lunes, 6 de diciembre de 2010

Huayacocotla: El sombrero del tío Ramón

Por Everardo Monroy Caracas

    Huayacocotla es un pueblo frio, habitado por fantasmas. Su caserío está inmerso en un algodón de niebla. Imposible mirar mas allá de dos metros. La gente se vuelve sombras y olores y ruidos. Uno aprende a identificarlos por la manera de desplazarse y el fragor de sus pisadas. Y cuando el verano disuelve aquel vaho mortuorio, el color de las cosas relumbra y enceguece. Nos volvemos mortales y descubrimos que la risa tiene dientes y las lagrimas, ojos.
    En octubre y noviembre, si mal no recuerdo, eran tiempos de penumbras y miedo. Mi tío Ramón Baca esperó la fecha indicada para materializar su amenaza. La gente estaba recogida en sus casas, huyendo de los espectros y aluzando a sus santos con veladoras. Era noche de muertos y durante el día visitaron sus tumbas, les llevaron flores, música y agua y hablaron con ellos. Antes de regresar a la paz de sus sepulcros, los dejaron vagar por el pueblo, visitar a sus deudos y comer y beber los manjares colocados en los altares de su casa.
    --Sergio… Sergio, levántate… --oí tras la puerta, la voz rasposa del tío Ramón.
    Sergio bajó del camastro y lo dejó pasar: enorme, obeso y de una piel muy blanca, casi lechosa. Tenía los ojos verdes, como canicas de esmeralda, y el cabello escaso y trigueño. Cuando bebía brandy, su enorme nariz españolada tomaba una coloración sanguínea, y el corazón se le ablandaba. Dejaba de refunfuñar, pelear con mi tía Ana María y pasaba más tiempo en la cama. Jamás se separaba del sombrero y el jorongo de lana. Esa noche llegó sin su tejana y cuerdo.
    --Tengan la lámpara –le dijo a mi hermano con acento imperativo—y van por mi sombrero, lo dejé sobre la tumba de tu abuelo Elpidio…
    --Ahorita o mañana? –Sergio evitó evidenciar miedo para no alterarlo. Le temía, como yo.
    --Ahorita, ahorita y te vas con el meón de tu hermano, a ver si así deja de podrir las colchonetas…
    Sergio probó que la lámpara sorda encendiera. Aguardó a que el tío se retirara para vestirse y obligarme a hacer lo mismo. Diez minutos después, ya estábamos en la calle, con nuestras botas de hule, gruesos ponches de lana y sombreros de palma. Los perros no dejaban de escandalizar ante el rechinido de las pisadas.
    Tendríamos que recorrer casi dos kilómetros para llegar al cementerio. Estaba a la orilla de la carretera a Tulancingo, aún dentro del tramo de la avenida Revolución. Mi hermano, a pesar de frisar los diez años, no evidenciaba flaqueza en esta clase de misiones. Como le sucede a los aguacates, los golpes aceleraron su proceso de maduración. De ahí su rebeldía ante el autoritarismo de los adultos, en este caso del tío Ramón.
    --No llores, hermano –pidió Sergio al escuchar mis primeros gemidos--. El diablo no existe, tampoco los muertos. Vamos a rezar un Padre Nuestro…
    --Es que no quiero ir…
    --Tenemos que ir, o quieres que el tío nos castigue?
    --No…
    El tío Ramón hacía sentir su autoridad con un fuete de cuero negro, el mismo que utilizaba cuando cabalgaba. Sergio, por su mismo carácter intransigente, era el más apaleado. En mi caso, debo reconocerlo, siempre conté con la protección de mi tía Ana. Nunca permitió los castigos en mi contra con tablas, cinturón o fuete, de manos de su esposo. Solo regaños. Sergio optaba por huir de la casa y refugiarse en el cuarto del primo Chava, el hijo del tío Salvador Monroy. Por lo mismo, en 1966 nos separaron y él fue enviado a un seminario de Veracruz, donde suponían terminaría de sacerdote.
    Nuestra labor en la casona de los Baca Monroy solo era alterada los domingos. De lunes a sábado, después del regreso de la escuela teníamos que limpiar el gallinero y el corral del caballo, sacar agua del pozo para llenar dos o tres enormes tinajas de barro, regar las plantas del corredor, barrer los dos patios con escobas de vara, y desyerbar la base del cercado. Muy temprano, cuando el tío Ramón abandonaba la cama, vaciábamos su bacinica, medio llena de orines, en la letrina de madera. Huayacocotla empezó a tener tazas de baño, regaderas y lavabos hasta mediados de la década de los setenta. El trasero lo limpiábamos con trozos de papel periódico o estraza, el mismo con el que envolvían en las tiendas el pan, la sal y el piloncillo.
    --Padre nuestro que estás en los cielos… santificado sea tu nombre…
    Una y otra vez, apelamos al Padre Nuestro para evitar la cercanía del mal. Nuestras mentes infantiles creían en la fuerza protectora de un poema creado dos mil años antes por el hijo de un carpintero de Jerusalén, en el oriente medio. La iglesia cristiana lo hizo suyo y diseminó por el mundo, en todas las lenguas posibles. También lo recitan ante sus altares los indígenas del norte de Veracruz: otomíes, tepehuas y nahuas.
    De la mano de mi hermano, nos fuimos abriendo paso entre la niebla y el miedo. Así llegamos hasta el viejo portón enrejado del cementerio. Aún tengo grabada la imagen de esa bocaza monstruosa que amenazaba tragarnos. El griterío ronco de las ranas y sapos volvían más tétrico ese momento. Sin embargo, el miedo al tío Ramón era mayor al de los muertos y demonios.
    --…Danos hoy el pan nuestro de cada día… y perdona a los que nos ofenden… no nos dejes caer…
    Nos internamos al panteón y luego de cruzar infinidad de tumbas, en su mayoría, de cemento añejado y cubiertas de flores de cempaxúchitl, alcatraces y rosas blancas, alcanzamos nuestro objetivo. El rostro me ardía por las costras semicongeladas de lágrimas y mocos. La tejana del tío Ramón yacía sobre la losa de mármol donde reposaban los restos del abuelo Elpidio. Sergio lo agarró y nos dimos vuelta, yo tiritando y sin dejar de recitar el Padre Nuestro.
    En el portal del cementerio, sin dejar de reír, nos esperaba el tío Ramón. Sergio le entregó su sombrero y en respuesta, nos entregó dos billetes de a peso cada uno. Lo doble de lo que me daba los domingos mi padrino Audón Cordero.
    --Así me gusta, que sean hombrecitos –exclamó y aluzándome la cara con la lámpara sorda, me advirtió—y usted si sigue mojando la cama, lo vuelvo a mandar al panteón, pero sin su hermano…
    Cuarenta y seis años después de ese incidente, ya en Mississagua, Canadá, mi nieto Próspero, de seis años, se orinó en la cama. Despertó a su mamá a las tres de la mañana y le comentó del incidente. No hubo reprimenda, simplemente volteó el colchón, puso sábanas limpias y le cambió la piyama al niño. De volver hacerlo, me dijo su madre, lo llevarían al médico. En realidad se trató de un simple descuido. Prospero bebió demasiado jugo de manzana y no orinó en la taza del baño antes de irse a la cama.
 

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