jueves, 2 de diciembre de 2010

Huayacocotla: La muerte de Chencho Pelcastre

El llano grande
Por Everardo Monroy Caracas

    Ausencio Pelcastre fue mi mejor amigo. Estuvimos juntos desde el segundo al quinto grado de primaria. Vivía con sus padres y hermana en una casa de madera, al borde del llano grande. Su familia fabricaba huaraches y resorteras para su venta. Utilizaban neumáticos viejos y cuero de res que adquirían con los carniceros de Huayacocotla. En una ocasión nos internamos al huerto de mi padre, colindante al llano grande y Chencho, como le llamábamos, extrajo de sus ropas una pistola que había construido con madera, metal tubular, una liga ancha y un clavo como percutor. Fue la primera vez que vi una verdadera arma de fuego, calibre 22, y la escuché detonar.
    Una o dos veces al mes nos íbamos de “pinta” a cazar cuervos, conejos y ratones de pradera. Yo era pésimo en el manejo de la resortera --allá le llamábamos “charpe” a la Y de madera con dos tiras elásticas unidas a un trozo de cuero-- y la mayoría de las sangrantes presas terminaban en el morral de ixtle de Chencho. En una ocasión asó un pichón a la vera del riachuelo que corría en las cercanías del llano grande. También comimos rana asada y nos medio emborrachamos con un “curado” de pulque, traído de Agua Blanca, un pueblo cercano a Tulancingo.
    Mi tía Ana María Monroy lo estimaba por la forma desenfadada de vivir. Se trataba de otro de sus ahijados, de los muchos que tenía en el pueblo y en las rancherías aledañas. Sin embargo, siempre me advertía de los riesgos al acompañar a Chencho Pelcastre en sus correrías. Por ejemplo, recuerdo que un domingo sacamos a hurtadillas una yegua atada frente al hotel de mi abuelo, y le montamos. La bestia, al sentir los pajuelazos lanzados por Chencho, partió a gran velocidad en dirección de la carretera. En uno de los tantos saltos, fui lanzado al vacio y tuve la suerte de caer en un montículo de tierra suelta, recién extraída de una zanja. Durante varios días lucí un enorme chichón en la frente. Por el susto tuve que beber una copita de aguardiente con piloncillo y yerbas medicinales para impedir la huida de mi espíritu. De suceder esto, poco a poco enflacaría hasta morir, según las creencias de nuestros ancestros. Solo fui alimentado con una cemita, que así llamaban a un pan de la región, y no pude acceder a la barbacoa de borrego que le regaló a mi tía Ana María una comadre de Vivorillas.
    Chencho Pelcastre se hizo hombre y abandonó los estudios al término de la primaria. Por su carácter bronco y fiestero hizo amigos y enemigos al por mayor. Las mujeres casadas lo perseguían durante el día, mientras sus hombres se partían el lomo en las parcelas o comercios. Chencho tenía el suficiente tiempo y vigor para atenderlas y aplacar su furor uterino. En las fiestas, Chencho demostraba sus habilidades en el baile, la monta de toros y la lucha campal a puño pelón. Tenía la sucia costumbre de noquear a sus adversarios y ya en el suelo, orinarlos.
    Su hermana, la niña flacucha y granienta, terminó siendo una atractiva mujer, de cintura estrecha, caderona y trasero singular. Inquietaba terriblemente a los hombres casados, entre ellos a mi propio padre. Por ella me enteré del trágico final de mi amigo: lo balearon al término de una fiesta.
    --Y qué piensas ser de grande, Chencho? –le pregunté en una de las tantas incursiones por el cerro de Las Ollas, a lo largo de la carretera Huayacocotla-Tulancingo.
    --Voy a tener un cabronal de vacas, toros y caballos y quiero ser ranchero y jugar a los gallos…
    Chencho tendría nueve años de edad, uno más que yo, y ya era muy ágil en la monta de caballos, desconocía el miedo al enfrentar el peligro. En esos momentos, jugueteaba con una carita de barro, elaborada por alguna antigua cultura prehispánica. La encontró cerca de donde nos tumbamos a descansar.
    --Y tú qué quieres ser de grande? –me la reviró Chencho.
    --Maestro o licenciado para trabajar con mi tío Ramón, eso me ha dicho mi tía Ana…
    --Bueno, mejor, así me sacarás de la cárcel…
    Y ambos nos quedamos absortos, bocarriba, observando las agujas triangulares de los pinos que se desparramaban por toda la ladera del cerro. La niebla empezaba a ascender con su generoso aliento de vida y muerte...
    Mientras escribo estos recuerdos, escuchó la discusión de dos mujeres que están en la lavandería del edificio. Son polacas y el tono de su voz le imprime tensión al pleito. No es un hecho aislado, eso ocurre cotidianamente en esta construcción de seis niveles, donde comparto espacio con una hija, mi yerno y dos nietos. Frente a mi tengo una vieja fotografía de Huayacocotla, tomada desde una de las cúpulas de la iglesia del apóstol Pedro. En ese mismo lugar, corretié con Chencho Pelcastre para evitar que el cura jesuita nos obligara a rezar diez aves marías y dos padres nuestros, solo por faltar un viernes a la escuela y, en mí caso, dibujar al maestro Mayoral en el pizarrón, defecando en cuclillas tras un maguey. No me suspendieron de la escuela por ser sobrino de Ramón Baca, el cobrador de impuestos, y Ana María Monroy González…

1 comentario:

  1. Distinguido Señor Everardo Monroy, ha sido un gusto encontrar el sitio donde alberga sus aventuras llenas de recuerdos de nuestro Huayacocotla, Reciba un fuerte abrazo, José Roberto Guzmán Pérez: jrguzmanperez@gmail.com

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