viernes, 4 de febrero de 2011

Canadá: Fusilados/XV

Por Everardo Monroy Caracas

«Las personas aprenden muy pronto su razón de vivir» —dijo el viejo con cierta amargura en los ojos—. «Quizá también sea por eso que desisten tan pronto. Pero así es el mundo».

Paulo Coelho


    Laure Hayner miró de reojo al periodista y comentó que dos de las principales obligaciones de Eduardo eran estudiar inglés y hacer un voluntariado a favor de la comunidad. Tendría apoyo económico mensual y cuando llegara su permiso de trabajo, Ontario Work gestionaría algún empleo acorde a su oficio y le proporcionaría uniforme, casco, calzado y lentes de seguridad, si así lo solicitaba el beneficiario.
    “Cada tres meses le pediré un informe sobre los avances de su escuela y el voluntariado. Le recomiendo que abra una cuenta bancaria para que ahí se le deposite el dinero. Su abogado lo puede orientar”, dijo la caseworker sin alterar algún músculo del rostro.
    La cita fue a las once de la mañana. Gaudencio y Eduardo aguardaron cinco minutos antes de ser recibidos en el cubículo cuatro. En esta ocasión, un grueso cristal antibalas impedía tener contacto físico con la trabajadora social. Algunos refugiados o canadienses que recibían el welfare llegaban a agredir a su caseworker al serles restringidos los recursos económicos. Eso comentó el interprete.
    La sala de espera, de paredes cremas, contaba con una treintena de asientos y anaqueles llenos de propaganda oficial. Varias puertas numeradas sobresalían a un costado del pasillo. En ellas se accedía a los cubículos. Por altavoz se mencionaba a la persona y el lugar donde se le atendería.
    Las trabajadoras sociales de Ontario Work tenían suficiente autoridad legal y administrativa sobre el refugiado, al extremo de cerrarle toda posibilidad de sobrevivencia si detectaban alguna irregularidad en su comportamiento. En ese primer encuentro al refugiado le exigían una promesa de renta, liberada por el casero, y la copia de inscripción en alguna escuela de inglés.
    “¿Cuánto dinero tiene?”, preguntó Laure.
    “Setenta dólares”, contestó el periodista.
    El paraguayo repitió la misma oración en inglés. En realidad Eduardo tenía doscientos cincuenta dólares, pero Gaudencio le dijo que acortara la cifra para intentar conmover a la trabajadora social. El objetivo fundamental era conseguir de inmediato los mil 300 dólares para adquirir muebles y trastos y pagar el primer mes de renta.
    La trabajadora social observó el monitor de su computadora e hizo algunas anotaciones. Se trataba de un trabajo de rutina. De lunes a viernes, cada empleada atendía a un sinnúmero de refugiados y estaba consciente que la mayoría mentía.
    “Necesito que me autorice estos permisos para poder acceder a su historia personal y solicitarla ante el Ministerio de Ciudadanía e Inmigración”, pidió la funcionaria.
    Eduardo accedió. Gaudencio le recomendó no hablar mucho y dejar que él hiciera su trabajo. Un buen interprete, decía, es aquel que logra convencer a la trabajadora social para que en menos de 48 horas le entregue el cheque de mil 300 dólares a su cliente. También le sacaría diez boletos del transporte público y la posibilidad de apoyar al refugiado para que únicamente asistiera a clases de inglés nocturnas no diurnas, bajo el pretexto de tener problemas de salud. Eso le daba margen para trabajar de día.
Eduardo, en esa misma cita, se enteraría por boca del paraguayo, que infinidad de refugiados políticos compraban las promesas de renta, en doscientos o cuatrocientos dólares, porque algunos vivían con familiares o fuera de Toronto. Incluso existían matrimonios, amantes o hermanos que aplicaban por separado y así lograban obtener más dinero en Ontario Work. Ante el Ministerio de Ciudadanía e Inmigración presentaban historias distintas de persecución y juraban y perjuraban que vivían solos en Canadá.
    “Le recuerdo que usted no puede trabajar mientras no cuente con el permiso de trabajo”, advirtió Laure. “Tampoco puede hacer movimientos bancarios o envíos de dinero al extranjero, sin notificarlo. Nosotros tenemos acceso a toda esa información y tarde o temprano nos daremos cuenta y se meterá en problemas legales”.
    Los refugiados que trabajaban y recibían welfare, enviaban dinero a sus familiares con la ayuda de algún residente o ciudadano de confianza, principalmente sus caseros, supervisores o personal de confianza de las empresas donde prestaban sus servicios. Las mismas agencias de empleo fungían como comercializadoras de divisas. Cada viernes les pagaban en "cash" y en ese preciso momento realizaban la transferencia de dinero a cualquier parte del mundo. Todo a través de instituciones bancarias y con un número clave que utilizaría el beneficiario al presentarse a recoger el depósito.
    En Dundas y Bloor existía una joyería que vendía dólares americanos, sin control oficial y en Dufferin y Bloor un italiano compraba los cheques expedidos por algunas agencias de empleo. Por cada cien dólares, obtenía un dólar con cincuenta centavos de ganancia. En algunos cheques aparecía el nombre de «George Bush» o «Fidel Castro» y el comprador no le exigía al vendedor alguna identificación confiable. Seguramente la agencia respondía. La divisa americana tenía un sobreprecio de tres centavos por unidad.
    El moverse en ese mercado de la ilegalidad, reproducía una especie de plaga destructiva que atacaba fundamentalmente a los inmigrantes. Los hispanos no escapaban a ella, porque ya contaban con una comunidad numerosa en Toronto. Por esa razón, Eric era recurrente en advertirle al periodista sobre los riesgos de trabajar con hispanos. Se daban casos en que contrataban los servicios de inmigrantes sin estatus legal o que recibían welfare para no pagarles. De quejarse, existía el riesgo de ser denunciados y deportados.
    Eduardo en carne propia experimentó esa realidad. La rescató en su diario personal y más tarde reporteó el asunto ante instancias gubernamentales y abogados. El resultado de sus investigaciones las reprodujo en el semanario del Centro Comunitario San Lorenzo.
    Escribió:

