jueves, 3 de febrero de 2011

Canadá: Fusilados/XIV

La ejecucion de Romero
Por Everardo Monroy Caracas
    

¿Iba a apagarse así aquella llama vigilante de su espíritu apasionado? ¿En aquellas tnienblas?

Luigi Pirandello

Roberto DAubuisson, el asesino
    El sonido del inglés no es agresivo, tiene cadencia y calidez cuando el interesado va adentrándose a sus misterios. Sin embargo, es un idioma complejo para los hispanos porque el apodo al sustantivo —el adjetivo— va antes y no después, como ocurre en el castellano, y las eñes y los acentos se hacen ojo de hormiga: desaparecen.
    Las contracciones recurrentes de su gramática, en la mayoría de los casos, se llevan al terreno oral y el asunto tiende a complicarse. Hay palabras que casi tienen el mismo sonido, pero significados diferentes y el aprendiz las llega a dominar después de una larga convivencia con los anglosajones canadienses. Difícilmente se logra tener el control de los casi cuatro mil verbos con sus conjugaciones.
    La diversidad de lenguas y culturas le inyectan al inglés nuevos ritmos e intenciones. Rompen con el acento tradicional del idioma y refuerza, sin algún propósito planeado, la convivencia en comunidad. La población infantil que acude a las escuelas públicas o privadas, es quien rescata el verdadero sonido de las palabras anglosajonas o franchutes y sostiene sobre sus hombres la identidad casuística de su nuevo país.
    Mientras eso ocurre, sus padres, tíos y abuelos, le imprimen cierta peculiaridad a la forma de expresar el inglés, en caso de vivir en Toronto. Los chinos, coreanos, japoneses, pakistaníes, rusos e hindúes prácticamente se hacen incomprensibles, pero a través del trato cotidiano su interlocutor aprende a entenderlos y apreciarlos.
Notario Cork, a cambio del welfare, le exige a los refugiados el aprendizaje del inglés. Cuenta para ello con un centenar de escuelas gratuitas de segunda lengua (ESL) en la ciudad. En la inscripción se exigen veinte dólares y el permiso migratorio, la hoja marrón. Los cursos duran nueve meses al año y se imparten mañana y noche.
    Hay quienes optan por estudiar de ocho de la mañana a dos de la tarde. Otros, los interesados en trabajar de "cash" y no desvelarse, lo hacen de las 19:00 a las 21:30 horas. Eduardo se inscribió en una escuela con tres grupos y cuatro maestras, incluyendo la directora. Lo hizo en el turno matutino.
    En el mismo edificio de dos niveles, construido en la rivera de un antiguo arroyuelo, se atendía a personas con problemas de síndrome de Down. De lunes a viernes, en el turno de la mañana, el periodista hacía acto de presencia. Era necesario tomar dos autobuses para llegar al colegio, ubicado en Weston y Sheppard, a media hora del departamento donde residía.
    La principal obsesión de su maestra, Catherine Pearson, de sangre italiana, era contar con no menos de veinte alumnos y así conservar sus privilegios salariales. Normalmente le daba clases a doce o quince y en algunas ocasiones, sobre todo cuando un enviado del Ministerio de Educación supervisaría el trabajo desarrollado por las mentoras, todos los inscritos acudían y pasaban lista de presente.
La mayoría de los alumnos de Catherine superaban los cuarenta años y algunos, cuatro o cinco, ya tenía más de una década en la misma aula. Las maestras, en su afán de conservar la chamba, eran repetitivas en sus enseñanzas e impedían que los alumnos pasaran a niveles subsecuentes. Catherine justificaba su comportamiento con una sencilla explicación:
    “No depende sólo de nosotros que ustedes aprendan el inglés, es la práctica la que les va a ayudar. Salgan a la calle, visiten los centros comerciales, los restaurantes o las iglesias y ahí escuchen y traten de hablar el inglés. Nosotros únicamente les damos las bases. Practiquen, practiquen, practiquen...”.
    Por tratarse de una mayoría de hispanos, entre ellos salvadoreños, colombianos, guatemaltecos y mexicanos, la comunicación oral se realizaba en castellano. En los recesos, los hindúes, vietnamitas y pakistaníes, se separaban y formaban su propio grupo.
    Eduardo empezó a tratarlos y conocer el motivo de su presencia en Canadá. Todos eran refugiados políticos y sobrevivían con ayuda del welfare.
