domingo, 30 de enero de 2011

El hijo del trueno

Por Everardo Monroy Caracas

A Enrique Villagómez, acapulqueño convencido

    En Ostotitlán, Guerrero, a veinte kilómetros de Teloloapan, el apóstol Santiago El Mayor tiene sus seguidores. El Supremo Tribunal de los judíos, el Sanedrín, lo condenó a muerte en el año 44. El rey de Judea, Herodes Agripa I, lo mandó decapitar. Fue el primero de los doce apóstoles en ser martirizado. Los españoles aseguran que poco antes de su muerte evangelizó en su país. Santiago El Mayor era hermano de Juan El Bautista. Jesús, según el apóstol Marcos, los llamó Hijos del Trueno: Boanerges, en griego.
    “¿Cómo recordar a detalle algo fuera de lugar en aquellos momentos de peligro?” —se preguntó Zebedeo. “Era una estupidez, mi brother. Una reverenda estupidez”.
    El padre Romero daba la explicación antes de internarse al curato y colocarse la deshilachada casulla. Un montón de arenques, colgando en el extremo de una cuerda, le fue entregado por Zebedeo. Era el pago a sus orientaciones.
Asiria volvió a santiguarse ante el altar de Santiago El Mayor. Sin duda alguna, Zedeceo hablaba de la misma persona que conoció el sábado 5 de julio.
    —Aquí, aquí, parece que aún tengo su imagen ante mis ojos —Zebedeo se golpeó repetidamente la cabeza con la palma de la mano.
    —Sí existió —confirmó su mujer—, no te preocupes. Yo lo traté, también tus hijos. Probamos alimentos hechos por sus manos ¿no lo recuerdas?
    —Estoy confundido...
    Asiria acarició su rostro achatado, de mulato.
    Zebedeo entrecerró los ojos y empezó a sollozar. Había sobrevivido con la ayuda de Santiago. Lo recordó nuevamente con la cabeza recargada en la falca de la lancha, junto al motor de cincuenta y cinco caballos de fuerza. En esa misma posición arreglaba el trasmallo y limpiaba los anzuelos. Exigía más cuidado para no dañar el equipo.
    Lo escuchó gritar y enseñar sus pequeños dientes carcomidos por la salinidad del océano.
    Debes asegurarte que sean cuerdas del ciento veinte. Te lo he dicho y no me haces caso...
    —Lo son...
    Apenas tuvo ánimos de responderle. No era ningún pendejo. Del calibre de los amanteros dependía el triunfo o el fracaso de la jornada. Dos o tres días navegarían por aguas del pacífico, a no menos de cuarenta millas de la bahía.
Bien que lo recordaba en esa posición. Su hablar de extranjero lo subyugaba. Nada que ver con el acento costeño del padre Romero. Después de aquella difícil odisea en mar abierto quiso entender el origen de quien se decía un patriarca más de Judea.
    —Santiago era un leal seguidor del Nazareno —dijo el padre Romero—.  Su mayor reto fue participar en la construcción de la iglesia cristiana en Jerusalén. Asumió la santidad a propuesta de los españoles. Existe la certeza de que sus restos se encuentran en territorio gallego, en el municipio de Padrón, dentro de la provincia de Galicia.
    Zebedeo se encogió de hombros.
    “¿Y eso qué importaba —pensó—, si aquí está dando órdenes, bebiendo mezcal y metiendo los trozos de barrilete y atún en la hielera de plástico?
    Santiago había terminado de afianzar los anzuelos y las boyas de la volanta. Le escurría una aguaza sanguinolenta entre los calludos dedos de pescador nato, producto de las carnadas. Eso no parecía importarle. Hedía a brea, a sentina de barco camaronero. En el mar de Galilea, según dice, Pedro y Andrés le dieron sus primeras lecciones para la captura de peces. Utilizaban redes individuales, de torzal, tejidas a mano, con sus relingas y vientos, sin el propósito depredador de los trasmallos.
Santiago era muy parlanchín.
    Lo conoció en el bar El Bucanero, cerca de la tienda Gigante. En aquel alargado salón de techo laminado y muros amarillos. En una de las cinco hileras de mesas plásticas, donde los parroquianos bebían y discutían bajo el barullo de una desvencijada rocola.`
    —En mi honor —explicaba Santiago ante un grupo de pescadores— hay una ciudad, Santiago de Compostela, y cada año miles de peregrinos visitan mi sepulcro. Está bajo el altar del presbiterio de la Catedral...
    —Sí, sí... —Eric El Rojo asentó sin dureza, condescendiente, consciente de la locura mística de aquel predicador callejero. Le palmeó la espalda—. La siguiente ronda la pago yo... —y al decirlo, movió el dedo índice hacia arriba, dibujando un círculo.
    Sin contratiempos, la mesera acató su señal.
    Sus compañeros reían. Santiago cargaba una barba inhóspita, de breñal; sucia y entrecana. El sayal estaba carcomido de la parte baja, por donde sobresalían un par de pies huesudos, enormes, arenados y con costras ennegrecidas por la mugre. Lo acogieron sin ningún problema, después de solicitarles una moneda.
