sábado, 18 de diciembre de 2010

Bus: la otra casa del migrante en Canadá

*En 281 rutas se moviliza la cuarta parte de la ciudad de Toronto
*La mayoría de los afrocanadienses monopolizan 
los asientos traseros
*Es muy común encontrar pasajeros que 
hablan solo o duermen plácidamente


Por Everardo Monroy Caracas

    El hombre habla solo y manotea. Nadie le hace caso. Es africano y le exige a la mujer inexistente que lo deje en paz. Está harto de ella. En el autobús número 45 viajamos 37 personas y cada uno va ensimismado, consumido por el calor. La ruta es Steels-Kipling-Dundas, una de las 281 rutas que tiene el Transporte Colectivo de Toronto (TTC).
    En un principio sorprende ver y escuchar a personas que monologan en voz alta. También el percibir que difícilmente algún pasajero sonríe o intenta dialogar con su compañero de viaje. Algunos leen o dormitan.
    “No los veas mucho porque los incomodas y hasta pueden denunciarte”, me dice en un mal castellano el canadiense que me acompaña.
    La ciudad de Toronto es rectangular y es dividida de norte a sur por la avenida Yonge. De oeste a este, los carriles más largos son Steels, Finch, Lawrence, Eglinton, Bloor y Dundas. No es problemático llegar de un punto a otro porque el transporte público es fluido. Hay más de ocho mil camiones para cubrir la demanda del pasaje, según datos de la TTC. En el 2007 la ciudad estreno otras 800 unidades, así lo publicito el gobierno local en grandes cartelones. Fueron adquiridos con el impuesto a la gasolina.
    Rod, un chofer de la ruta 32 que circula por todo Eglinton, asegura que son los afrocanadienses quienes más basura arrojan en las unidades. Los hispanos son más cautos y menos problemáticos. Normalmente les gusta sentarse en los últimos lugares, en la parte trasera.
    “En el periodo escolar, de septiembre a junio, hay más escándalo por los estudiantes. En estas fechas el trabajo es más tranquilo y sólo lidiamos con las personas que se drogan o tienen problemas mentales”, comenta.
    Una afrocanadiense jala el cordón amarillo para anunciar su descenso. Lleva un bebé en una carreola. Intento ayudarla a descender, pero mi acompañante me lo impide. “Te puedes meter en problemas”, alerta. “Se vuelca la carreola o se cae el niño y tú serás el responsable”.
    Algo parecido escuché durante la temporada invernal. Si alguna persona se resbala a consecuencia de la nieve o hielo recomiendan no levantarla, sino pedir ayuda al 911. Es lo mejor.
    Una vecina tuvo una lamentable experiencia por ese hecho:
    “Yo vivía antes en la Panorámica, por la Finch, y tenía que caminar unos cuarenta metros antes de llegar a la parada del autobús. Resbalé y me lastimé el tobillo derecho y nadie quiso auxiliarme. Por fortuna traía mi celular y logré pedir auxilio. A la gente que le pedía me ayudara, simplemente contestaba que le hablaría a la policía. Tardé más de una hora para ser rescatada de la nieve”.
    En las 30 salidas del subway Kipling-Kennedy es posible abordar los autobuses y continuar el viaje hasta su destino final. Lo mismo ocurre con las 33 de Downsview-Finch; cinco de Sheppard-Don Mills y seis de Kennedy-McCowan. Con la ayuda de un “transfer”, como le llaman al boleto temporal que se obtiene en la estación o de manos del chofer, no hay necesidad de invertir más dinero. Durante dos horas es posible brincarse de una unidad a otra en las principales intercepciones.
    El transporte colectivo de Toronto es uno de los más caros del mundo: Tres dólares el viaje. De ahí la necesidad de comprar boletos especiales por un mes, semana o día. En el primer caso, la inversión es de 109 dólares y se llama Metropass.
    “Para quienes vivimos en Toronto y trabajamos o estudiamos el Metropass es un artículo de primera necesidad. Se recomienda para aquellos que viajan más de cuarenta veces al mes”, dice José Luis García, un paralegal que lleva 14 años en Canadá.