    La historia de doña Paula Mendoza de Barahona, de 68 años, le interesó porque permitía reconstruir la gesta de una madre intentado salvar de la guerra a sus hijos y a un esposo parapléjico. Juntos, por tierra y mar, recorrieron cerca de 500 kilómetros para llegar a San José, Costa Rica y huir de El Salvador, donde militares y guerrilleros sembraban de cadáveres los catorce departamentos.
    Chorreaba sangre y lágrimas en Morazán, La Paz, San Salvador, Cabañas, San Vicente, Usulután, Chalatenango, La Unión, etcétera.
    En la década de los ochenta, ese pequeño país vivía la tragedia de una guerra civil cebada por la miseria, represión, autoritarismo y codicia. Finqueros, industriales e inversionistas extranjeros abonaban esa inquina. En nada se diferenciaba a lo ocurrido en Guatemala y Nicaragua.
    El caso de doña Paula y su familia era representativo de lo ocurrido en esa tierra pródiga y trágica: El Salvador, el Pulgarcito de Centroamérica.

    Eduardo, escribió:


El miedo
    En el instante exacto de abordar el avión, un potente DC-10 de una aerolínea estadounidense, doña Paula Mendoza de Barahona cerró los ojos y trató de contener el llanto. Durante más de seis años había esperado ese momento: abandonar tierras ticas y concluir así, de llegar sin contratiempos a la ciudad de Toronto, un profundo y doloroso sentimiento de angustia. Ella y su esposo —doblegado por una embolia— difícilmente volverían los ojos hacía atrás y enfrentarían los mismos peligros de antaño, principalmente en El Salvador, su país de origen.
    —Gracias a Dios —fue lo único que logró murmurar en el momento que se colocaba en el asiento cercano a don Gerardo, quien la observaba con ternura.
    Se encontraban en el aeropuerto internacional “Juan Santamaría” de San José, Costa Rica.
Del 7 de junio de 1980 al 13 de diciembre de 1986, la familia Barahona-Mendoza enfrentó los sinsabores del peligro y la angustia. El Salvador aún se convulsionaba en una sangrienta guerra civil aparentemente interminable. Grupos paramilitares, el ejército nacional, las policías y la guerrilla —encabezada por el Frente Farabundo Marti de Liberación Nacional—, sembraban muertos por doquier y una de las principales víctimas de este fratricidio había sido el arzobispo de la diócesis de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero. Un francotirador, presuntamente pagado por oficiales militares de tendencia ultraderechista, le había partido el corazón de un balazo.
    Doña Paula, ajena a esa realidad política, simplemente buscó proteger a sus hijos y esposo, parapléjico desde 1976. Jorge, el tercero de su prole, estudió dramaturgia. Una obra de teatro, patrocinada por la Universidad Nacional, generó animadversión entre algunos integrantes de la Junta Militar. El gobierno, en esos momentos estaba conformado por oficiales del ejército, encabezados por los coroneles Jaime Abdul Gutiérrez y Adolfo Majeno. El 15 de octubre de 1979 perpetraron un golpe de Estado y depusieron al presidente de la República, al general Carlos Humberto Romero.
    A partir de ese momento, la represión tomó mayor vigencia y en menos de dos años, más de diez mil personas fueron asesinadas. El miedo y la indignación se convirtieron en las principales divisas de convivencia de los salvadoreños.
    Los 14 departamentos con sus 212 municipios entraron a una dinámica de violencia. Ningún sector de la población podía estar ajeno a lo que ocurría en su país. Los Barahona-Mendoza radicaban en la avenida Cuscatlán, cinco cuadras antes de llegar, de norte a sur, al Palacio Nacional y la Catedral metropolitana, cerca de la Plaza Gerardo Barrios. En esa modesta vivienda del Barrio La Candelaria, doña Paula atendía a su marido —ya incapacitado físicamente desde 1976—, y a sus hijos Martha, Manuel, Jorge, Alfredo, Carlos y Mauricio. Doña Paula, gracias a sus vecinos, tenía conocimiento de la vigilancia extrema en que se encontraba uno de sus hermanos, por su supuesta cercanía con la guerrilla. Lo mismo le ocurría a dos de sus hijos, sobre todo a Jorge. De esa manera la seguridad de ella, de don Gerardo y su prole estaba en constante riesgo. Incluso, una hermana de doña Paula militaba en el Partido Demócrata Cristiano, dirigido por Napoleón Duarte. Por lo mismo, en uno de sus diálogos en voz baja, los Barahona-Mendoza determinaron huir y radicar en Costa Rica. Varios conocidos lograron obtener protección en ese pequeño país centroamericano y desde ahí gestionar su residencia, en calidad de refugiados políticos, en Estados Unidos, Canadá, Australia o Europa.