El arte de timar hispanos
    Juan Esteban Rioja no lo dudó dos veces. Metió la moneda de 25 centavos a la ranura del teléfono público y marcó diez números. Una voz masculina le respondió y en menos de dos minutos se arreglaron. Tendría que presentarse al día siguiente, a las seis de la mañana en punto, en la intersección de Finch y Jane. Él lo hizo, trabajó dos semanas en una casona en construcción, y el día de paga, su contratista ya no apareció. Jamás recibió los mil dólares prometidos.
    El caso de Juan Esteban es uno más de los treinta o cuarenta que reportan cada semana a las autoridades migratorias, abogados y organizaciones sociales. Las víctimas, principalmente hispanos, son trabajadores que carecen de un permiso oficial para laborar y son indocumentados o solicitantes de refugio político.
    La oficial del Ministerio de Ciudadanía e Inmigración, Mireya Torrijos, comisionada en el edificio central que se encuentra a unos metros de la estación del subway Kipling, revela que los principales enganchadores de esas personas son residentes latinos, principalmente de Argentina y México, que se anuncian en periódicos hispanos.
    “Constantemente nos hablan de algunas organizaciones civiles o tres abogados que tiene sus oficinas muy cerca de este edificio y nos denuncian abusos de patrones hispanos con indocumentados que sólo hablan el castellano”, explica.
    El Instituto Nacional de Estadísticas de Canadá el año pasado registró que ocho mil 400 personas fueron deportadas por encontrarse ilegalmente en el país. Por su parte, Labore´s International Union of North estima que laboran 76 mil trabajadores sin documentos, la mayoría latinoamericanos y orientales. Otras organizaciones no gubernamentales, hablan hasta de 200 mil. El Ministerio de Ciudadanía e Inmigración lo niega y afirma que esas cifras están “infladas”. Hace tres semanas, personal de esa dependencia, afirmó que eran menos de 40 mil.
    El propio Juan Esteban, quien es solicitante de refugio, informó que su contratante, un argentino, tiene bajo su mando a cuatro latinos que carecen de permiso de trabajo. De lunes a sábado los transporta en su camioneta a una construcción que se encuentra en Richmond Hill, por la Rutherford Road y Bathurst Street.
    “Lo primero que nos pregunta es si tenemos papeles en regla y al decirle que no, que estamos bajo el programa del walfere, contesta que es lo mejor, porque así ganamos dinero en "cash"», recuerda Juan Esteban, oriundo de El Salvador.
    Y añade:
    “Diariamente trabajamos hasta diez horas y por esa razón no podemos ir a clases de inglés, como nos lo pide la trabajadora social de Ontario Work. El problema es que la mayoría que llegamos a este país lo hacemos para juntar dinero y enviárselo a nuestra familia”.
    Las historias se repiten.
    Únicamente en el bufete jurídico del abogado Hamza N.H Kisaka, ubicado en la avenida Eglinton 421, en menos de un mes se detectaron 14 casos de esa naturaleza, en donde las víctimas, al protestar, recibieron amenazas de ser denunciados ante el Ministerio de Ciudadanía e Inmigración, por encontrarse de manera ilegal en Canadá.
    “Cuando se dan cuenta que pueden ser detenidos y deportados, prefieren guardar silencio y ya no seguir con la denuncia. Eso origina que sus ex contratistas vivan en la impunidad y continúen con la misma actitud inmoral”, explica uno de los asesores jurídicos.
