miércoles, 2 de febrero de 2011

Canadá/Fusilados/XIII

Por Everardo Monroy Caracas

Un pez arrojado
por un mar embrabecido,
resollé en la tierra
me convertí en mi mismo.

Kurt  Vonnegut

    No era nada agradable estar frente a una funcionaria migratoria, escéptica a los problemas personales de sus interlocutores. Con sólo mirar la ropa, manos y cara de quien solicitaba refugio político, lograba hacerse una idea de su personalidad y necesidades. Ese era su trabajo. De esa primera valoración, podría definirse el futuro asentamiento del interesado en ciudadanizarse canadiense.
    Eduardo fue recibido a las 11:40 horas, pero desde las seis y media de la mañana hizo acto de presencia en la oficina 101. El cubículo apenas permitía darle cabida a más de cuatro personas y, en esta ocasión, la funcionaria mezcló el inglés con el castellano para realizar la entrevista. Tuvo el apoyo de una interprete hispana. Jennifer Brown tenía una cabellera abundante, cara delgada y ojos esmeralda, muy brillantes. Sus clavículas delineaban con claridad la consistencia del cuerpo, lastimado por la poliomielitis y el estrés.
    “Usted está mintiendo”, dijo la funcionaria.
    “Le digo la verdad”, enfatizó Eduardo.
    “¿Quién le va a creer que entró a Estados Unidos con una visa vencida?”.
    “Así fue, yo trabajé en un diario de Ciudad Juárez y me conocen algunos funcionarios de migración”, justificó el periodista.
    Jennifer se puso de pie y abandonó el cubículo. La interprete la siguió. Desde el cuarto contiguo, donde tenían un monitor encendido, observaron el comportamiento de Eduardo. Él había argumentado miedo fundado y brevemente explicó los problemas legales que enfrentaba en su país. Los cárteles de la droga y policías corrompidos atemorizaban, con asesinatos selectivos, a los periódicos interesados en tratar el asunto del crimen organizado.
    Detalló:
    “La misma Secretaría de la Defensa Nacional consignó, en los últimos seis meses del 2004, más de 800 ejecuciones en todo el territorio mexicano, entre policías, traficantes de drogas y periodistas”.
    Y agregó que no buscaba ser una estadística más o convertirse en una bandera política de las organizaciones gremiales de editores o redactores de prensa.
    Los mismos autores intelectuales de crímenes a periodistas iban a los sepelios, colocaban coronas de flores junto al ataúd y daban el pésame a los deudos. Las ejecuciones por consigna oficial eran las más comunes y menos esclarecidas por la justicia mexicana.
    La funcionaria de inmigración retornó al cubículo y empezó a llenar los formularios donde se abundaba sobre la causa de la petición de refugio, el tiempo que se planeaba permanecer en Canadá y la forma como logró internarse al país. Antes de concluir el interrogatorio, el periodista recibió una breve explicación sobre los alcances de su nuevo status y las posibilidades de ser rechazada la misma petición, en caso de no cubrir los lineamientos previstos en la ley migratoria canadiense. La funcionaria no lograba disimular su antipatía a los hispanos.
    Previo a ese encuentro, el solicitante tuvo que subir al tercer piso del edificio del Ministerio de Ciudadanía e Inmigración donde fue medido, pesado, fotografiado, inspeccionado físicamente para detectarle alguna cicatriz, tatuaje o defecto corporal y lo obligaron a plasmar sus huellas dactilares en una forma con la bandera de Canadá impresa y el rótulo, Citizenship and Inmigration. El encargado de hacer todo esa faena, utilizó guantes de látex.
    Jennifer antes de despedirse volvió a externar sus dudas sobre la internación del periodista a los Estados Unidos. Eduardo decía la verdad. En autobús llegó a Ciudad Juárez, buscó telefónicamente al ex director editorial del diario donde antes laboró y en su vehículo cruzaron la caseta migratoria con sólo presentar la visa vencida. El oficial que los recibió conocía a Eduardo y simplemente movió la cabeza en aprobación e hizo una señal con la mano derecha para que continuaran su marcha. Ya en el aeropuerto de El Paso, Texas se confirmó la compra del boleto adquirido para volar a Toronto y durante la noche el periodista durmió en el Hotel Coral. Una mañana después, exactamente a las 9:40 horas, abordó el avión