    —Tenemos que salir de aquí —sugirió doña Paula.
    —No será fácil mamá —dijo Manuel.
    —O lo hacemos, o cualquier día vienen por uno de ustedes y les ponen uniformes.
    —Es cierto —confirmó Alfredo—, Jorge ya es vigilado por la Guardia Nacional por lo de la obra de teatro.
    —No quiero ver a alguno de mis hijos desaparecido o asesinando a su prójimo. Es necesario que busquemos refugio fuera de El Salvador. Su padre necesita atención médica.
    Don Gerardo poco podía aportar. Había vivido siete años en Nueva York y a consecuencia de una diabetes aguda, provocada por el alcohol y el descuido en su alimentación, estuvo a punto de perder la vida. Casi paralítico y con problemas al hablar fue regresado a El Salvador. Gracias a la ayuda económica de una hermana del enfermo, también radicada en Estados Unidos, la familia Barahona-Mendoza logró salir adelante. Con parte de ese apoyo, los seis hijos lograron terminar sus estudios y trabajar. Doña Paula era el principal eje moral de todos.
    El lunes 24 de marzo de 1980, una noticia sacudió a la mayoría de salvadoreños: el arzobispo Oscar Arnulfo Romero había sido asesinado durante la celebración de una misa, en memoria de la madre del periodista, Jorge Pinto, primo de don Gerardo. El prelado se encontraba en el interior de la capilla del Hospital de la Divina Providencia.
    Un comunicado difundido ampliamente en los noticieros de radio y televisión, confirmaron:
    “Esta tarde, aproximadamente a las  seis de la tarde con cuarenta minutos monseñor Oscar Arnulfo Romero se desplomó mortalmente herido ante el altar de la capilla del hospital de la Divina Providencia.
    “El prelado oficiaba en esos momentos una misa en memoria de la madre de un periodista, Jorge Pinto, director del periódico opositor El Independiente.
    “Según las últimas versiones, cuatro desconocidos llegaron hasta el hospital de la Divina Providencia en un coche Volkswagen de color rojo. Se acercaron a la capilla y dispararon contra el arzobispo. Un disparo le atravesó el corazón, dejándolo mortalmente herido. Una religiosa que escuchaba la misa dijo que antes de morir, monseñor Romero pidió perdón para los asesinos”.
    Doña Paula y su familia, al igual que los casi tres millones de salvadoreños se enteraron de la tragedia.
    Un día antes, algunos integrantes de la familia Barahona-Mendoza habían asistido a misa en la Catedral Metropolitana y monseñor Romero, en su homilía, cuestionó duramente a la oligarquía local, al gobierno y a los militares. Entre otros puntos abordados, en esta ocasión destacó:
    —He tratado durante estos domingos de Cuaresma de ir descubriendo en la revelación divina, en la Palabra que se lee aquí en la misa el proyecto de Dios para salvar a los pueblos y a los hombres; porque hoy, cuando surgen diversos proyectos históricos para nuestro pueblo podemos asegurar: tendrá la victoria aquel que refleja mejor el proyecto de Dios. Y esta es la misión de la Iglesia.
    “Ya sé que hay muchos que se escandalizan de estas palabras y quieren acusarla de que ha dejado la predicación del evangelio para meterse en política, pero no acepto yo esta acusación, sino que hago un esfuerzo para que todo lo que nos ha querido impulsar el Concilio Vaticano II, la Reunión de Medellín y de Puebla, no sólo lo tengamos en las páginas y lo estudiemos teóricamente sino que lo vivamos y lo traduzcamos en esta conflictiva realidad de predicar como se debe el Evangelio... para nuestro pueblo. Por eso le pido al Señor, durante toda la semana, mientras voy recogiendo el clamor del pueblo y el dolor de tanto crimen, la ignominia de tanta violencia, que me de la palabra oportuna para consolar, para denunciar, para llamar al arrepentimiento, y aunque siga siendo una voz que clama en el desierto se que la Iglesia está haciendo el esfuerzo por cumplir con su misión...
    A partir de ese momento, monseñor Romero hizo una extensa relación de nombres de campesinos y trabajadores asesinados por soldados y grupos paramilitares y le pidió al gobierno estadounidense que dejara financiar al ejército salvadoreño.