    Remedios Carreño, viuda proveniente de Querétaro, México, señala que por recomendación de una conocida entró a laborar con un matrimonio que se dedica a la limpieza de edificios de departamentos. Trabajó de noche con ellos durante una semana y al intentar cobrar un viernes, le informaron que la paga se realizaría en los siguientes quince días. Ella ya no regresó, pero hasta la fecha el hombre y la mujer, oriundos de Costa Rica, se niegan a pagarle los 300 dólares del adeudo.
    En otros casos, se contrata a la gente para trabajos de limpieza, pero al presentarse al lugar de reunión, son trasladados a Vaughan, Mississauga o a Richmond Hill. Sin embargo, como afirma la oficial de Inmigración, Mireya Torrijos algunos indocumentados o solicitantes de refugio son llevados a otras provincias, donde los tienen trabajando un mes y no les pagan. “Les dan un lugar donde dormir y comida y al final los regresan a Toronto y se hacen los perdedizos. El asunto es que son hispanos los que roban a los hispanos”, remarca.
    El semanario de anuncios clasificados aparece todos los jueves y se distribuye gratuitamente en distintos negocios de hispanos. Los propietarios del rotativo no advierten sobre la veracidad de sus anunciantes. Eso ocasiona que sus lectores no tengan a quien reclamarle. Creen en la veracidad del anuncio clasificado.
    Remedio Carrera asegura que en algunos anuncios se llega a afirmar que la paga será en "cash" o que no es necesario contar con permiso de trabajo. Pocos son los que exigen inglés y papales “al día”. La mayoría de los números telefónicos son de celulares. La demanda de empleo es de carpinteros, albañiles, encargados de limpieza, meseros, cocineros y ayudantes de pintores de casas. El pago por hora varia: entre seis a ocho dólares y jamás se cubre el salario al finalizar la primera semana de trabajo.
    Javier López, un mexicano del Distrito Federal, experimentó en dos ocasiones el abuso laboral de los patrones hispanos. A principios de abril de este año, un argentino de apellido Fractini lo contrató como ayudante de pintor y lo hizo lijar marcos de puertas y ventanas. Durante dos días lo llevó a la casa, ubicada en Wilson y Keele. El sábado le preguntó si le pagaría. El hombre le contestó que hasta que él recuperara su dinero. “Yo no puedo darte nada, porque primero me tiene que pagar a quien le hice el servicio”, le aclaró.
    Sin embargo, López lo cuestionó porque ese no era asunto suyo. “Yo cumplí con mi trabajo y creo que se me tiene que pagar”, le dijo. El hombre lo citó al día siguiente, en el mismo lugar donde tres días antes lo recogió, pero jamás se hizo presente.
    Otra situación similar la enfrentó con un panameño que lo contrató como ayudante de limpieza de un restaurante griego. Lo hizo trabajar catorce horas, dos turnos, y únicamente le pagó siete. Argumentó que el dinero faltante lo pagaría el empleado saliente.
    La funcionaria del Ministerio de Ciudadanía e Inmigración está consciente de que los indocumentados no cuentan con protección legal para castigar a sus contratantes. “Indudablemente hay temor de denunciar y esa situación ha provocado que se registren sólo aquí, entre treinta o cuarenta denuncias por semana. Nos hablan distintas organizaciones sociales y los tres abogados, que tenemos muy cerca de estas oficinas”, puntualiza.

