un sexagenario colombiano, una semana antes de aquel encuentro en la sala del Ministerio de Ciudadanía e Inmigración, obtuvo su residencia después de convencer al juez del Tribunal de Determinación de Refugiado de un hecho similar al expresado por Pedro y Dolores.
    El aderezo de la historia fue que don Carmelo recibió un culatazo en la cara y le quebraron los lentes. Eso sucedió mientras leía la Biblia y el incidente provocó que durante varias semanas llorara sangre. La víctima responsabilizó a un guardia nacional de sus lesiones y a las FARC de expropiarle su rancho con ganado y cafetales. Don Carmelo radicaba en la Arauca, casi colindando con Venezuela. Él y su familia viajaron a Bogotá y después de tres meses de permanencia, se trasladaron a Miami, Florida.
    El sexagenario nunca logró aclimatarse en el trópico y optó por aplicar como refugiado en Canadá.
    “¿Deverás lloró sangre durante tanto tiempo?”, preguntó el conmovido juez migratorio.
    “Sí señor juez, todavía sangro cuando me siento triste y recuerdo lo que perdí en Colombia”, respondió don Carmelo en un perfecto inglés.
    La historia de un ex militar salvadoreño, terminó en boca del propio paralegal que no dejaba de resoplar cuando la risa lo traicionaba.
    Contó:
    “Resulta que en 1994, Ezequiel huyó a Nueva York y ahí vivió cuatro años. En El Salvador trabajó en las fuerzas armadas como sargento. En una pelea de cantina, un jamaiquino lo apuñaló en el brazo derecho que le quedó medio inservible. Ezequiel entró ilegalmente a Canadá, por Buffalo, y aplicó como refugiado. Argumentó que las heridas del brazo fueron producto de la guerra civil de su país. Lo ayudaron económicamente y entró a estudiar inglés que por cierto lo hablaba ya con soltura, pero le hizo creer a la trabajadora social que sólo entendía el castellano. Empezó a recibir su welfare y como a los cinco meses regresó a Nueva York, lo hizo clandestinamente, y allá mató al jamaiquino que lo lesionó del brazo. Esa misma noche retornó a Canadá y jamás detectaron su salida y entrada al país. Hasta la fecha vive del welfare y el gobierno ya le dio un departamento. Sólo paga 100 dólares mensuales y tiene todos los servicios. En downtown, entre King y Spadina, radica este hombre que le gusta la apuesta, la camorra y la cerveza Corona”.     

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