Casi al finalizar su alocución, exigió:
    “Sin las raíces en el pueblo ningún Gobierno puede tener eficacia, mucho menos, cuando quiere implantarlos a fuerza de sangre y de dolor...
(…)Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la Guardia nacional, de la policía, de los cuarteles: Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la Ley de Dios que dice: NO MATAR... Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios... Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla... Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado... La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre... En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuoso, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión...!”
    Monseñor Romero jamás se imaginó que en esos momentos, un sicario a sueldo, barbado y experto en el manejo de rifles de largo alcance, aguardaba la orden para asesinarlo. Según el embajador de Estados Unidos en El Salvador, Roberto E. White, había sido contratado por unos militares, entre ellos el mayor Roberto D’Aubuisson —fundador del partido ARENA—, para ejecutar al prelado. El crimen tendría lugar al día siguiente.
    Mientras tanto, cientos de feligreses escuchaban en la Catedral Metropolitana las duras palabras del arzobispo. Nunca imaginaron que una bala calibre .22 cambiaría radicalmente su vida y la del país. Doña Paula tampoco olvidaría esos dramáticos momentos.
La huída
    La bala atravesó la lámina y penetró en la nuca de Leonel, un modesto tallador de joyas. Su cabeza chicoteó y se fue de bruces. El chofer frenó violentamente y la mayoría de los pasajeros del camión urbano optaron por abandonarlo y tirarse al suelo. Una hora después, cerca de las tres de la tarde, doña Maria Franco se enteró que una bala perdida había asesinado a su marido y el cuerpo aún yacía en el interior de la unidad, en medio de un charco de sangre.
    Uno de los hijos de doña María, Ricardo, era compañero de colegio de Jorge, y por lo mismo, la familia Barahona-Mendoza se enteró de la tragedia.
    —Lo que le pasó al papá de Ricardito es una advertencia —expresó doña Paula al terminar de comer. Don Gerardo oyó todo desde su lecho—. Por eso estoy de acuerdo de que Jorge y Carlos se adelanten a Costa Rica y luego los seguimos nosotros.
    Lo que aceleró ese viaje fue el asesinato del arzobispo Romero. En todo el país los escuadrones de la muerte, el ejército nacional y la guerrilla tenían a la población en permanente miedo y resentimiento. Los pobres eran los más afectados y la clase media, principalmente la de las grandes ciudades, sufría mermas porque el gobierno militar obligaba a sus hijos a enrolarse en las fuerzas armadas.
    La pregunta que constantemente se hacían don Gerardo y doña Paula era el cómo lograrían escapar de El Salvador sin despertar sospechas entre sus vecinos y conocidos. Entre ellos, estaban seguros, había infiltrados del gobierno o los escuadrones de la muerte. Sus hijos, Jorge y Carlos estudiaron Artes Dramáticas y el primero, incluso ya contaba con la licenciatura. A finales de ese año, 1980, haría lo propio Carlos.
    —Que Carlos y Jorge se adelanten —sugirió don Gerardo. A pesar de sus dolencias y parálisis, producto de su embolia, trataba de aportar algo para evitar que alguno de sus hijos cayera en manos del ejército o fuera asesinado.
    —En San José hay una familia que puede ayudarnos —dijo Jorge—. Una compañera de Martha nos puede recomendar para que ahí nos alojemos mientras conseguimos un trabajo y pedimos el refugio político oficialmente.
    Martha era la primogénita del matrimonio Barahona-Mendoza. Le seguían Manuel y posteriormente, en este orden, Jorge, Carlos, Alfredo y Mauricio. El más pequeño acababa de cumplir los 14 años y Alfredo estudiaba Saneamiento Ambiental en el Instituto Nacional Francisco Menéndez. Radicaban cerca del Palacio Nacional y constantemente observaban el movimiento de los militares que recorrían la ciudad en tanquetas y jeeps.
    Tras el triunfo de la revolución sandinista, en Nicaragua —eso ocurrió en 1979— ser joven en Centroamérica era casi un delito. Si usaban mezclilla o melena, suponían la derecha y los militares que ellos simpatizaban con el comunista internacional.
    Los Barahona-Mendoza de manera sigilosa empezaron a trazar un plan de huida. Una de las hermanas de doña Paula, el martes 20 de mayo, estuvo de acuerdo en llevar a sus sobrinos Jorge y Alfredo al aeropuerto. Ambos tenían 21 y 18 años, respectivamente. Ya eran mayores de edad y por lo tanto, no necesitaban algún permiso tutelar para salir del país.