    Y en relación a su experiencia personal, con fines periodísticos, Eduardo consignó:

    La jornada del clap, clap...clap


    La jornada duró diez horas con dos breves recesos para probar alimentos. No fue una encomienda fácil, sino fatigante y dolorosa. Desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde alimenté de madera a dos clavadores, estuve bajo el acoso permanente de un contratista aprehensivo y jamás recibí la atención o el apoyo de mis compañeros de trabajo.
    Experimentar en carne propia el esfuerzo físico y emocional que se realiza en el ramo de la construcción, en realidad no fue nada agradable. Sobre todo cuando no existe una relación afectiva con el contratante y, por lo mismo, la paga se convierte en algo volátil, intocable.
    Un anuncio periodístico fue la puerta de entrada a esta aventura laboral. En un semanario hispano, relacionado a la promoción de empleos y compra o venta de diversos enseres o servicios, un contratista italiano, Lino, solicitaba mano de obra para trabajar en la construcción. El enlace lo realicé a través de un teléfono celular.
    Lino, en un mal castellano, me pidió datos particulares y estuvo de acuerdo a que le prestara mis servicios sin necesidad de contar con el permiso oficial. La paga se haría en "cash" e inicialmente ganaría ocho dólares la hora. El punto de encuentro sería el cruce de Lawrence West y Jane.
    “Traigo una camioneta negra con logotipos amarillos en las puertas”, dijo. “Lo espero a las siete de la mañana y sólo estaré ahí unos cinco minutos”.
    El encuentro se realizó al día siguiente. En la camioneta iban cuatro personas, entre ellas el italiano que iba al frente del volante. Yo le di algunas de mis características físicas y cómo iría vestido. Me dijo que trabajaríamos en Mississauga, por la Bumhamthorpe. Sus tres acompañantes eran hispanos, uno de ellos jamaiquino: Perches, Julio y Billy.
    Antes de iniciar la jornada, Lino nos llevó a tomar café a un Coffee Times. Ahí me presentó a sus compañeros y dijo que el trabajo consistía en levantar las estructuras de madera de la casa. Precisamente Billy y yo alimentaríamos de madera a los clavadores, Perches y Julio.
    Ya en el lugar de trabajo, un enorme solar rodeado de casas a medio construir, Lino empezó a dar instrucciones. Le dijo a Billy que me enseñara a usar la cortadora, pero en un principio él solo se encargaría de esa faena. Yo únicamente acarrearía las tablas y viguetas. El italiano jamás me exigió casco o zapatos especiales para trabajar.
    A partir de ese momento, la sierra eléctrica y las pistolas de aire no dejaron de funcionar. Éstas eran alimentadas por una compresora eléctrica. Billy colocó una mesa mal armada y sobre ella hacía los cortes que exigían los clavadores. Yo iba y venía por la madera.
    Los clavadores le gritaban: “Dos de seis”, “Una de cuatro”, “Dos de ocho”, etcétera. Sólo que en esta ocasión, las órdenes las decían en inglés, por simple hábito aprendido en otros trabajos similares. O sea: “Two for six” o “One for four”. Se referían, en el primer caso, a dos tablas de seis pulgadas y en el segundo, una de cuatro.
