jueves, 10 de febrero de 2011

Fusilados/XVIII

Por Everardo Monroy Caracas

Pueden forzarte a decir
cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan
creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca.

George Orwell

    Carlos Morales le habló por teléfono a Eduardo para informarle que su permiso de trabajo ya le había llegado y era necesario solicitar el Social Insurance Number. Ya en la oficina de Gertler, invitó al periodista a tomar café en un  restaurante cercano, el Tim Horton, donde normalmente asistían canadienses de piel blanca. Los afrocanadienses preferían hacerlo en el Coffee Times.
    En la entrevista, Carlos aclaró varias dudas sobre el sistema migratorio del país y confirmó que en esas fechas, un promedio de 250 mexicanos ingresaban diariamente al aeropuerto de Toronto y una parte de ellos eran solicitantes de refugio. De 1996 al 2000, los países suministradores de inmigrantes fueron China, India, Pakistán, Filipinas, Corea del Sur, Sri Lanka, Estados Unidos, Irán, Yugoslavia, Gran Bretaña, Taiwán, Rusia y Honk Kong. En años posteriores hicieron lo propio Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Chile, Argentina, Paraguay, Ecuador, Uruguay y Colombia.
    Los mexicanos centraban su pedimento de refugio en persecución policíaca, normalmente alentada por el crimen organizado, y abuso domestico: maridos golpeadores protegidos por jueces venales y personajes mafiosos. Otro tanto también aplicaba al considerar que su opción sexual era la causante de su trágica existencia: su entorno social o familiar estaba cargado de burlas, enconos, torturas o amenazas de muerte. En los estados de Chiapas, Querétaro y Guerrero varios homosexuales habían sido asesinados y con esos testimonios de homofobia intentaban fundamentar su miedo y solicitaban la protección del gobierno canadiense. Serían asesinados en caso de ser deportados a México, advertían.
    Hasta el encargado de decidir el resultado de una pelea de gallos, había huido a Canadá y solicitado refugio al argumentar que capos del narcotráfico intentaban asesinarlo. Eduardo contactó con el mexicano y reconstruyó tan singular historia. Joaquín López Rodríguez vivía con su esposa en un basement de la Victoria Park, y trabajaba en una empacadora de shampoo. Complementaba su ingreso con dinero del welfare.
    El periodista escribió