    Las personas que reciben welfare o ayuda económica del gobierno, disponen de 100 dólares para ese fin. Sin embargo, es necesario que haga un voluntariado social para obtenerlo. Tienen que trabajar de tres a seis horas por semana en alguna iglesia o centro comunitario para hacerse acreedores de esa ayuda.
    “Yo prefiero quedarme sin comer a no tener el Metropass”, acota Carina, solicitante de refugio político y alumna de una escuela de inglés para adultos.
    Algunos inmigrantes en proceso de refugio estudian y trabajan y, por lo mismo, deben de desplazarse de un extremo a otro de la ciudad.
    Ellen, una jamaiquina bullanguera, vive en la Rathburn y su odisea diaria depende de la celeridad del transporte. Su escuela está en la Lawrence West, cerca de la estación del subway, y su trabajo de limpieza en la Sheppard y Meadowvale, en la parte este de la ciudad.
    En esta temporada de vacaciones escolares, Ellen tiene que abordar el autobús 48 y descender en Kipling, donde continúa su viaje en una unidad 45. Después se introduce a los pasillos de la estación del subway Kipling y se desplaza por toda la línea verde hasta la estación Kennedy. Ahí cambia de tren y llega a la parada de Scarborough Centre para ascender al penúltimo camión, el 38, y ya en la Meadwvale internarse en la unidad 116 hasta su ruta final. Invierte tres horas diarias de su vida en el interior de los autobuses y trenes.
    “Uno se acostumbra a estas rutinas y trato de encontrarle su lado amable. Siempre leo o escucho música, de esa manera me relajo”, comenta.
    En cada bloque de la ciudad hay etnias que predominan. Por ejemplo, en la parte noroeste radican más afrocanadienses e hindúes y en el sur y una parte de la noroeste, asiáticos e hispanos. Por la sur e incluso dentro de downtown, los portugueses e italianos tienen una mayor influencia. En las avenidas Jane, Wilson, Weston, Sheppard, Bathurst y Dufferin es posible observar a un buen número de hispanos, principalmente de México y Centroamérica.
    Los streecar que recorren la Sant Clair , Queen, King o Spadina rescatan un poco a la antigua ciudad de Toronto. Los turistas disfrutan el viaje, por encontrarse muy cerca del lago. Sin embargo, para la mayoría de los pasajeros simplemente es un medio más de transporte que los enlaza a sus hogares, centros de trabajo, lugar de esparcimiento o comercio. Nada extraordinario.
    En Toronto está prohibido que los bebés estén en brazos de sus padres o parientes. Tienen que desplazarse en el interior de los autobuses con ayuda de carreolas. Lo mismo ocurre en el subway, de esa manera se evitan accidentes mortales.
    Los torontenses han aprendido a tolerar a los enfermos mentales que utilizan el servicio de transporte público. Por lo mismo, les son indiferentes los monólogos y las expresiones de quienes sufren algún tipo de alucinación, como el afrocanadiense que viaja en uno de los asientos del fondo de la unidad. Seguramente discute con alguna mujer, tal vez su ex esposa, porque insiste en aclararle que no quiere problemas, únicamente intenta abrazar a su hijo. Sorprende que los pasajeros que comparten el lugar continúen a su lado, impasibles, indiferentes. Incluso uno de ellos lee su periódico y en nada le conmueve lo que escucha.
Rod, el chofer, sintetiza esa visión:
    “Aquí es muy común ver gente que habla sola y uno supone que su daño emocional tiene mucho que ver con los medicamentos que toman o por las lesiones psicológicas que tienen por haber participado en alguna guerra en su país de origen. Por eso a nadie nos sorprende escucharlos tener conversaciones con seres invisibles. Mientras no nos agredan, todo está bien”, puntualiza.

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