    Empecé cargando cuatro tablas, pero Lino me exigía que transportara seis. Lo hice. Sin embargo, la espalda empezó a dolerme y no dejaba de sudar. El “clac”, “clac”, “clac” de los clavos era repetitivo, molesto.
    El italiano no dejaba de hablar por teléfono y supervisaba el avance de la obra. Después me enteraría que en dos semanas levantaba la estructura de la casa y el contrato era por doce mil dólares. De ese dinero, invertía entre seis a ocho mil y su ganancia podría llegar a los cuatro o cinco mil. Durante seis meses al año el trabajo era abundante.
    Los clavadores ganaban 120 dólares diarios cada uno, de lunes a sábado, y Billy y yo, no más de 80. O sea que en mano de obra invertía cuatro mil 800 dólares en las dos semanas. Ninguno de los trabajadores tenía seguro médico o cualquier otra prestación. Los cuatro recibíamos apoyo económico del gobierno federal. Según Billy la paga se hacía cada dos semanas y en "cash".
    Durante las diez horas de trabajo, se nos permitió tener dos breves recesos, no mayores de quince minutos. Perches y Julio compartían sus alimentos y escuchaban música latina. Billy optaba por dormitar sobre una tabla. Sólo bebía café y fumaba. Lino, por el contrario, se ausentaba de la obra.
    Al mediodía tuve la encomienda de cortar madera. Billy me explicó de qué manera tenía que agarrar las tablas y medirlas. Todo se hacía con escuadra y cinta de medir. Era necesario hacer los cortes con precisión y no desperdiciar el material porque me lo cobrarían.
    “Me ha tocado ver compañeros que se han volado un dedo, por no tener cuidado”, me comentó Billy.
    La odisea no fue fácil. Los clavadores exigían material y, en esta ocasión, yo sólo les llevaba el que acababa de cortar. Billy hacía lo propio. Lino nos urgía a gritos. “Tenemos que terminar esta planta y dejar la otra a menos de la mitad”, nos decía.
    La espalda empezaba a lacerarme. También las piernas me temblaban. No había un minuto de descanso. “Y espera que te toque clavar clavos en los ángulos. Es muy duro, amigo”, me dijo Billy.
    Ese trabajo se realizaba con un martillo, a la vieja usanza. Billy me reveló que Perches y Julio llevaban cinco años en la construcción y tres meses atrás habían aplicado como solicitantes de refugio ante el Ministerio de Inmigración y Ciudadanía. Ambos eran salvadoreños y vivían en Steels. Billy ingresó a Toronto a finales de febrero y planeaba quedarse un par de años. Lino, por el contrario, desde 1989 radicaba en Canadá y antes se dedicaba a darle mantenimiento a los edificios públicos.
    La faena concluyó a las seis de la tarde. El regresar a mi casa fue penoso. Todo el cuerpo me dolía y el ruido monótono de los clavos y las sierras eléctricas aún golpeteaban el cerebro. Lino me dejó en el mismo lugar del encuentro mañanero y me recordó que al día siguiente debería estar ahí, a la misma hora. Ya no regresé. Una semana después lo busqué para que me pagara el día trabajado y su respuesta fue lapidaria: “Vergüenza debería darte. Por tu culpa sólo saqué el trabajo con tres personas y eso me afectó económicamente. Si sigues así no vas a tener futuro en Canadá”.     

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