    Un millón de dólares apostaron y la pelea de gallos tendría lugar en la finca de Manuel Garibay Félix, un capo del narcotráfico mexicano. El 16 de abril de este año fue la fecha programada y el juez de palenque, Joaquín López Rodríguez, jamás imaginaría que su decisión final lo convertiría en solicitante de refugio político en Canadá ante el riesgo de perder la vida. Su patrimonio de 30 años de trabajo continuo difícilmente lo volvería a recuperar.
Fue el regidor de mercados de San Luis Río Colorado, Sonora, quien lo contactó para ofrecerle trabajo de juez de plaza para una pelea de gallos.
    Le dijo:
    “Eres de los mejorcitos y quieren los apostadores que tu manejes la pelea”.
    “¿De quienes se trata, sólo por preguntar?”, inquirió Joaquín.
    “Los Garibay y uno de los hermanos Félix Arellano”, fue la respuesta.
    Joaquín no se inmutó. Los casi doscientos mil pobladores de San Luis Río Colorado estaban acostumbrados a convivir con narcotraficantes, militares y policías. Se trataba de una zona fronteriza, paso obligado de marihuana y cocaína a los Estados Unidos. El dinero abundaba.
    Los Arellano Félix controlaban la parte oeste de la frontera mexicana y tenían su sede en Tijuana, Baja California Norte. Dos de los seis hermanos purgaban condena en prisiones mexicanas, mientras uno más, Ramón, había sido ejecutado en Puerto Vallarta, Jalisco.
    Por el contrario, a los Garibay únicamente los encabezaba Manuel y su área de influencia no rebasaba la parte norte del estado de Sonora. San Luis Río Colorado colindaba con Arizona y Baja California. Hoteles, restaurantes, centros nocturnos, avionetas y ranchos ganaderos eran de su propiedad. El capo entraba y salía a Yuma sin jamás ser molestado por autoridad alguna.
    Durante dos semanas se difundió ampliamente la pelea. El gallo colorado era propiedad de los Arellano Félix y el giro, de plumaje dorado, de Los Garibay. El segundo animal había sido criado en la reservación india de Tohono O’Odham.
    “¿De cuánto será la apuesta?”, preguntó Joaquín.
    “Un millón de dólares y en «cash»”, dijo el regidor.
    Joaquín se entusiasmó. Una jugada de esa envergadura podría generarle entre 50 mil a 100 mil dólares. Normalmente los apostadores se portaban espléndidos con los amarradores y jueces de plaza. A Joaquín le correspondía anunciar el triunfo o la muerte de uno de los animales. En algunas ocasiones, incluso entregaba personalmente el gallo ganador a su dueño. Era una manera de congratularse.
    Manuel Garibay tenía apego por la apuesta de gallos. Tras purgar una condena de cinco años en la penitenciaría de Yuma por posesión y tráfico de enervantes, regresó a su finca y reconstruyó su imperio. Su crueldad no tenía límites. En un parte de la Procuraduría General de la República lo responsabilizaban del asesinato de siete jovencitos, estudiantes de preparatoria, por haberle robado un cargamento de cocaína. Una de sus avionetas se había desplomado en el desierto del Altar y el cargamento supuestamente fue sustraído por los muchachos. El narcotraficante les envió un aviso para que le devolvieran la mercancía y jamás dimensionaron el peligro con su negativa. Prefirieron malvender la cocaína en Mexicali y un comando de sicarios, bajo el mando de El Chucky, los ejecutó y dejó regados los cuerpos a las orillas de San Luis Río Colorado.
    El día de la apuesta, sábado 16 de abril, más de quinientos invitados se concentraron en el rancho de Manuel Garibay. Políticos y policías hicieron acto de presencia. La pelea estaba programada a las diez de la noche, pero la pachanga inició desde las dos de la tarde. Tres mariachis y una banda norteña fueron los responsables de amenizar. Una veintena de prostitutas importadas de la ciudad de Yuma eran las acompañantes oficiales de los capos y lugartenientes.
    Joaquín madrugó y le pidió a su esposa la ropa que usaría durante la pelea de gallos. Vestiría como caporal con corbata de moño y sombrero de palma entretejida. Las botas de piel de avestruz relumbraban por los casquillos de oro macizo incrustados en las puntas.