    Marimbas lo empujó molesto por sus desvaríos. Zebedeo reaccionó con ira.
    —Respétalo cabrón... —farfulló sin soltar la caguama a medio llenar.
Sus ojos llameaban.
    Santiago giró el rostro hacia Zebedeo, alejado a cinco metros de sus compañeros de oficio, y sentenció:
    —Él ya lo había dicho: cualquiera que se enoje contra su hermano será culpable de juicio y quedará expuesto al infierno del fuego...
    —Ya brother, ahí muere... —Eric El Rojo, con su pelambrera carmín apaciguó al Marimbas.
    —Hay dos tipos de hombres, no deben olvidarlo: los que se enroscan en la relinga superior del palangre, donde se sostienen los corchos y evitan su inmersión, y quienes, por necesidad, forman parte de la relinga inferior: bolera o burlón: el lastre de esta red existencial a la que nadie escapa...
Todos entendieron sus palabras por ser hombres de mar.
    Las botellas vacías de cerveza se amontonaron en la mesa. El cantinero padecía los estragos de la jaqueca.
    —¿Cuándo te vas en El Nico? —le preguntó Eric El Rojo a Zebedeo.
    Intentó disimular su admiración a aquel personaje que hablaba como comerciante libanés.
    —El lunes, ya me dieron la lana para el pertrecho.
    Zebedeo le tenía ley al viejo pescador. Era el maestro de todos, una verdadera leyenda.
    —Ten cuidado con ese armastrote, ya se lo dije a Nicolás: cambia la maquina porque un día lo vas a lamentar. No me ha pelado...
    —Me lo dijo y ya le di su checadita, no hay problema.
    —No te confíes.
    Lo de los monjes Cluny en verdad lo incomodaron. Hablar de los benedictinos que instauraron una caminata de Francia a Santiago de Compostela estaba fuera de orden. Santiago quería instituir una jornada similar a Ostotitlán. Sesenta o setenta kilómetros de Iguala de la Independencia. Era necesario llegar a Teloloapan y de ahí descender por el agreste paraje al punto deseado: la casa principal de Santiago El Mayor.
En veintiún días, precisamente el 25 de julio, se realizarían los festejos del santo patrono en ese municipio. Santiago asistiría puntual a su cita.
    —Nunca le fallo a mis seguidores. Ellos, como los apóstoles del Señor, tienen ganado el Paraíso —dijo y un delgado hilillo de cerveza fue rezumido por la barba.
    Los pescadores, ya beodos y contentos, abandonaron el bar. Eric El Rojo nuevamente le recordó a Zebedeo que tuviera cuidado con el motor de la lancha. Santiago y Zebedeo terminaron en la misma mesa, intercambiando preguntas y escuchando canciones de Juan Gabriel y José José. Zebedeo reconoció la valía moral de su acompañante. Lo mismo le había sucedido al Marimbas, por aquello del costillar a flor de piel, que jamás se atrevió a darle la segunda bofetada.
    —El Maestro lo dijo: Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: no resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra...
    Zebedeo haría uso del facón argentino de haberse suscitado la agresión. Santiago tenía derecho a convivir con su locura, mientras no lastimara a los demás. De algo sí estaba convencido: de su destreza de pescador consagrado. Las cicatrices de sus manos eran similares a las suyas: durante el jaloneo de las brazoladas llegaban a clavarse los anzuelos y el agua de mar interrumpía el sangrado y cauterizaba las heridas.
    —¿Tienes algún lugar donde dormir? —le preguntó Zebedeo a Santiago.
Ya era de madrugada.
    —Soy dueño de todo esto.
    Estaban en el deshuesadero de lanchas de Playa Manzanillo, junto a la Capitanía de Puerto. Las luces de la ciudad punteaban a lo largo de la bahía. La mayoría de los cerros formaban una herradura diamantina. Zebedeo sintió bajo sus pies el calor húmedo de la arena. Una ventosa de mariscos descompuestos endulzó su olfato. Desde chamaco había sobrevivido de la pesca: dorados, marlines, tiburones... Los turistas y adinerados tenían el monopolio del pez vela. Aún así, los pescadores violaban las reglas y se allegaban del producto antes de regresar al puerto con las manos vacías.
    Zebedeo invertía tres, cuatro o hasta cinco días para lograr su objetivo: pescar de doscientos a trescientos kilos de cazón.
    Asiria, su mujer, protestó ante la imprudencia del pescador. La construcción del bajareque apenas tenía espacio para darle posada al indigente recién llegado. Sus siete hijos aún dormían sobre tablones y colchonetas y el pequeño Jacob no dejada de gimotear.
    —Que Fidel se pase con Camilito y asunto concluido. Santiago es un buen hombre...
    —Tiene fachas de loco...
    —Es un iluminado.
    —No lo creo, pero en fin. Espero que no moleste a tus hijos.
