lunes, 14 de febrero de 2011

Fusilados: las argucias del paralegal

 Parte XX

Por Everardo Monroy Caracas

Soy un hombre solitario
que el destino es mi suerte...

Diomedes Díaz

    Carlos le entregó los originales a Eduardo, amontonados en el escritorio de su oficina. En el despacho contiguo se encontraba el abogado Hamza N. H. Kisaka, de origen tanzanio y en las afueras, dentro del recibidor con seis sillas, cuatro nuevos inmigrantes, serios y pensativos, aguardaban su turno para ser atendidos. En 421 Eglinton West estaba el nuevo cuartel general de Carlos.
    Cuatro meses atrás había concluido su relación laboral con Gertler, con oficinas en la avenida Dundas, a un costado del edificio del Ministerio de Ciudadanía e Inmigración. En el estacionamiento, Gertler había colocado una traila donde con grandes titulares anunciaba sus servicios a personas de habla hispana.
    El periodista le comentó a Carlos sobre su ida a Leamington y la posibilidad de allegarse de un dinero extra para, en caso de perder el juicio, no apelar, sino exiliarse en España.
    “¿Estás seguro que quieres irte a Leamington?”, preguntó Carlos.
    “El inglés no se me da, difícilmente voy a entrar al periodismo canadiense y mis necesidades son mediatas. La prensa latina ha aprendido a sobrevivir, sin mucha plata, con el esfuerzo ajeno. Aquí nunca falta quien regale su trabajo ante la esperanza de ser tomado en cuenta algún día y eso lo aprovechan muy bien los editores”, respondió Eduardo.
    “Tenemos que construir nuestros propios puentes y no culpar a nadie de nuestras deficiencias”, sentenció Carlos.
    “Nadie se queja. Hubo un tiempo que supuse que estaba más salado que un bacalao, pero las calabazas, durante el trayecto, se van acomodando solas, como decía una amiga”, dijo Eduardo.
    “Espero que sirvan de algo estás reflexiones”, dijo Carlos y le entregó al periodista unas hojas mecanografiadas. “Tal vez estén faltas de convicción política, porque lo más cercano a mí, en estos momentos, es el recuerdo de mi hermano Lío, la ausencia de mis padres y hermanos, y mi convivencia diaria y tan necesaria de mi familia, tengo que trabajar duro. No es fácil sostener los gastos de una casa propia, a pagar en treinta años; desprenderte de la tercera parte de tus ingresos por cuestión de impuestos, y cubrir las necesidades diarias de cuatro personas que sólo dependen de tu esfuerzo. Se gana en dólares, pero se gasta en dólares”.
    “Me lo imagino”, dijo Eduardo. “Es la vida de la mayoría de hispanos que ya tienen raíces en esta tierra. Por eso creo que a algunos no les importa sentir los problemas del inmigrante recién llegado, sino por el contrario, se convierten en un medio para allegarse de dinero fácil. Uno puede recibir apoyo solidario una o dos semanas y más adelante enfrentar los sinsabores del rechazo. El muerto y el arrimado a los tres días apestan”.
    “Canadá no es un país fácil”, dijo Carlos, “y uno lo va descubriendo con el transcurrir de los días. La gente que está afuera esperando, en la oficina contigua, lo único que busca es resolver su problema personal e invertir lo menos posible. De lograrlo difícilmente vuelves a verlos, ese es su destino. Ganen o pierdan su juicio de refugio, jamás vuelven la cabeza hacia atrás. Ahí empieza la falta de conciencia de cada uno de ellos para ayudar a los otros. En eso están fallando las iglesias y los centros de desarrollo comunitario”.
    “La Ley del uso, ni modo”, acota Eduardo.
    “Exactamente la Ley del uso: yo te uso, tu me usas, él me usa... y todos nos usamos. El asunto es que los más listos, en ese sentimiento de uso hacen negocio con los migrantes. Por ejemplo, un centro de desarrollo comunitario puede obtener hasta un millón 300 mil dólares anuales y gastarse las tres cuartas partes en sostener a su burocracia. Su trabajo sólo es referencial porque casi nunca resuelven, con sus propios medios legales o administrativos, los problemas del migrante recién llegado”.
    Carlos tal vez hacía alusión a dos reportajes que Eduardo había publicado en Primera Plana y que evidenciaban fallas administrativas y de servicio en algunos centros de desarrollo comunitario de Toronto. Recibían millonarias aportaciones de cuatro ministerios federales, Legal AID, la Municipalidad de Toronto, la United Way of Greater Toronto y las asociaciones The Ontario Trillium Foundation y The Brumara Foundation. Los ministerios donantes eran el de Ciudadanía e Inmigración, de Ciudadanía Ontario, de Salud y de Familia, Niños y Servicios Sociales.
    “Lo que me sorprende es el funcionamiento de los albergues públicos: hay sesenta en Toronto y diez de ellos son administrados por el gobierno de la ciudad. Los otros cincuenta subsisten con dinero privado. Ahí reciben alimento cinco veces al día, sábanas, almohadas y cobijas nuevas; tickes para el transporte público y hasta asesoría gratuita para obtener welfare”, dijo Eduardo.
    “Sólo que son muy pocos los funcionales y seguros”, aclaró Carlos, “porque en su mayoría acogen a personas de la calle, viciosas e sin hábitos de aseo. Para un inmigrante recién llegado eso puede ser traumante. En varias ocasiones, puedo asegurar que hasta cientos de veces, intervine para sacar a inmigrantes de los albergues y llevarlos a mi casa o la casa de otros amigos. Después, ya con la ayuda asistencial de Ontario Work, lograban obtener una vivienda digna”.
