martes, 14 de diciembre de 2010

Mississagua: el corazón de la niebla

Por Everardo Monroy Caracas

    Los ciclos de vida son concéntricos. Parte de un punto indefinido porque no se recuerda el origen. Nuestros padres, a través de alguna fotografía o video, nos recuerdan ese momento. Ahí empieza nuestro azoro a un hecho ajeno al propósito de estar aquí, ante el monitor de una computadora, escudriñando los pensamientos del otro.
    En medio siglo se aprende mucho por el simple hecho de hacer una rutina de sobrevivencia. Duermes o mueres dieciocho años, de cincuenta, y le dedicas muy poco tiempo al raciocinio: la caja negra del entendimiento de tu misión.
    Desde el sillón de espera de la walk-clinic hago algunas anotaciones. El dolor está aquí, presente, tangible. Las dolencias de huesos, espalda, pulmones, nariz, oídos, ojos y oídos convierten este reducido espacio en una caja de resonancias: los ayes en diferentes idiomas y sentimientos.
    Los niños de hoy, son los abuelos de mañana. Me puedo ver en los ojos de alguno de ellos, en mi cama, con fiebres muy altas, a consecuencia de la viruela. Mi tía Ana María impidiendo que me rascara las ronchas por el prurito que era molesto. Tenía que polvorearme el cuerpo con  harina de arroz y regañarme a cada momento para que no intentara bajarme del camastro y pisar descalzo el suelo de frías losetas.
    La niebla rondaba en el exterior de la casona de lamina de zinc e intentaba meterse al cuarto para darme paz, porque aquel vaho semigelido, gustaba cubrir amorosamente a su gente, a sus ancianos y niños. La naturaleza amamantando la vida animal, sin distinción de género o especie, formando parte de su propósito de existencia. Flora y fauna merecían su amor perpetuo y por lo mismo, el espíritu etéreo de la naturaleza, en forma de espesa niebla, reptaba por cada rincón del patio, la avenida Revolución y la casona de un enorme zaguán de oyamel que alertaba a sus moradores con apoyo de una pesada aldaba metálica. Un sonido indescriptible, seco, hueco, repetitivo.
    Nadie puede describir la infancia por tratarse de una etapa de ciegos, sordos y mudos. Tenemos que recurrir a nuestros familiares y amigos para intentar reconstruir someramente algunos aspectos de esa experiencia tan importante en la formación de nuestro carácter. Intento hacerlo al consignar el hecho de saber los alcances de una enfermedad invisible, pero letal: la influenza. Ella, como niebla o dama de la muerte, se ha apropiado de la visibilidad de los pacientes en una sala de espera, sin médicos o enfermeras. Todo ocurre tras una hilera de puertas plomizas que permanentemente se abren.
    Uno quisiera estar al lado de los padres, con el álbum de fotografías, recorriendo aquellos años idos. El niño levanta su carita adolorida y enfrenta los ojos rugosos de los abuelos y desconoce la diferencia entre el tiempo ido y el presente por venir. No lo entiende, solo se deja llevar por un sentimiento de gratitud. Durante sus tiempos de dolor, hubo amor y curación. No faltó la harina de arroz, la cucharada del jarabe desparasitador o expectante, y el analgésico que controló los infiernos de la fiebre e impidió que nuestros fantasmas imaginarios danzaran feroces, frenéticos sobre la almohada o bajo la cama.
    En fin, lo cierto es que hay un ciclo de vida que se cierra y tenemos que estar preparados para abonar con los huesos e ideas el destino de la descendencia. En Mississagua los edificios y centros comerciales permanecen y su gente, autómata y productiva, es la que se recicla. Los pasillos del bajo mundo de la Metrópolis, de Fritz Lang aún no se inundan. Los niños están salvados. Los brazos (el proletariado)  y la cabeza (la burguesía), requieren del corazón (los líderes religiosos). A la historia aún es posible idealizarla, mientras la niebla, el vaho de la naturaleza, aguarda el momento propicio para resurgir y protegernos y amarnos. La muerte está cerca… ahora es la nieve la que aguarda…

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