miércoles, 15 de diciembre de 2010

Fusilados/I

Por Everardo Monroy Caracas

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    Carlos Morales López dejó de ser guatemalteco el día que asesinaron a su hermano Héctor Aroldo, de 37 balazos. Lío, como le apodaban cariñosamente, fue fusilado en el Cementerio Nacional y jamás entregaron el cadáver a sus familiares. Al lado de cinco guatemaltecos, debilitados por la tortura, hambre y miedo, recibió la descarga del pelotón de fusileros y en esos instantes, tres de la mañana del jueves 3 de marzo de 1983, el general Efraín Ríos Montt era informado con detalle de lo ocurrido.
    En veinte días, el presidente de la Junta Militar celebraría su primer año de gobierno, después de asumir el cargo a través de un golpe de estado. Cerca de 300 mil personas, entre militares, civiles y guerrilleros, habían muerto en las últimas tres décadas, desde que el “Ejército de Liberación”, entrenado y financiado por el gobierno de los Estados Unidos, invadió Guatemala y depuso al presidente constitucional, de centro izquierda, Jacobo Arbenz Guzmán. En el asesinato de Lío, de los hermanos Walter Vinicio y Sergio Roberto Marroquín González; , Carlos Subuyuj Cuc, Pedro Razón Tepet y el hondureño Marco Antonio González, participaron —directa e indirectamente—, oficiales de la unidad clandestina del ejército guatemalteco, G-2; paramilitares, policías nacionales, legisladores y funcionarios del poder judicial. Fue un crimen de Estado, avalado por un Tribunal del Fuero Especial y la cruzada punitiva de finqueros, banqueros e inversionistas extranjeros que intentaban defender a sangre y fuego sus propiedades, familia, confort, ideología y religión.
    Su derecho de poseer una gran tajada de los 20 mil 496 millones de dólares del Producto Interno Bruto de ese país centroamericano.
    Carlos no lo entendió así y a sus 23 años, dos más que Lío, simplemente decidió exiliarse en el extranjero —primero en México y seis meses después en Canadá— y dejar atrás aquel país sangriento, milenario y empobrecido. La única referencia obligada de Guatemala sería su gusto por los plátanos fritos, las tortillas de maíz, los “chuchitos”, las alubias pintas y el decir “vos” por usted o “guevón” por canalla.
Lo chapín difícilmente se le desprendería.
    Tampoco olvidaría el llanto incontrolable de su padre, cuando el 9 de septiembre de 1982 le informó sobre el secuestro de Lío. Don Carlos únicamente alcanzó a balbucir:
     “Hoy sí, ya me mataron a mi hijo”.
    Esa imagen lacerante lo acompañaría en años consecutivos y en sus momentos de reflexión, ya con el dominio absoluto de una nueva lengua extranjera, comprendería que el hombre se mueve por sentimientos y necesidades reales y que los equilibrios de vida estaban precisamente en la familia, las ideas nobles y el derecho de dar y no quitar.
    El entender que el otro, por muy equivocado que se encuentre, algo debe poseer para invertir, así sea la disponibilidad de escuchar, su deseo de corresponderle al prójimo o el respetar sin reticencias la ignorancia o el conocimiento de su interlocutor.
    La política de la tortura y las armas eran justificables en el momento que la irracionalidad tomaba el mando y se suponía que el más débil tenía derecho a ser levantado bajo presión o miedo y así edificar una economía de mercado, en donde el consumo y la divisa eran el eje de todo.
    Héctor Aroldo, Lío, indirectamente había contribuido a ese cambio de actitud del clan Morales López y el mismo inglés de origen anglosajón, el de los marines y republicanos que ordenaron su asesinato, ahora era el vaso comunicante de quienes sobrevivían en Nueva York, Chicago o Toronto y trataban por convicción o necesidad a inmigrantes latinoamericanos, tan ajenos del mundo que eran capaces de creer que él éxito de vida se mide con el rasero de los dólares y los enlatados de carne molida o verdura refrigerada.
    Carlos sin proponérselo, veintidós años después de ver por última vez a Lío en aquella sala de visitas del calabozo de la Policía Nacional, sin dientes y chupado por la tortura, intentaba edificar una especie de puente plegadizo en donde cada persona sería responsable de sus actos y el costo de los errores podrían llevarlo al autoexilio, pobreza material o al envilecimiento. Manipular voluntades y levantar espejos para enfrentar la verdad, minaban los espacios de luz de sus acompañantes y los convertía en una especie de batracios de aguas profundas, vulnerables a cualquier iniciativa destructiva. Especie de platijas con ojos separados y sin objetivo fijo.