    El redondel fue construido en una de las galeras cercanas a la casona de dos niveles, estilo californiano. Los comensales pudieron contemplar en las caballerizas del fondo a una cuadrilla de caballos pura sangre. El barullo tenía inquietos a los animales Godolphin Barb, importados de Inglaterra.
    El palenque quedó cubierto por los invitados y en dos de los extremos del círculo de madera fueron colocados los apostadores. Tejanas, chaquetines y camisas vaqueras sobresalían entre la concurrencia.
    Joaquín, ya en entrevista, recuerda los pormenores de esa pelea, fuera de lo común por el monto de dinero apostado. La gente andaba armada y los pistoleros encargados de la seguridad usaban walkie talkie para comunicarse. Nunca se separaban de sus fusiles metralleta. Eduardo Arellano Félix se hizo presente y en nada se semejaba a la mayoría de invitados. Le gustaba usar ropa informal, más a la usanza europea.
    El juez de plaza anunció la pelea y le pidió a los amarradores que se hicieran presentes. Estos, acompañados de su ayudante, levantaron sus respectivos gallos para que los observara la concurrencia.
    “¡Hagan su apuesta señores que la pelea va a comenzar. El gallo giro de Los Garibay, contra el colorado de los Arellano Félix!”, gritó el animador.
    Mientras los amarradores hacían su faena, un mariachi entonaba La Muerte del Gallero. El alcohol y la música ranchera entusiasmaban más a los invitados.
    Joaquín supervisó que el amarre de las navajas cumpliera con el requisito pactado —peso, metal, filo y tamaño— y confirmó que el pesaje de los animales fuera el correcto. Cubierto ese requisito dio la orden para iniciar el duelo. En esos momentos el palenque quedó silenciado y únicamente se escuchaba el aletear y golpeteo de los gallos.
    “Nunca voy a olvidar el desarrollo de esa pelea”, dice Joaquín. “Claramente veo cómo el gallo giro antes de enfrentarse a su adversario, cantó en dos ocasiones. Luego echó a correr y chocó estrepitosamente con el giro, quien simplemente lo recibió con las patas en alto. Tuve que intervenir para separarlos porque se atoraron con las navajas. El giro empezó a chorrear sangre del pecho. Aún así no se inmutó, volvió al ataque y durante varios minutos se trenzaron en una encarnizada pelea que tenía a la concurrencia en un hito.
    En tres ocasiones, el juez asintió a que los amarradores contuvieran a sus gallos para intentar reanimarlos y detener sus hemorragias. El colorado también enfrentaba los sinsabores de las heridas. Manchones de sangre negruzca empezaron a aparecer sobre el suelo terregoso. “Cuando la sangre toma ese color es que las lesiones son mortales”, dice Joaquín.
    Ambas aves estaban malheridas y únicamente su coraje natural las tenía en pie. Llegó un momento en que el gallo giro ya no logró levantarse y quedó patas arriba. El colorado aún lo picoteó para desplomarse sobre el pecho de su adversario.
    Ningún amarrador intentó intervenir. El juez de plaza tendría que hacer su trabajo. Los animales estaban muertos, pero uno de ellos, el giro sin duda, se le adelantó a su adversario. Joaquín tragó saliva y observó que cientos de ojos vidriosos se le clavaban en el cuerpo. Él tenía la última palabra para decidir esa gesta mortal. No lo dudó.
    “Ganó el gallo colorado de los Félix Arellano y perdió el gallo giro de los Garibay”, musitó con una voz ronca, de ultratumba.
    Manuel Garibay no dijo nada. Simplemente se puso de pie y le entregó el maletín a uno de los enviados de los Arellano Félix. Uno de los amarradores le comentó a Joaquín:
    “Pélate cabrón porque ya no vas amanecer”.
    Por tratarse de una persona apreciada por los lugareños, el juez de plaza logró abandonar la finca a bordo de su camioneta. Lo primero que hizo fue buscar a su esposa, comentarle lo ocurrido y pedirle que agarrara algunas pertenencias, sobre todo dinero y documentos, y lo siguiera. Joaquín buscó a uno de sus compadres que era taxista y éste los internó a Arizona, hasta Yuma. De ahí a Phoenix donde adquirieron los boletos de avión para internarse a Canadá.
    Lo hicieron a tiempo, porque un comando de cinco sicarios, encabezados por El Chucky, ya llevaba la consigna de ejecutarlo por supuestamente no tomar la decisión correcta.