    —Mamá, vamos a entregarle la carta a esta familia y de inmediato, de no tener problemas, solicitaremos ayuda a la ONU —dijo Jorge.
    Lo que más le dolía al muchacho era el separarse de su novia Alba. Sin embargo, Jorge logró comprometerla a que lo siguiera, en fechas posteriores a Costa Rica. De aceptar, se iría con sus padres y hermanos.
    —¿Y por qué no te esperas un poco más?
    —Si no me voy ahorita, me matan —le dijo Jorge a Alba.
    Y la muchacha sabía que aquella versión era probable. En su escuela se había enterado de infinidad de historias donde sus compañeros, maestros o padres de familia terminaban en la cárcel o en el cementerio. La muerte del empleado de la joyería, como consecuencia de un disparo realizado por un militar —después se confirmaría ese hecho— le daba mayor peso a esa decisión.
    Conforme a lo previsto, Jorge y Alfredo, ese 20 de mayo de 1980, abordaron el avión comercial a Costa Rica. Su tía los acompañó y en su casa, hermanos y padres, no lograron ocultar su pesar. Doña Paula sintió que una parte de su ser se le desprendía. Sus hijos eran su razón de lucha. Estaba desbastada.
    —No se preocupe, madre, todo saldrá bien, ya lo verá. Primero Dios, conseguiremos el apoyo de la ONU para que ustedes también salgan de este infierno —dijo Jorge antes de abandonar el domicilio.
    Doña Paula los abrazó y besó las mejillas. El llanto fue incontenible.
    Los muchachos llegaron a su destino sin contratiempos y la familia del compañero de escuela de Martha les dio hospedaje y alimentos, sin ningún compromiso. Jorge y Alfredo buscaron trabajo y empezaron a tener correspondencia con sus padres y hermanos. Poco a poco, los Barahona-Mendoza empezaron a juntar dinero. Doña Paula logró hacerse de 400 dólares americanos y una cantidad similar de colones, la moneda oficial de El Salvador. En esas fechas, un dólar costaba dos colones con cincuenta centavos.
    Al mismo tiempo, doña Paula logró contactar con un transportista, don Eduardo, propietario de un autobús semidestartalado que también intentaba escapar del país. En esta ocasión logró convencer a una de sus hermanas para que lo acompañara en la odisea. En la misma caravana irían un hermano de don Gerardo, de nombre Manuel y doña María, la viuda del empleado de la joyería, y tres de sus cinco hijas. Todos los interesados del viaje, empezaron a tener reuniones clandestinas y a diseñar una estrategia para la salida.
    La ruta de evacuación sería Puerto La Unión, al sur de El Salvador, para entrar, por el lago Fonseca, a Nicaragua. De ahí cruzarían todo ese país hasta tocar con la frontera de Costa Rica, por Peñablanca. En ese punto fronterizo, Jorge y Alfredo irían por ellos con una carta del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). De ser posible, la ONU los resguardaría ante el riesgo de ser asesinados por el ejército salvadoreño o los escuadrones de la muerte. La guerrilla, inmersa en el Frente Farabundo Marti de Liberación Nacional, simplemente confrontaba con los soplones, soldados u oficiales asesinos y los paramilitares de ultraderecha, patrocinados por el gobierno estadounidense y algunos latifundistas.
    —En el camión sólo llegaremos La Unión y ahí tenemos que tomar el ferry y ya en Nicaragua, hay que abordar otros cuatro camiones para llegar a Costa Rica —explicó con detalle, don Eduardo.
    —¿Cuando y a qué horas sería la salida? —preguntó doña Paula.
    —Si no hay contratiempos, el sábado 7 de junio, a las doce o una de la tarde. Se trata de llegar antes de las cuatro de la tarde a La Unión para abordar el ferry —dijo don Eduardo.
    —¿Qué podemos llevar? —inquirió doña María.
    —Poca ropa, unas frazadas y algo de comida —dijo don Eduardo—. Se trata de no llamar la atención…
    En el camión viajarían don Gerardo y su esposa, cuatro hijos y dos nueras —Margarita, esposa de Manuel, y Alba, la novia de Jorge—; doña María y sus tres hijas; don Manuel, hermano de don Gerardo, y don Eduardo y su hermana. En síntesis, quince personas realizarían ese periplo. Lo que ahí se recomendó es que nadie comentara del viaje, ni siquiera los niños a sus amiguitos, para evitar que los policías políticos se enteraran y los adultos, que encabezaban ese viaje, fueran arrestados.