    Durmieron casi toda la mañana y antes del mediodía, Santiago ya andaba merodeando por la playa. En compañía de Ernesto y Raúl, los mayorcitos del clan, recolectó, en un viejo cacharro, cangrejos y cucarachas de mar. Prepararía un caldo condimentado con concentrado de pollo y mucha cebolla. Fidel fue el comisionado para ir a la miscelánea. Santiago, en el mismo traspatio de la choza, armó la fogata y en un bote mantequero hizo los preparativos. Una hora después, todos bajo una enramada de palma comieron en corro. El indigente se ganó la confianza de Asiria y aceptó que fuera el compañero de pesca de su marido.
    —Me gustaría que Zebedeo lo acompañara en su próxima visita a Teloloapan —le dijo a Santiago.
    Santiago le respondió:
    —El Maestro le dijo al escriba: Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; más el hijo del hombre no tiene en donde recostar su cabeza.
    Asiria guardó silencio. Zebedeo lavó los trastos y compartió con Santiago el mezcal de Zacualpan de Amilpas. Era de nanche. Los dos hombres, frente al mar, observaron el atardecer y en pocas ocasiones intercambiaron palabras. La mujer del pescador nunca les despegó la mirada mientras preparaba las vituallas para el viaje del día siguiente. Aquel hombre de tosco sayal y mirada serena, le hizo valorar su vida y entorno. La pobreza era relativa ante la grandeza del mar y sus riquezas naturales. Zebedeo era un hombre probo, trabajador, responsable de su familia. El libre albedrío infectaba al hombre y sería decisión de sus hijos crecer en paz o en guerra, odiando o amando. Nadie era culpable de la desgracia o el éxito del otro. Santiago responsabilizaba del fracaso a los codiciosos y avarientos.
    —El codiciar la riqueza del otro, contamina el juicio. Los ricos, por desgracia, han aprendido a vivir del trabajo ajeno. Avaros y codiciosos llevan al país a la ruina. Tenemos que aprender a vivir en la medianía y curricanear, no usar el trasmallo, hacerlo me parece deleznable. No condenemos a nuestros hijos a vivir con hambre.
    El mezcal se agotó y Santiago, babeante, dobló la cerviz y empezó a roncar. Asiria lo cubrió con una sábana y en compañía de su marido regresó a la choza. En las próximas seis horas los dos hombres estarían en altamar, en busca de alimento.
    —Santiago es un santo —dijo la mujer después de permitir que Zebedeo se deshogara.
    —Es un iluminado. Tiene el corazón de un niño y nunca lastima a nadie.
    —Tiene la certeza del trueno, nos sacude con sus palabras.
    —Es un buen pescador.
    —Tú también lo eres.
    Asiria abrazó a Zebedeo y recargó la cabeza sobre su moreno pecho. Treinta años llevaban juntos y valoraba la honestidad y el trabajo del pescador. En alguna temporada de su vida maldijo su pobreza y lamentó el no haberse desposado con un abarrotero de Cuautla. Ahora era una mujer feliz. El sueño la doblegó en ese sentimiento de quietud.
    Santiago fue el encargado de despertarlos. Murmuró en varias ocasiones el nombre de Zebedeo. Eran las cuatro de la mañana y el gallo de los Quintero había lanzado ya el primer canto. En silencio los hombres bebieron café humeante, preparado por Asiria, y cargaron las vituallas: seis kilos de tortillas, un kilo de cecina, un pollo crudo, una bolsa de sal, chiles verdes, un radio AM-FM, cinco juegos de pilas, compás, brújula  y una lámpara sorda.
    En la lancha tenían todo lo necesario para la travesía: mástil, toldo, volanta o trasmallo tiburonero (formado de tres redes con mallas del número ocho), una cimbra tiburonera, el palangre con anzuelos cebados, boyas, lastres y cuerdas de mano del ciento veinte; amanteros, tres garrafones de agua purificada, una hielera con siete barras de hielo, gasolina para cinco días, tres luces de bengala, carnadas de barlete, anafre, carbón, cuatro cuchillos, cinco encendedores y herramienta.
    Zebedeo le ofreció a Santiago una playera, un short y un sombrero de lona. No los quiso.
    —Ya habrá tiempo de arroparnos de la furia de los elementos —dijo después de persignarse.
    El Nico en nada se distinguía de las lanchas contiguas. Otros pescadores hacían los preparativos para partir. El olor de mariscos y basura descompuesta revoloteaba en el pequeño atracadero. No había visos de mal tiempo. El Sistema Meteorológico de la Capitanía de Puerto lo había confirmado durante la noche. La mar estaba en calma.
    Los dos hombres partieron a altamar a las cinco diez de la mañana del lunes 7 de julio. El traqueteo del motor ahogó los murmullos del oleaje. La lancha de doce metros de eslora enfiló al oeste y Zebedeo tuvo cuidado en comprobar que la brújula marcaba la dirección correcta.

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