miércoles, 8 de diciembre de 2010

Huayacocotla: la otra piel del calzado/II

Por Everardo Monroy Caracas

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    El 3 de noviembre de 1945 nació Martín Gabeta en uno de los recodos del llano grande. Su primer berrido se escuchó exactamente a la una treinta y tres de la mañana y Ana María Asunción Montoya, esposa de Higinio Castrejón, le dio la bienvenida. Todos los gitanos del campamento estaban atentos del parto, porque Lina Carmona, la madre, jamás conocería el destino final de su descendencia. Martín inclinaría la balanza a favor de los hombres y de paso, tendría bajo su sino el dejar viudo a Adonay, su padre, y huérfanos a sus tres hermanos y dos hermanastras.
    Ana María, católica ferviente, tuvo la paciencia de medio hojear el catecismo del padre Jerónimo Ripalda y confirmar que el 3 de noviembre se conmemoraba el natalicio de San Martin de Porres: el misionero dominico, oriundo de Perú, que fue beatificado en 1837 por el Papa Gregorio XVI, casi doscientos años después de su muerte. Adonay no quiso saber nada del recién nacido y antes del amanecer, aún con el cadáver tibio de su esposa en el carromato de los Sandajé, huyó con sus cinco vástagos de Huayacocotla. “El hijo de Adonay y Lina ha dejado de ser gitano”, dijo con voz sombría el viejo patriarca de melena cana y ordenó que continuaran su marcha a Zontecomatlán.
    La caravana, compuesta de cinco camionetas de redilas, exhibía viejas películas en blanco y negro y mudas e instalaba su campamento en las orillas del pueblo. No duraban más de dos días en cada lugar que visitaban. Las mujeres, ataviadas con sus faldones de satín de colores brillantes, mendingaban y ofrecían sus servicios como adivinadoras del futuro. En Huayacocotla les tenían estima porque jamás causaban camorras o robos y simplemente buscaban allegarse de un poco de comida y dinero para sobrevivir.
    La familia Castrejón era su principal mecenas. Recibían sin pago costales de maíz amarillo, frijol negro, piloncillo y sal granulada, de la gruesa, y varias cajas de aceite comestible. También diesel para su transporte. Don Elfego, cabeza del clan, logró salvar su vida por el auxilio oportuno de uno de esos hombres errantes con un paliacate rojo a la cabeza. En el verano de 1939, un escorpión de cabeza colorada lo pinchó en el muslo derecho mientras dormía y Oscar Manuel, el primogénito, intentó llevarlo en su camioneta Ford V-8 a un hospital privado de Tulancingo. Durante el trayecto encontró a la caravana de gitanos que se desplazaban en destartaladas camionetas semicubiertas de lodo y uno de ellos, de apellido Sanromán, con su propia saliva maceró una rama de epazote, dos dientes de ajo y otras yerbas silvestres. La masa verdosa, de sabor amargo, terminó en el estómago del cacique. En menos de dos horas, la fiebre y los espasmos desaparecieron y don Elfego logró recuperar el conocimiento y la vista. Desde     entonces, todo gitano que se internara al territorio de los Castrejón recibiría ayuda material y el respeto de las autoridades municipales y los pobladores. El padre Guevara tuvo que ser tolerante, más conmiserativo y menos visceral en sus comentarios. Dejó de criticar en sus sermones dominicales las prácticas paganas de esa raza húngara que, en torno a una fogata, bailaba, cantaba y se emborrachaba durante las noches de plenilunio.
    “Llévame con doña Clotilde”, ordenó Ana María a su chofer y capataz de la Quinta Los Tres Laureles.
    El ronroneo de la maquina del jeep desencadenó una nueva andanada de ladridos. Dando tumbos recorrió las sinuosidades de la llanura y el recién nacido, envuelto en un sucio cobertor de tul escarlata, era ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Dormía sin dejar de chupar sus pequeños y regordetes deditos. Ana María lo acunaba en sus brazos y cavilaba mientras se internaban entre el caserío del barrio de Agua Caliente.
    “El chamaco va a conservar el Gabeta de su padre, señora? –preguntó Carmelo Torres, sin apartar la vista del parabrisas.
    Ana María, murmuró, casi como un rezo:
    “Martín Gabeta, siempre será Martín Gabeta y estará bajo mis cuidados, por ser mi ahijado. Higinio se alegrará porque siempre quiso tener un verdadero gitano en la familia. Ya lo tenemos”.
    El cadáver de Lina Carmona quedaría bajo el resguardo de los Castrejón, por pedimento del patriarca. El juez de paz, por instrucciones de Ana María, sería el encargado de hacer todo el papeleo oficial y organizarle un sepelio decente antes de ser trasladado al panteón municipal. Martín Gabeta cuando cumpliera los diez años conocería los pormenores de su nacimiento. Junto al cadáver de su madre enterrarían el ombligo y los trapos de sangre que se utilizaron durante el parto.
    “Quiero que le digas a Rocío que me lleve una ramas de fresno  para que doña Clotilde las hierva y bañe al bebé antes del mediodía, no quiero que se me enronche”, ordenó Ana María. Su cabello largo, muy negro, caía libremente hasta la cintura, sobre el rebozo de encaje que tejió, al lado de otras mujeres casadas, en el curato de la iglesia del apóstol Pedro. Sus rasgos españolados, de mejillas hundidas y pómulos saltones, resaltaban la carnosidad de sus labios granate y unos ojos oblicuos, grandes, de un azul cielo refulgente.
    “Está precioso el chamaco, señora, será fuerte y recio como Adonay”, dijo el capataz y dejó al descubierto sus dos incrustaciones de oro blanco.
    “Ojalá y no herede de él su cobardía y alcoholismo”, dijo Ana María y sonrió al mirar la carita aceitunada, redonda, de Martín, semejante a uno los angelitos pintados bajo los pies de la Virgen de Guadalupe.
    Eso pensó ella en el instante mismo de recular el jeep al detenerse frente a una de las casas de madera renegrida con techo de tejamanil de dos aguas y un patio pelón al frente, cercado y sumergido en una pesada niebla azulosa. Carmelo bajó el vidrio de la ventanilla y gritó en tres ocasiones el nombre de doña Clotilde.
    “Ya oí… ya oí… no hay porque hacer tanto escándalo”, atronó una voz cascada, de gallina cloaca, desde el interior de la vivienda.
    “Ya le trae el chamaco la patrona, doña Clotilde”, informó Carmelo antes de descender de la unidad.
    “Pos muy a tiempo, porque Micaela ya tenía las dolencias en los pechos por tanta leche acumulada”.
    La luz de los fanales le dio presencia a la anciana, envuelta en un grueso jorongo negro, de lana. Arrastraba los pies al caminar y se ayudaba con un grueso bordón de cedro laqueado, regalo de Ana María. En esos instantes, Martín Gabeta empezó a lloriquear y sus berridos alcanzaron a oírse hasta el campamento gitano, en pleno llano grande.  
   

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