    Doña Paula, el viernes 6 de junio, por la tarde fue a Catedral y oró por la seguridad de los suyos. En el país se respiraba un aire de luto y temor y la mayoría de las plazas públicas estaban tomadas por los militares. Prácticamente el gobierno militar que encabezaban los coroneles Jaime Abdul Gutiérrez y Adolfo Majeno, había instaurado el Estado de Sitio y pocas personas por las noches se atrevían a salir a las calles. Una treintena de obreros había intentado realizar una manifestación en una plaza pública cercana a la casa de los Barahona-Mendoza, y esa misma noche, fueron desalojados violentamente y en las banquetas y asfalto quedaron manchones de sangre, ropa y calzado. Eso ocurrió una semana antes del viaje programado. Los militares habían asesinado a casi la mitad de los paristas.
    Durante la noche, doña Paula y sus hijos prepararon maletas. En cajas de cartón metieron ropa y algunas frazadas. En la parte delantera del camión, iría don Eduardo, frente al volante, y en el lado del copiloto, la hermana de este y don Gerardo. No habría asientos traseros y doña Paula y doña María, con sus respectivos hijos, simplemente se recostarían sobre colchonetas.
    Al amanecer, la familia Barahona-Mendoza se dividió en dos grupos para no despertar sospechas. Todos se concentraron, al final, en la casa de don Eduardo, en la parte oriente de la ciudad.
    Exactamente a las 13:05 horas partieron, en el interior del autobús a la región sureña de El Salvador. Las lluvias habían reverdecido los valles y serranías y durante el trayecto, el calor húmedo intranquilizaba a los niños.
    Por tratarse de una carretera interamericana, los contratiempos fueron menores. Aún así la incertidumbre y el temor los obligó a cavilar y guardar silencio durante el viaje. Cerca de las cuatro de la tarde arribaron al puerto San Carlos de la Unión. Por un costado, en medio de una bruma azulada, sobresalía el imponente volcán de Conchagua. Sobre las tranquilas aguas del golfo de Fonseca, bailoteaban decenas de lanchones para pescar y entre los caseríos cercanos a la costa, cuatro militares, armados con fusiles metralleta, piropeaban a dos muchachas. El camión se detuvo aproximadamente a veinte metros de distancia de ellos. Don Eduardo, aún con las manos sudorosas, volvió la cabeza hacia atrás y angustiado comentó:
    —Es posible que tengamos problemas… Hay milicos y son de la Guardia Nacional…
    Y no estaba equivocado.
    Uno de los soldados, rechoncho y con un cigarrillo en los labios, se desprendió de sus compañeros y con pasos firmes enfiló hacia el camión. Doña Paula entrecruzó miradas con doña María y en silencio empezó a orar.
    Doña Paula respiró tranquila al darse cuenta que el militar únicamente inspeccionó con la mirada el camión y sin molestarlos prosiguió su marcha. Los otros dos uniformados intentaban seducir a dos lugareñas.
    —Bendito sea Dios —murmuró y abrazó a Mauricio.
    Don Eduardo, comentó:
    —Creo que ya llegamos tarde y el ferry se nos fue. Hay que comer algo y también informarnos si hay otro bote antes de que anochezca…
    Don Gerardo propuso que solo parte del grupo se bajara de la unidad y comprara alimentos. Las mujeres salieron y desalentadas, al regresar, informaron que efectivamente el ferry se había retirado y la salida tendría lugar hasta al día siguiente, a las seis de la tarde.
    —Ni modo —exclamó don Manuel, el hermano de don Gerardo—. Una noche más y ya estamos fuera…
    Todos comieron en silencio, queso y tortillas y un poco de pollo. Bebieron agua y el sueño poco a poco los fue venciendo. Doña Paula tenía fe de que sus hijos Jorge y Alfredo ya los aguardaran cerca de Peñablanca. En Managua les hablaría por teléfono y confirmaría si no había contratiempos. Le preocupaba la salud de su esposo, quien se quejaba de un fuerte dolor de piernas.