***

    Otra historia, ya en manos del Ministerio de Ciudadanía e Inmigración, logró ser recuperada por el periodista. Se trataba de un salvadoreño, ducho en reparar abolladuras y pintar autos. Su drama inició al contactar con un oficial del ejército, presuntamente relacionado al crimen organizado. Eduardo escribió:

    El BMW paró a cuatro metros de distancia y su conductor, un coronel del ejército salvadoreño, llamó a Napoleón Romero, el propietario del negocio. La presencia de ese hombre uniformado, cetrino y de mirada huidiza, en menos de una semana cambiaría radicalmente la vida del hojalatero: aquel encuentro le provocaría lesiones, robo y destrucción de su propiedad, amenazas de muerte, intento de chantaje, persecución y el ser refugiado político en Toronto, Canadá.
    “Desde que lo vi, junto al volante, algo no cuadró, pero no le hice caso a mis presentimientos. Conocer a esta persona fue una maldición”, dice Napoleón, aún con las huellas de la tortura en el rostro.
    El hojalatero radicaba en la avenida doce de San Miguel, una de las ciudades más importantes de El Salvador.
    El viernes 19 de agosto, ya casi al oscurecer, el coronel Carlos Humberto Molina, familiar del ex presidente de El Salvador, Armando Molina, contrató los servicios de Napoleón. Se trataba de cambiar el color de su vehículo y le pagaría 700 dólares americanos por el servicio. El trabajo debería realizarlo esa misma noche y entregarlo antes de las ocho de la mañana.
    Y dio sus razones:
    “El auto sale a La Unión, donde se embarca hacia Panamá, y vienen al mediodía a recogerlo. Me dicen que usted es el mejor y por eso vengo a verlo”.
    Napoleón agradeció la deferencia y aceptó trabajar toda la noche para cumplir el compromiso. El militar, después de identificarse y revelarle que tenía nexos sanguíneos con un ex presidente de la república, le adelantó mil 500 colones y aseguró que de no fallarle, podría darle un poco más de dinero al realizar la operación de compra-venta.
    El coronel se retiró en un taxi y dejó que el hojalatero metiera a su taller el BMW. Cambiaría el color gris metálico por un amarillo yema. En la planta alta del taller, Napoleón vivía con su esposa y dos hijos, estudiantes de primaria.
    El hojalatero asistía los domingos a una Sala del Reino de los Testigos de Jehová y había sobrevivido a la guerra civil de la década de los ochenta por su desapego a la violencia y el negarse a militar en el ejército o la guerrilla.
    Uno o dos días a la semana, al lado de su esposa, tocaba puertas y regalaba publicaciones de su iglesia: Atalaya y Despertad. En algunas ocasiones, el apego radical a sus creencias, le ocasionaban problemas, sobre todo cuando insistía que la batalla del Armagedón ya se había iniciado y era el momento de buscar la salvación.
    Sin embargo, nadie dudada de su honestidad. Su rectitud era tan obcecada, como su negativa a aceptar una transfusión de sangre, en caso de requerirla él o su familia.
    Durante la noche pulió y pintó el vehículo y bajo esa dinámica recibió el arribo del sol. En el horario pactado, el coronel se hizo presente y tras saludarlo con un seco “hola” empezó a inspeccionar el BMW.
    “Espero que el trabajo le haya gustado, coronel”, dijo Napoleón.
    El militar no dijo nada. Simplemente abrió la cajuela y en un arranque de cólera, le espetó:
    “¿Y el portafolio que estaba aquí?”.
    “¿Cuál portafolio?”.
    “No te pases de canalla, hijo de la gran p... Aquí dejé unas bolsas y lo sabes”, exclamó furioso el coronel.
    “Creo que hay un error, yo jamás abrí la portezuela”, intentó aclarar Napoleón.
    El oficial abordó el vehículo y lo puso en marcha.
    “Ya regreso y quiero que me devuelvas esa mercancía, ratero de mierda”.
     Asustado, Napoleón buscó a su esposa Tere Lara y le informó sobre lo ocurrido. Ella le sugirió que buscara el apoyo de alguna autoridad judicial o del ejército.
    “Tenemos a uno de los hermanos en la guardia nacional”, le recordó.