    En esas fechas, Carlos enfrentaba un problema legal por su supuesta intromisión en un asunto migratorio que afectó el ingreso de un aspirante a refugiado. Al ser cuestionado fuertemente e intimidado por el oficial de Inmigración    acusó a Carlos de haber inducido su historia y obligarlo a mentir. Sin embargo, Carlos no era el abogado sino Geltler y sus cuestionarios  de solicitud de refugio los firmó avalando el contenido de lo que ahí aparecía. La bronca fue ventilada en los periódicos de la localidad y la noticia, al correr de boca en boca y sin el apoyo de la fuente original, poco a poco tendió a distorsionarse y sus detractores, principalmente abogados y paralegales hispanos, la utilizaron en su contra.
    Eduardo tuvo la precaución de investigar los hechos y concluir que se trataba de un simple asunto de vendettas entre los mercaderes de inmigrantes. Carlos llevaba veintidós años construyendo una red de apoyo a personas de recién ingreso a Canadá y algunos de sus colaboradores —contritos y muy leales al principio— terminaban repudiándolo y desprestigiándolo. Sin embargo, jamás cuestionaba su proceder y prefería apartarse de ellos sin rupturas violentas y seguir con su propósito de trabajo.
    “Creo que su principal problema don Carlos, es dejar en manos de terceros la confianza que le han depositado los inmigrantes. Si sus recomendados fallan, el único responsable es usted y en dos meses lo culpan de algún abuso que se cometió contra de ellos”, le advirtió el periodista.
    Por ejemplo, si el interprete ante Ontario Work aprovechaba la ignorancia del nuevo inmigrante y le ofrecía gestionar el permiso de trabajo por cien o doscientos dólares, el afectado suponía que Carlos le había dado esas instrucciones. El interprete aseguraba que en menos de un mes le entregaría ese documento y en realidad le era enviado cuatro meses después de haber sido aceptado como refugiado político. No por la intervención del interprete, sino por un trámite normal ya contemplado por las leyes migratorias.
    Carlos era el menos malo de esa jauría de mercaderes y aún así, sus detractores lo atacaban con saña. En alguna ocasión, Eduardo llegó a convencerse que Carlos había perdido su mística de servicio al estar alejado de sus obsesiones religiosas. Lo evidenciaban algunos comentarios ríspidos y por el comportamiento cuestionable de algunos colaboradores que lo acompañaban. Lo cierto era que no toleraba la altanería y falta de humildad de algunos nuevos inmigrantes que solicitaban su ayuda.
    “Sienten que uno está para servirles, para resolverles todos sus problemas, sin que hagan el menor esfuerzo por ayudarse”, repetía.
    Los trasladaba en su camioneta a las oficinas de Ontario Work, albergues públicos o Legal AID y en casi todos los casos nadie le pagaba sus servicios o cooperaba con un poco de gasolina. Por el contrario, ya a sus espaldas, los mismos beneficiados comentaban que esa era su obligación porque le pagaba el gobierno para atenderlos. En realidad su salario provenía del abogado, pero sólo por armar los PIF’s y servir de interprete ante Legal AID y de su propio contratante, en este caso Hamza.
    Un día que el reportero apoyó a un inmigrante venezolano en la corrección gramatical de su historia, al día siguiente le comentó a Carlos:
    “Increíble, ni las gracias me dio su recomendado”.
    Carlos, cuestionó:
    “¿Tú le das las gracias a Dios todos los días?”
    Ningún inmigrante que algún día tuvo contacto con Carlos podría decir que fue engañado o pagó algún servicio sin recibir algo a cambio. Carlos lo ayudó de alguna manera en su permanencia en este país, aunque sea con pequeños detalles solidarios: invitándole en tiempos invernales un vaporante vaso de café negro o un plato de sopa caliente; regalándole dinero para comprar su metropass o una tira de boletos para el transporte público o convenciendo a la trabajadora social de Ontario Work para que les diera un poco más de ayuda asistencial. Nunca los desamparó y, dentro de sus posibilidades, ayudó a poner bajo sus intereses las bondades del sistema migratorio canadiense.
    Eduardo se puso de pie y guardó en su mochila las hojas mecanografiadas que Carlos le acababa de entregar. En ellas hablaba un poco de su destino presente. El reportero saldría en dos días a Leamington y posiblemente tardarían algunos meses para reencontrarse. Nada estaba escrito.
    “¿Qué será de su vida don Carlos?”, preguntó el reportero.
    “Seguir aquí y más adelante irme a alguna playa y pasarme los últimos años de mi vida sentado en algún tronco de guayacán, viendo el horizonte y escuchando el chapoteo de las olas. Lo único que lamento es no estar en ese pequeño paraíso al lado de mi hermano Lío, o tener el periódico en las manos, donde la principal noticia sea que Efraín Ríos Montt y sus generales asesinos fueron juzgados y encarcelados de por vida por sus crímenes de lesa humanidad”.  

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