    Una mordida de perro con hidrofobia podría superarse con catorce inyecciones en torno al ombligo, como le ocurrió en tres ocasiones durante su infancia, pero difícilmente había algún antídoto para la codicia, envidia, resentimiento, frustración y miseria mental.
    Algo de todo esto contribuyó en la ejecución de su hermano Héctor, el mismo ser que el primero de junio de 1962 salió del vientre de su madre, doña Hercilia López Castillo, y que veinte años nueve meses después fue inhumado clandestinamente por los militares en un lugar desconocido de Guatemala.
    Lío era el séptimo hijo de doña Hercilia y el sexto de don Carlos. Doña Hercilia a los quince años de edad, tuvo su primer hijo, Oscar, producto de una relación obligada. Eso sucedió en Huehuetenango, su tierra natal. La mujer de sangre quechua lo amamantó y cuidó hasta que Oscar se hizo independiente y retornó a manos de su padre, un comisionado policiaco. Oscar ingresó a la Guardia Nacional y eso ayudó a que Carlos y una enviada de Amnistía Internacional hablaran por última vez con Héctor. Sin embargo, nada pudo hacer para evitar el fusilamiento de su medio hermano.
    De Huehuetenango, doña Agripina Castillo, madre de Hercilia, se trasladó con sus hijos a la ciudad de Guatemala. Lo único que llevaba a cuestas eran unos cuantos quetzales y su sazón. Su marido había muerto electrocutado y en esa región serrana el futuro era cada día más incierto y violento. En la capital del país lograron conseguir una casa y enfrentar ahí los primeros embates de la inseguridad y carencia material.
    Eso ocurrió en 1946, en los tiempos que gobernaba el primer presidente constitucional del siglo XX, Juan José Arévalo, quien hasta 1944 había vivido exiliado en Argentina. En junio de 1944 fue obligado a dimitir el general Jorge Ubico Castañeda, al frente de la presidencia de la República desde 1931, y Arévalo fue impulsado como candidato único, por el Frente de Liberación Popular y el Partido de Renovación Nacional. Uno de sus coordinadores de campaña fue un oficial del ejército, de ideas progresistas, Jacobo Arbenz Guzmán.
    Doña Agripina, como miles de guatemaltecos, entendían la política desde la esencia misma del quetzal. Los rostros sonrientes que aparecían en los carteles prometiendo justicia social o una reforma agraria, nada podrían decirles, sino por el contrario les provocaba repudio y un resentimiento obligado.
    La miseria era generalizada y difícilmente despertaba simpatías o vocación participativa el asunto de acotar la radio de influencia en la economía local de la United Fruit Company, trasnacional acaparadora del plátano y el palo chicozapote, de donde se obtenía el chicle necesario para la elaboración de la goma de mascar.
    Ubiaco Castañeda le había dado cierta tranquilidad a los inversionistas nacionales y extranjeros, en gran medida a la demanda de los Estados Unidos de allegarse de recursos naturales y mano de obra barata para la industria de la guerra.
    Doña Agripina, ajena a ese desmesurado juego de ajedrez político y a los embrollos propios de las economías autoritarias, simplemente ajustó su magro presupuesto para abrir un comedero público y allegarse de clientela gracias a los sabores incomparables de su cocina. Nadie como ella para preparar los plátanos fritos con miel o crema o los cocidos de carne de cerdo, res y pollo, como el jocón, el pulique, las hilachas, los tamales de arroz y el chompipe relleno y sin huesos, sazonados previamente con aceites y especias propias de cada uno de los veintidós distritos o estados de Guatemala.
    Su arte culinario llegó a oídas de la realeza presidencial y el chef del presidente en turno contrató sus servicios y la metió a aquel enorme recinto impoluto, cargado de centenares de ollas de acero inoxidable, platería, lozas y porcelanas de Europa y medio oriente y cuchillos de todos tamaños, capaces de rebanar una varilla sin perder su filo.
    Tal ascenso no significó mejoría radical en sus finanzas y por esa razón el comedero público continuó abierto y estuvo bajo el cuidado de sus hijas, principalmente de Josefina y Hercilia. Hasta ese lugar, sofocado por los olores agrios de la cebolla y el ajo frito, llegó a grandes zancos don Carlos Morales, asistente de mantenimiento de máquinas de Ferrocarriles de Guatemala, pero no sólo lo hizo por hambre, sino ante la necesidad de conocer a las muchachas casaderas, recién llegadas de Huehuetenango.