y dejó atrás territorio estadounidense. Hubo una escala a las 12:20 en Phoenix, Arizona. La funcionaria migratoria fundaba sus dudas por el reforzamiento de la seguridad fronteriza del vecino país sajón ante los acontecimientos violentos del 11 de septiembre del 2001 cuando dos aviones, cargados de pasajeros, se estrellaron en el centro financiero de Nueva York y derrumbaron las torres gemelas del World Trade Center. Uno más se impactó en un costado de el cuartel general del Pentágono, en Washington. Más de cinco mil personas murieron aplastadas o incineradas. Las naves, pertenecientes a líneas comerciales, fueron secuestradas por musulmanes de una organización fundamentalista llamada Al-Qaeda, encabezada por el millonario saudi, Osama Bin Laden. En respuesta, el 7 de octubre del mismo año, el ejército de los Estados Unidos con ayuda de los ingleses, invadió Afganistán y en dos meses derrotó a los talibanes, seguidores consecuentes del Corán, y de Bin Laden.
    Eduardo recibió una nueva hoja marrón donde se le autorizaba permanecer diez años en Canadá en tanto se definía su situación migratoria. En nueve o diez meses sería llamado por un juez del Tribunal de Determinación de Refugiado para exponer su caso. De convencerlo, existía la posibilidad de ser aceptado como residente. De no ser así, tenía derecho a apelar, con ayuda del abogado, y aguardar otros seis meses para que nuevamente el juez le dictara la sentencia definitiva.
    Eduardo, a partir de ese momento, quedaba sujeto a un proceso de espera. Con los documentos entregados por Jennifer Brown se armaría el PIF —un legajo de 19 páginas— y sería enviado, 28 días después, a las oficinas centrales de Inmigración and Refugee Board, construidas en la calle Victoria 74, departamento 200, en Toronto. Tras ser aceptada esa documentación, Eduardo solicitaría el permiso de trabajo para no depender únicamente del welfare. De tener suerte, en tres o cuatro meses lo recibiría.
    El siguiente paso burocrático sería conseguir el Social Insurance Number o SIN que autorizaba pagar impuestos y mejorar sustancialmente su salario y prestaciones. Por ejemplo, en la industria de la construcción, el SIN le daba la posibilidad de obtener ingresos hasta por veinte dólares la hora.
    “Tenés que venir otra vez mañana”, dijo Carlos al enterarse del resultado de la entrevista con la funcionaria de migración. “Hay que conseguirte asistencia legal para que cuentes con un abogado pagado por el gobierno”.
    El edificio de Legal AID se encontraba sobre la misma avenida Dundas, a dos cuadras del Ministerio de Ciudadanía e Inmigración y el bufete del abogado Geltler.
    Carlos era un experto en conocer las fortalezas y debilidades del sistema migratorio. Gracias a esa percepción estudiada durante catorce años, el inmigrante hispano no se sentía tan desprotegido, sino por el contrario tenía la posibilidad de administrar mejor el poco dinero que llevaba. El abogado le pagaba un salario mensual a Carlos  y, a la vez, el abogado trimestralmente cobraba sus servicios en Legal AID. El mismo esquema de trabajo lo reproducían todos los centros comunitarios relacionados a abogados migratorios hispanos, canadienses, chinos, portugueses, italianos, rusos, franceses, hindúes o pakistaníes. Ningún paralegal, consultor, traductor o asistente de estos personajes, expertos en representar jurídicamente a inmigrantes, lograba sobrevivir sin los honorarios de su jefe o Legal AID. Lo deleznable empezaba en el momento que abusaban de la ignorancia del cliente y lo despojaban de dos mil, tres mil o hasta cinco mil dólares por apoyarlos en los trámites legales de rigor o conseguirles ayuda económica en Ontario Work.
    Cientos de inmigrantes diariamente enfrentaban ese terrible dilema. Por su necesidad de trabajar o miedo a ser deportados, aceptaban convenios vergonzantes e indignos, como comprometer el primer cheque del welfare, normalmente de mil 300 dólares, o trabajar durante dos o tres meses para cubrir los honorarios del gestor deshonesto que sólo le llenó las formas de aplicación para solicitar refugio político y sirvió de interprete ante la trabajadora de Ontario Work.