    En los instantes que iba a abandonar el taller para dirigirse al centro de San Miguel, se hicieron presentes dos jóvenes, a bordo de una camioneta Suburban negra. Ambos pertenecían a una de las pandillas más violentas y peligrosas de El Salvador: Los Mara 18.
    “La mercancía era nuestra, no del coronel y la devuelves o la pagas, son 200 mil dólares...”, advirtió El Mickey, armado de un tubo de acero.
     “Los de esta pandilla, constantemente chantajean a la gente de bien de San Miguel. Estos delincuentes y los Mara Salvatrucha siempre están en pleito y han sembrado de cadáveres a mi país”, dice Napoleón.
    El Mickey y su acompañante, armado con un revólver, empezaron a golpear al hojalatero y destruyeron el parabrisas de un vehículo al que le reparaba el chasis. Le exigieron dinero y amenazaron con volver en la tarde.
    “Si vos abres la boca, te metes en una mayor...”, dijo El Mickey, sin dejar de lanzarle palabras soeces.
    Algunos vecinos suponían que Napoleón tenía mucho dinero, porque además de hacer trabajos de hojalatería y pintura, una vez al mes viajaba a los Estados Unidos. Contaba con una cartera de paisanos que enviaban mercancía o dinero de ese país a El Salvador y por ese trabajo de mensajería obtenía ganancias. El negocio de las encomiendas lo inició en el 2001, cuando trabajó como ayudante de mecánico en Chicago, Illinois.
    “Como mi familia usaba ropa traída de los Estados Unidos y veían que en la casa teníamos aparatos o cosas importadas, me imagino que pensaron que yo poseía muchos colones y eso era mentira”, dice Napoleón.
    El coronel nuevamente se presentó al taller en otro vehículo y al no encontrar al hojalatero, habló con el dueño de un pequeño supermercado, aledaño al negocio de Napoleón.
    Le dijo:
    “Dígale a ese hijo de puta que donde se meta lo voy a cazar, que mejor me pague o entregue lo que me robó. No se la va a acabar aunque se vaya a la Patagonia”.
    Napoleón tuvo que esconderse en Santa Ana, a 200 kilómetros de San Miguel, mientras que su esposa e hijos buscaron refugio con unos familiares en Suyanpango. Antes, en el Juzgado Tercero de Paz, levantó la denuncia penal y le envió una carta al director de la Policía Nacional Civil, Ricardo Mauricio Menesses. Le informó sobre lo ocurrido y algunos pormenores de quienes lo golpearon, amenazaron e intentaron chantajear.
    Los pandilleros durante la noche saquearon el negocio y su casa. Rompieron las puertas y ventanas y en camionetas pick up sacaron muebles y herramienta. Napoleón buscó a un abogado, Testigo de Jehová y recomendado por un tío, y éste le confió que el coronel Molina tenía antecedentes de ser un asesino y pertenecer a un grupo paramilitar, precisamente integrado por pandilleros. En San Miguel corrían versiones que se dedicaba al robo de vehículos y tráfico de drogas.
    “No sé que le harías, pero si te culpa de algo, es que trae consigna de dañarte. Lo que recomiendo es que te alejes de El Salvador porque si te agarran, no te la vas a acabar, hermano”, dijo el abogado.
    El jueves 15 de agosto, a las siete de la mañana, tuvo que abandonar el país al lado de su familia y remontarse a Canadá. Los cuatro, Napoleón, hijos y esposa, se reencontraron en San Salvador y ahí adquirieron los boletos de avión para dejar atrás esa pesadilla. En el aeropuerto internacional de Toronto aplicó como refugiado y durante dos horas esposaron al matrimonio. Los niños estaban asustados. Sus compañeros de creencia religiosa abogaron por ellos y tras ser aceptados por las autoridades migratorias canadienses, los trasladaron a Windsor, muy cerca de Detroit.
    “Por haber entrado y salido de los Estados Unidos se me investigó y eso retrasó nuestro ingreso a Canadá. Gracias al apoyo de los hermanos el problema se arregló y nos quedamos. Lo único que nos duele es que en San Miguel perdimos toda una vida de trabajo decente. Ahora no sabemos qué futuro nos aguarda, pero Jehová nos protege y por algo pasan las cosas. En él ponemos nuestra vida y esperanzas”, puntualiza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario