sábado, 11 de diciembre de 2010

El cuento de cuentos

Por Gabriel García Márquez

    Me doy cuenta de que el lugar en que se cometió el crimen ha sido idealizado por la nostalgia. Era inevitable: allí pasé los años de mi adolescencia, que fueron los más libres de mi vida, hasta que la familia tuvo que cambiar de aires. Después volví dos veces, siempre en relación con el proyecto del libro. La primera fue unos quince años más tarde, tratando de rescatar de la memoria de la gente las numerosas piezas desperdigadas del rompecabezas del crimen, y tratando sobre todo de encontrar el final que todavía la vida no había resuelto. No me pareció que el tiempo hubiera sido demasiado severo con nadie, ni con nada, salvo con la casa de placer de María Alejandrina Cervantes que había sido transformada en escuela de monjas. Fue una experiencia perturbadora ver un tropel de niñas con uniformes celestiales entrando por el mismo portón de trinitarias por donde toda mi generación había entrado a perder la virginidad.
    La segunda vez que volví fue a escribir esta crónica. Fui inducido por el embeleco, tan común entre los realistas teóricos, de capturar en caliente para escribirla, la misma vida que se está viviendo. Escribí en calzoncillos de nueve de la mañana a tres de la tarde durante catorce semanas sin treguas, sudando a mares, en la pensión de hombres solos donde vivió Bayardo San Román los seis meses que estuvo en el pueblo. Era un cuarto escueto con una cama de hierro, una mesa coja que debía nivelar con cuñas de papelitos en las patas, y una ventana por donde se metían los moscardones aturdidos por el calor y la pestilencia de las aguas muertas del puerto antiguo. Esa fue la única contribución de la vida circundante a mis esfuerzos de escritor comprometido. A medida que escribía me daba cuenta de que la realidad inmediata no tenía nada que ver con la que yo trataba de escribir, ni tal vez tampoco con la que recordaba, y estaba tan confundido que llegué a preguntarme si la vida misma no era también una invención de la memoria.
    El doctor Dionisio Iguarán, primo hermano de mi madre y nuestro único médico en la época del drama, murió entre esas dos visitas. Su prestigio bien ganado quedó repartido entre varios médicos nuevos, y en especial el doctor Cristóbal Bedoya, a quien llamábamos Cristo, que había hecho el tercer año de medicina en el momento del crimen, y que es un protagonista ejemplar de esta crónica. Fue el amigo íntimo que acompañó a Santiago Nasar hasta unos minutos antes de su muerte, y el único de los 20,000 habitantes del pueblo que se propuso y estuvo a punto de impedir que lo mataran. Sus testimonios fueron los más inteligentes y entrañables. Fue él quien me recordó, al término de nuestras evocaciones incansables, uno de los datos más raros de esta desgracia: la autopsia de Santiago Nasar no la hizo un médico sino el cura de la parroquia.
    Se llamaba Carmen Amador, se preciaba de haber nacido en un risco de Galicia donde nunca se habló la lengua castellana, y bastaba con oírselo decir para saber que era cierto. Yo lo recordaba con cierta amargura porque siendo muy niño me hacía repetir de memoria los falsos poemas gallegos de Gabriel y Galán, y fue quien me dijo más tarde que Dios había prohibido leer a Gil Vicente. Fue nuestro único párroco hasta donde me alcanza la memoria, pero cuando volví de adulto por primera vez se había ido sin dejar rastros.
    Nunca traté de encontrarlo. Sin embargo, durante un verano que pasé hace doce años en la playa de Calafell, muy cerca de Barcelona, alguien me habló de un cura retirado en la tenebrosa Casa de Salud del lugar, que decía haber perdido media vida en mi tierra. Lo reconocí de inmediato, aunque sólo hubiera sido por sus ojos de ternero de vientre y su castellano rupestre con cadencias del Caribe. Hablamos mucho y muchas veces hasta el final del verano, y era evidente que no había logrado asimilar el mal recuerdo de aquella autopsia.
    Un año después de que Alvaro Cepeda Samudio me dio la clave final, el libro estaba listo para ser escrito. Sin embargo, por alguno de esos motivos demasiado simples que los escritores no logramos entender, pasó todavía mucho tiempo sin que lo escribiera. Más aún: hubo una época en que lo olvidé por completo. De pronto, en el otoño de 1979, Mercedes y yo estábamos en la sala oficial del aeropuerto de Argel, esperando que nos llamaran para embarcar, cuando entró un príncipe árabe con la túnica inmaculada de su alcurnia, y con un halcón amaestrado en el puño. Era una hembra espléndida de halcón peregrino, y en vez del capirote de cuero de la cetrería clásica, llevaba uno de oro con incrustaciones de diamantes. Por supuesto, me acordé de Santiago Nasar, que había aprendido de su padre las bellas artes de la altanería, al principio con gavilanes criollos, y luego con ejemplares magníficos trasplantados de la Arabia Feliz. En el momento de su muerte, tenía en su hacienda una halconera profesional, con dos primas y un torzuelo amaestrados para la caza de perdices, y un neblí escocés adiestrado para la defensa personal.
    Sin embargo, la evocación de Santiago Nasar no fue tan comprensible como me pareció cuando vi entrar al monarca del desierto con su animal de volatería coronado de oro. Fue más bien un zarpazo del destino. En el avión de regreso comprendí que la historia tantas veces diferida había vuelto esta vez a quedarse para siempre, y que no podría seguir viviendo un solo instante sin escribirla. La sentía entonces con tanta intensidad como no la había sentido nunca en 32 años, desde el lunes infame en que María Alejandrina Cervantes irrumpió desnuda en el cuarto donde yo continuaba dormido a pesar de las campanas de incendio, y me despertó con su grito de loca:
    –¡Me mataron a mi amor!

A PROPOSITO:

    Georges Plimpton, en su entrevista histórica para The Paris Review, le preguntó a Ernest Hemingway si podría decir algo acerca del proceso de convertir un personaje de la vida real en un personaje de novela. Hemingway contestó: "Si yo explicara cómo se hace eso algunas veces, sería un manual para los abogados especialistas en casos de difamación". (Tomado del semanario Proceso, del 31 de agosto de 1981)

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