    “Con otros quinientos dólares, yo les puedo conseguir en tres o cuatro meses el permiso de trabajo y el Social Insurance”, les prometían. “De esa manera ya nadie los va a molestar y pueden ganar el doble de lo que ganan en «cash»”.
    La víctima jamás intuía que la razón de existir de dos centenares de centros comunitarios en Toronto era precisamente para ayudar a hacer esos trámites burocráticos sin costo alguno. El gobierno financiaba a cada uno con cien mil dólares mensuales y además pagaba la renta del inmueble y los servicios de agua, energía eléctrica y telefonía.
    Preocupaba escuchar a infinidad de latinos que por ignorancia fueron robados y abandonados a su suerte después de hacer su primera aplicación como solicitantes de refugio. En otros casos, les armaban historias carentes de credibilidad y los exponían a ser deportados o cuestionados duramente en el momento de presentarse ante el Tribunal de Determinación de Refugiado.
    Otro trámite obligado para obtener el permiso de trabajo era el hacerse un chequeo médico en una clínica de salud autorizada por el Ministerio de Ciudadanía e Inmigración. Eduardo tuvo que acudir a la de Jane 2780, en el cubículo LL2, al norte de Toronto. En una misma mañana le hicieron análisis de sangre, fue expuesto a una cámara de rayos X y sacó la lengua e hizo ruidos guturales ante un médico africano afable, bromista y poco exigente, armado de un estetoscopio y una tablita de madera, similar a la utilizada en las paletas de hielo. Las conclusiones de todos esos estudios clínicos jamás terminaban en manos del auscultado, sino de las autoridades. Lo cierto era que la opinión del facultativo avalaba la posibilidad del refugiado de obtener el permiso de trabajo en la fecha programada. También de esa manera detectaban si el paciente tenía problemas de adicción a narcóticos, enfermedades venéreas o el Virus de la Inmunodeficiencia Humana o VIH.
    Carlos, a través de su teléfono celular confirmó la cita en Ontario Work. En tres días se realizaría en una de sus filiales de la calle Attwell 220, en el distrito de Etobicoke. Eduardo y su interprete serían atendidos por la caseworker, Laure Hayner.
    El interprete, un paraguayo montaraz de largas barbas grises, cobraría cincuenta dólares por sus servicios. En los centros comunitarios comúnmente negaban ese apoyo y daban el mismo argumento: los interpretes, la mayoría voluntarios, tenían otros compromisos familiares o trabajaban a la misma hora de la cita programada por el interesado.
    “Yo cobro el mismo día que hago el trabajo, porque muchas veces se me van sin pagar y es una bronca cobrarles. Así son los latinos”, dijo telefónicamente Gaudencio Rojo, ex trailero de Formosa, población enclavada a 120 kilómetros de Asunción, Paraguay.
    Normalmente, los interpretes recibían su dinero cuando su cliente se presentaba a la oficina de Ontario Work y recogía el primer cheque. Lo acompañaban a la sucursal bancaria y al cambiarlo le entregaban los cincuenta dólares acordados. Sin embargo, algunos inmigrantes optaban por no cubrir sus compromisos y abonar la certidumbre de que los hispanos, principalmente latinos, eran malos pagadores y transas.
    Gaudencio aún cobraba welfare y por las noches trabajaba de "cash" en una empacadora de pasta dental y jabones de baño. En su país, de acuerdo a su historia, fue secuestrado por tratantes de blancas y obligado a llevar prostitutas a Sao Paulo, Brasil. Abandonó la carga en Guarapuava y al intentar hacer la denuncia ante las autoridades judiciales, lo amenazaron de muerte. Tuvo que esconderse en Costa Rica y de ahí volar a Canadá.
    Al ser aceptada su solicitud, Gaudencio envió por su familia, esposa y tres hijos, y hasta involucró a sus cuatro hermanos y padrastro en su historia de persecución. Todos aplicaron ante Ontario Work y recibían dinero por separado. Su broma más recurrente era que en Formosa, donde la fama de sus destilerías de alcohol llegaban hasta los atracaderos de Porto Alegre y Montevideo, existía un enorme cartel a la entrada, donde se leía:
    “Estimados turistas, nos disculpamos por no darles la bienvenida personalmente, pero es que todos los habitantes de Formosa nos encontramos en Canadá y en calidad de refugiados”.       

   

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