    Don Carlos primero enamoró a Josefina, pero al final se dio cuenta que Hercilia, la menos parlachina y hacendosa, era la más indicada para construir una familia y plantar la simiente de su futura descendencia. En 1947 unieron oficialmente sus voluntades y emigraron, ya como recién casados, a un nuevo asentamiento: dos cuartos de vecindad en la zona uno, dentro del barrio Sanmartín, convertidos en cocina y recámara.
    El baño era compartido con los otros inquilinos, al igual que el enorme estanque de aguas transparentes y jabonosas, rodeado de ocho lavaderos de piedra, construido en medio de un gran patio circular plagado de puertas de madera, maceteros y olores peculiares. Ese estrecho lugar servía para todo: mercadeo de noticias internas y externas, guardería infantil, tendedero de ropa, invernadero de cucarachas y moscas, escondrijo de raterillos, colchoneta nocturna de enamorados y borrachos y refugio circunstancial de cobradores y vendedores ambulantes.
    En ese mismo lugar, los Morales López fueron reproduciéndose hasta pasar de tres miembros a nueve, sólo que Oscar, ya más grandecito, tuvo que refugiarse en los brazos de la familia de su padre biológico.
    En 1948 nació Gloria Morales López y la siguieron, en el orden mencionado, Angélica, Miriam, Carlos, Héctor y Amilcar. Tres mujeres y tres hombres. Don Carlos, ante esa nueva realidad, tuvo que allegarse de tres camas de duro colchón y base metálica y en ellas colocar a sus hijos por género. En la tercera, entre el apretujamiento de la ropa y los muebles, aún tuvo la satisfacción de compartir gustoso el sueño e insomnio con su compañera de vida.
    Los techos de la vecindad eran de lámina de zinc y durante la temporada de lluvias, de mayo a noviembre, el tamborileo repetitivo e inacabable arrullaba a sus chirices y los sumergía a una especie de encantamiento monstruoso donde los demonios y fieras del Popol Vuh, herencia mitológica del quiché, no del kakchikel o mam, eran el mejor medio para atemorizar y doblegar voluntades infantiles.
    Hasta Miculach, el depredador de niños, detenido, enjuiciado y ejecutado por la policía guatemalteca, ya era parte de la mitología urbana y rural. Casi veinte años después, Rios Montt se había convertido precisamente en una especie de Miculach que a los guatemaltecos en el exilio, adultos todos, aún les provocaba depresión, resentimiento y miedo y una necesidad urgente y vital de que a ese personaje envuelto en decoraciones militares, trapos verde olivos e inciensos de una falsa iglesia protestante, también se le encarcelara, enjuiciara y fusilara, como en la década de los ochenta él lo hizo con sus hijos y nietos y aún más, por sus actos bestiales, a nombre de un anticomunismo sacrosanto, les robó para siempre su tranquilidad al no entregarles los cadáveres de sus feudos.
    En esa acción inmoral e insensible convirtió el Cementerio Nacional de Guatemala en un mudo recinto de injusticias, crímenes de lesa humanidad y recordatorio interminable de los alcances de un hombre enfermo de poder, émulo de cualquier genocida del mundo, enemigo acérrimo de la vida con principio y creencia.
    Por lo mismo, Carlos Morales López dejó de ser guatemalteco el mismo día que asesinaron a Lío y emprendió su odisea a tierras canadienses cual argonauta obligado. Jasón tras el vellocino de oro del carnero Crisomalo y en ese esfuerzo sobrehumano intentaría recuperar el trono perdido dentro de una sociedad infectada de desesperanza, soledad, trabajo falleciente, estupor, hambre, sentimientos oscuros y sueños enfebrecidos.
    Sólo que en esta ocasión, Medea, hija del rey Eetes, nunca le regaló la pócima de la invisibilidad y sin ese apoyo tendría que enfrentar a monstruos y pesadillas y reconstruir el imperio de casi un millón de latinos que ya deambulaban, lúcidos o idos, en las inmensidades de un país multicultural, ajeno al Mar Negro, sumergido en estepas glaciales y desiertos solares y verdosos, el antiguo porvenir de la realeza inglesa e iroquese o tierra de la abundancia: Canadá.

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