martes, 7 de diciembre de 2010

Huayacocotla: la otra piel del calzado/I

Por Everardo Monroy Caracas

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    Uno puede despertar y creer que los recuerdos son verdaderos. Alterar el orden de las cosas, rebelarnos por el simple hecho de no compartir normas establecidas por una autoridad arcaica. Ellos nos someten con las mismas reglas de la necesidad corporal y cognoscitiva. Entonces decides alterar tu visión emocional y sumergirte en una especie de filigrana multicolor que te arranca parte de tu vida. Ya no eres la misma persona, has dejado de existir.
    Cuanto tiempo tardaste en darte cuenta que ya no respiras, que tu cuerpo se ha corrompido por la misma acuosidad de la penumbra y sus miasmas. Los gusanos te devoran e intentan abandonar el sarcófago de acero. Te has multiplicado en menos de dos semanas. Golpetean los filamentos que formaban parte de un algo tocable y palpitante, dúctil y aprensivo, gozoso y fugaz, como el tonto latido de una vena carótida.
    Quieres hablar y no puedes. Sigues bajo la presión de tu propia culpa. “Por qué le permití que abandonara la casa y se marchara a Tulancingo?”, escucho los sollozos de mi padre. “Cálmese, lo importante es que lo encontró”, otra voz masculina interviene. Tal vez sea el entomólogo forense. Tal vez. Los gusanos rasgan sin piedad el omoplato y libremente entran y salen por las porosidades de mis oídos. Es como si una olla exprés dejase escapar un vapor corrosivo y amenazara con derretir los pocos residuos de cerebro que me quedan.
    Huayacocotla es indiferente a lo que le ocurre a la familia. Los Castrejón tienen dinero y el control absoluto del mercadeo de la carne y los granos. Cada rancho aledaño depende de sus precios, superiores a los tasados por el gobierno. De ahí que aún conserve un puño de maíz amarillo en el bolsillo trasero del pantalón marrón, el que me regaló la abuela Clotilde. “Ahorita no le podemos dar información, entiéndalo”, alguien se disculpa. La otra voz insiste: “Como supieron con exactitud que aquí lo inhumaron, comandante?”. “Por favor, Chela, aguántate un poco, no podemos reventar esto ahorita. Danos un poco de tiempo para encontrar alguna prueba que nos lleve a los asesinos”. Todo ocurre en un paraje adyacente al barrio de Agua Caliente, entre la maraña y el ocotal recién removido, dentro de la Quinta de los Garrido, a unos trescientos metros del llano grande.
    “Ya está en la etapa de descomposición de la carne, este cadáver ya lleva más de dos semanas aquí”, reitera el entomólogo forense. “El descarnamiento es evidente, doctor”, dice su acompañante. Los policías ministeriales han logrado aislar la zona, el riachuelo que baja por la colina de encinos, enebros y pinos zigzaguea antes de perderse en el siguiente montículo pedregoso. Sigo ahí, en el mismo sitio, y escucho con una claridad sorprendente la caída espumajosa del agua. Siempre he creído que las larvas depositadas en mi carroña, son de moscas y que en cualquier momento me abandonaran. Coleópteros necrófilos, les dicen. Desde la multitucidad de sus ojos observaré la tierra corrugada por cordilleras y barrancones inhóspitos, como culebras barrosas que reptan entre el mar y los verdes valles del altiplano. Siempre tuve el deseo de recorrer la serranía de Huayacocotla hasta los linderos de la huasteca hidalguense. Bajar a las profundidades de Potrero Seco o llegar hasta el cenit del Poxtetle y el Corcovado; revolotear entre los riscos de piedra caliza de la Paloma, con paredones lustrosos por tanto lagrimear y donde el sol se ha negado a descender. Ya de regreso, sobre la agreste conífera natural de la serranía, arrullarme bajo el manto infinito de la noche, en uno de los recovecos de ixtle y líquenes sedientos de lluvia de la Cumbre o el Tepolo.
    Lo importante es creer y defender esa idea aunque nos confirmen que estábamos equivocados. Enfrentar la verdad sin cara de bandolero, sino de revolucionario. Partir del propio terreno social que nos permitió acrisolar el abanderamiento de nuestra causa. Estar a favor o en contra de la injusticia. Por ejemplo, algo tan concreto como oponernos a la explotación del caolín y ser indiferente a las advertencias reiterativas del presidente municipal, Conrado Pereira por impedir el paso de la maquinaria pesada de la compañía minera Walter Run, con sede en Chicago, Illinois. Tras el escritorio de caoba, sin el sombrero redondo, de lona y canutillo, me señaló con el dedo índice sin uña, y noté el amoratamiento de sus labios y la apestosidad del aliento. Aún conservaba los pringos del zacahuixtle en su bigote entrecano, adheridos en su reciente acostón con la secretaria del ayuntamiento, hija de su comadre Refugio Muñoz y lideresa del mercado municipal.
    Entonces imaginé que al abrir los ojos y hurgar en aquel estrecho espacio circular podía resolver el misterio de mi propia desaparición. Pude seguir de cerca el estallamiento de la piel y la gasificación de mis músculos y tejidos, como pequeñas erupciones, hasta obligarme a gemir de terror al descubrirme solo en esa coladera herrumbrosa. No habría salida, seguiría ahí sin un tiempo preciso, aislado del mundo exterior, de las coníferas y los caseríos, de los huertos frutales cuajados de olmos y manzanos y las llanuras pelonas con las marcas repetitivas de las recuas. Difícilmente alcanzaría la libertad y denunciaría a mis torturadores. “El pinche viejo no sabe que ese par de zapatos que le regaló, tienen parte del nieto. Es usted muy cabrón, mi jefe”, fue lo último que escuché antes de percibir el ronroneo de la sierra eléctrica.

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