    Las mujeres y don Eduardo casi no lograron conciliar el sueño. Poco a poco a oscuridad dominó a la comunidad portuaria y el murmullo del viento empezó a estrellarse en la lámina del autobús. Los lastimeros aullidos de los perros, le robaban la tranquilidad a quien ya añoraban dejar atrás esa pesadilla. Cerca de las seis de la mañana una luz intensa fue filtrándose por las ventanillas y parabrisas y coloreó el entorno. Don Eduardo, salió del autobús e investigó si los militares hacían sus rondines. Recordó que tres días antes de ese viaje, un compadre le comentó que dos muchachos fueron asesinados en el ferry, en el momento que trataban de huir de El Salvador.
    —Hay cierta tolerancia con la gente… Tenemos que aprovechar que los militares están fuera de La Unión y abandonar la unidad —sugirió don Eduardo al regresar al camión.
    Doña María y doña Paula temían que los separaran de sus hijos, al darse cuenta los soldados de sus intenciones. Sin embargo, estaban conscientes que cualquier actitud sospechosa podría evidenciarlos y poner en riesgo la misión. Se separaron en tres grupos y aguardaron a que el ferry abriera sus puertas para que los pasajeros lo abordaran. Mientras eso ocurría, las mujeres lograron cambiar el dinero salvadoreño, sus colones, por córdobas nicaragüenses.
    En el momento indicado, se mezclaron entre la gente que utilizaba los servicios del bote y ya a bordo, con sus maletas y cajas en mano, no lograron disimular su emoción. Más aún cuando escucharon el pitido de la nave y el ronroneo de la máquina principal que le daba vida a las propelas. Ya habían recorrido los primeros 167 kilómetros de San Salvador a La Unión y ahora rodeaban las pequeñas islas de La Amapola y La Conchaguita. El verdor era único. Cincuenta kilómetros de aguas calmas, salinas, pasaban ante sus asombrados ojos.
    Una hora y media después, desembarcaron en el puerto de Potosí y los recibieron varios militares sandinistas.
    —¿A dónde van? —los encaró un uniformado, con pañuelo rojinegro en el cuello.
    —Tenemos enfermo a mi esposo y lo llevamos a curar a Managua… —dijo doña Paula.
    —Sus hijos, ya están grandes, ¿por qué no se quedaron en El Salvador para pelear contra los militares asesinos?
    —Ellos se van a regresar, pero vienen a ayudarme con su papá, que viene muy enfermo…
    El aspecto desmejorado de don Gerardo, convenció a los sandinistas. Ahí en Potosí abordaron un autobús con destino a Chinandega. Durante el viaje no fueron molestados y de Chinandega, se cambiaron a otra unidad con rumbo a Managua. En esa ciudad pasaron la noche y doña Paula logró contactar telefónicamente con Jorge y le dijo que ya estaban en territorio nicaragüense. Jorge estaba alarmado porque no se habían comunicado un día antes.
    —Tuvimos que dormir en La Unión y esperar a que saliera nuevamente el ferry —le confirmó su mamá.
    —Vamos a esperarlos en la caseta de inmigración de Costa Rica, pero si pueden pasar, háganlo. De todos modos, nos vamos a dar cuenta si tienen problemas y vamos por ustedes a donde estén. Guarden la calma, mamá.
    La voz de Jorge le inyectó confianza. Jorge y Alfredo ya contaban con el apoyo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la seguridad de su familia estaba garantizada. Su único temor era que los escuadrones de la muerte se internaran a Nicaragua y atentaran contra alguno de sus hermanos, principalmente los mayores, Martha y Manuel. También estaba en riesgo la seguridad de Margarita y Alba. Incluso se hablaba de salteadores de caminos que mataban y violaban mujeres.
    —Nosotros estaremos en Peñablanca como a las cinco o seis de la tarde, hijo.
    —Nos faltan unas firmas, mamá y es posible que consigamos transporte. No se desesperen, estamos trabajando en eso. De no ser por la tarde, al otro día estamos con ustedes…
    El viaje continuó y tomaron un nuevo autobús de Managua a Rivas. En esa ciudad, oscurecida por nubarrones y aguaceros, hicieron una nueva escala. Los niños ya estaban desesperados y hambrientos y don Gerardo, para no apenar a sus seres queridos, soportaba con estoicismo sus dolencias. Ya en Rivas, sin tener tiempo de descansar, abordaron otra unidad que los trasladaría a Peñablanca.
    Unos salvadoreños que iban en el autobús les comentaron que la Junta Militar había recrudecido la represión y se sospechaba que el coronel Roberto D’Aubuisson estaba atrás del asesinato del arzobispo Oscar Arnulfo Romero.
    —Contrataron los servicios de un matón de algún otro país, parece que de Florida, o del mismo ejército para hacer esa porquería…
     Don Eduardo prefirió no hacer comentarios. Las mujeres, hijos y nueras también se hicieron los desentendidos. Los adultos conocían la historia de su país, con sus casi cien años de guerra civil. Para doña Paula lo primero era su familia. Solo su familia.
    Casi al oscurecer llegaron a Peñaflores y fueron a cenar a un comedero de madero que estaba al lado de una central de vigilancia de los sandinistas. Unos militares les permitieron dormir ahí.
    —Sólo que las mujeres tienen que madrugar y bañarse porque después vienen los compañeros y ya no podrán hacerlo —les advirtieron.
    Para evitar el acumulamiento de ropa sucia, el grupo acordó deshacerse de ella cada vez que abordaban un nuevo autobús. Por lo mismo, la carga había disminuido y doña Paula, doña María y la hermana de don Eduardo, lograron sortear la pesada carga de lavar la vestimenta de ellas y sus doce acompañantes.
    La señora que vendía comida le informó que no era fácil cruzar a territorio costarricense —Tico, fue su palabra—, porque los de migración exigían 300 dólares americanos por persona para poder ser recibidos como turistas.
    —Así evitan que gente necesitaba los invada…
    Unos traileros que estaban en el comedero, intervinieron.
    —Pero no se preocupen… Los podemos ayudar, nosotros metemos a los muchachos y que presenten los 300 dólares y luego que uno de ellos se regrese con el dinero… Así, poco a poco se van metiendo…
    Doña Paula y doña María valoraron la situación. Hacerlo de esa manera ponía en riesgo la seguridad de Margarita y Alba, porque no conocían a los traileros, y tampoco podían confiarles el poco dinero que llevaban. Incluso, existía el riesgo de que detuvieran a sus hijos y los deportaran a El Salvador.
    Los quince se reunieron en el cuartel de los sandinistas y empezaron a deliberar. Los niños se durmieron, pero los adultos, contritos y cavilativos, aguardaron que el amanecer los alcanzara para tomar una nueva decisión. Por lo pronto, don Eduardo y su hermana contaban con el dinero y determinaron internarse a Costa Rica. Las otras mujeres, acordaron aguardar la presencia de Jorge y Alfredo. Las oficinas migratorias de Costa Rica estaban a cien metros de distancia, al fondo de la misma carretera federal. Ese tramo estaba sombreado por una hilera de fresnos y pinares. El movimiento vehicular y humano era constante.
    —¿Qué hacemos mamá? —preguntó Manuel.
    —Esperar la llegada de tus hermanos… Es lo mejor…
    El sol empezó a hacer su recorrido y las sombras de árboles y casas reptaban de un lado a otro. Don Gerardo y doña Paula habían perdido el apetito. Temían que algo malo les hubiera ocurrido a sus hijos y estaban entrampados en ese lugar rodeado de caseríos, pobreza y humedad.
    —No van a venir…
    —Claro que sí…
    —No es fácil…
    —Lo van a lograr… Sino, buscamos la manera de meternos…
    En esos momentos, uno de los niños se les acercó corriendo.
    —Mamá, mamá… Vienen mis hermanos…
    Doña Paula levantó el rostro y vio a lo lejos a sus dos hijos. Habían llegado a bordo de una camioneta y cargaban en las manos, un fólder con varios documentos, entre ellos el compromiso de la ONU de protegerlos como refugiados políticos. Jorge y Alfredo abrazaron a sus padres y no lograron contener el llanto. El Salvador y su guerra civil habían quedado atrás. Ahora tendrían que ajustarse a su nueva vida, la de inmigrantes, y empezar hacer los trámites ante el gobierno canadiense para que les diera la oportunidad de rehacer su vida.
    Doña Paula y don Gerardo tardarían casi seis años para lograr su objetivo final: vivir en paz, al lado de sus hijos y nietos. Durante ese tiempo permanecieron juntos en Heredia, Costa Rica, y el 13 de diciembre de 1986, el matrimonio, llegó a Toronto para reencontrarse con sus seis hijos, quienes desde un año antes ya radicaban en Canadá. El 27 de octubre del 2002 murió don Gerardo, a consecuencia de un infarto al miocardio, y doña Paula quedó bajo el cuidado de sus hijos.

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