miércoles, 9 de febrero de 2011

Canadá: Fusilados/XVII

Por Everardo Monroy Caracas


Porque el que tiene le será dado y el que no tiene, aún lo que tiene le será quitado...

Mateo 4-25

    El vuelo duró casi 24 horas y aquella bóveda azulosa, mar y cielo fundidos, le provocó estados de ánimo irrepetibles: seguridad, paz interior y libertad absoluta. Primero cruzó todo el territorio canadiense, de izquierda a derecha, y en un abrir y cerrar de ojos la nave plateada, con 189 pasajeros, sobrevoló la inmensidad del océano Pacífico, hasta llegar a su objetivo final: el aeropuerto internacional de Hong Kong.
    Una limousine con chofer y dos geishas aguardaba su arribo. El hijo del alcalde de Hainan —isla con casi nueve millones de habitantes— dio instrucciones para que le hicieran grata su estancia y a las seis de la tarde, conforme lo acordado, se reunieran en un lujoso restaurante de la carretera Sallsbury, a la orilla del mar de la China. Ahí estaba la zona de Kowloon, el más importante corredor financiero y comercial de Hong Kong.
Mister Jesse Rosenhart le advirtió que Chris Lee había estudiado en Calgary y tenía interés en construir un aeropuerto en Hainan. Demandaba algunas cotizaciones de seis o siete constructoras canadienses y previamente entregaría los anteproyectos de la obra para su estudio. De ahí el interés de reunirse con Carlos, representante de la promotora comercial.
    Carlos conoció al empresario de Toronto en uno de sus viajes a Buffalo, Estados Unidos, donde visitaba albergues públicos y ofrecía asesoría jurídica a los inmigrantes. En esa ocasión mister Rosenhart le vendió su camioneta a un ingeniero hispano gracias al apoyo de Carlos quien le sirvió de interprete. El dialogo se realizó en las afueras de un restaurante de paso y mister Rosenhart alabó el trabajo desarrollado por el guatemalteco.
    “Trabaje conmigo”, le dijo. “Quiero que viaje a Hong Kong y se entreviste con el alcalde de Hainan que está interesado en atraer inversión privada canadiense. Ellos hablan inglés y necesito que usted explique las bondades de mi empresa”.
    “¿Hay oportunidad de pensarlo?”, preguntó Carlos.
    “Más bien de atender mi invitación y estudiar los alcances de mi compañía. No desaproveche esta oportunidad que le ofrezco”, dijo mister Rosenhart.
Carlos tuvo que hablar con Robert Gertler y lo convenció para que le permitiera colaborar con mister Rosenhart. El negocio de Gertler enfrentaba cuarteaduras al descubrirse que en la mayoría de los albergues públicos, donde ofrecía sus servicios, otros abogados ya contaban con la complicidad de algunos directivos. Seguramente eso les permitía allegarse de algún dinero extra: cien o doscientos dólares por cliente presentado ante Legal AID. Le llamaban referral fees que en algún tiempo tenía reconocimiento oficial.
    Hong Kong semejaba un alfiletero. Entre las agujas de concreto y hormigón, los vehículos y peatones se desplazaban en nervaduras concéntricas, dinámicas y caóticas y a una velocidad sorprendente. Las zonas urbanas de Victoria Harbour y Kowloon estaban separadas por una franja de océano espumajoso, manchado de grasa, a consecuencia de la gran cantidad de casas y restaurantes flotantes.
    Carlos fue llevado en la limousine al hotel Hilton, donde tenía la reservación. Seguido de las dos geishas ascendió el elevador y llegó a su cuarto. Antes de introducir en la puerta la tarjeta magnética intentó despedirse de las jovencitas, no mayores de 16 años, e incluso agradeció su ayuda. Supuso que se trataba de una especie de edecanes, comisionadas por sus anfitriones para darle la bienvenida.
    “Nosotros no podemos retirarnos, tenemos que estar con usted hasta que se regrese a su país”, le dijo Li Zhi en un perfecto castellano.
No dejaba de sonreír. Su respuesta sorprendió a Carlos.
    Más tarde se enteraría que Li Zhi hablaba ocho idiomas y trabajaba de dama de compañía de turistas acaudalados. En este caso, el hijo del alcalde de Hainan pagaría los gastos.
    “Lo que quiero es descansar un poco y bañarme. ¿Por qué no regresan más tarde? En verdad estoy muy cansado”, dijo Carlos.
     El traer una encomienda de gran envergadura, como convencer a un gobernante a contratar los servicios de algunas constructoras canadienses, lo obligaron a ser más prudente y evitar cualquier acción personal que trastocara la esencia de los negocios. Suponía que aquellas jovencitas de rostro nacarado e imperturbable mancharían sus propósitos de agradar a sus anfitriones.
    En el fondo rechazaba el mercadeo sexual por no ser algo grato a los ojos de Dios. Eso pensaba.
    Una hora después, en traje y corbata, salió de la habitación y se sorprendió al reencontrarse en el pasillo a las dos geishas. Li Zhi volvió a recordarle que fueron contratadas para acompañarlo durante el tiempo que permaneciera en Hong Kong. De no querer, tendría que comentárselo a Chris Lee y serían sustituidas por otras chicas, dijo Li Zhi..
    En la limousine viajaron al restaurante, donde lo aguardaban el hijo del alcalde de Hainan y cuatro de sus colaboradores, acompañados de varias jovencitas. Chris no pasaba de los 30 años y el pelo lo traía relamido, brillante. Había elegancia en su vestir, casimir y mocasines del mismo color perla.
    Mientras bebían vino tinto y comían una gran variedad de mariscos y tallarines, uno de los asesores de Chris perfiló las dimensiones del negocio y la necesidad de contar con un aeropuerto de mayor envergadura, porque Hainan, ubicado al sur de China —a 500 kilómetros en barco de Hong Kong—, poco a poco se convertía en un importante polo turístico para los vietnamitas y chinos.
    “Nuestro aeropuerto actual es de alto riesgo y sólo avionetas de poca envergadura tienen acceso a la ciudad de Haikou, nuestra capital”, explicó.
    Antes de retirarse, Chris le informó a Carlos sobre la presencia del Ballet Folklórico de China, en la Academia de Arte Dramático. Había conseguido varios pases y tenía interés de que lo acompañara. El enviado de mister Rosenhart no pudo negarse. Tuvo que compartir el palco con las dos geishas. En ese lugar conoció algunos pormenores de la vida de Li Zhi: era de Cantón y su madre la había vendido a una mujer por 500 dólares. Hizo lo mismo con su hermana mayor.
    Tenía cuatro años y desde esa edad recibió clases de inglés, francés, italiano, español, portugués, alemán, mandarín y japonés. Un viejo filipino la desvirgó a los ocho años y pagó por ello diez mil dólares. Desde entonces se convirtió en la dama de compañía de empresarios y políticos de todo el mundo, siempre bajo el cuidado de su compradora.
    Una semana después de arribar a Hong Kong, Carlos regresó a Canadá. Mister Rosenhart quedó complacido por el trabajo desarrollado y el gobierno local de Hainan, en tres meses, recibiría las propuestas presupuestales de ocho constructoras canadienses.
    Durante cuatro meses, Carlos radicó en Toronto y continuó con su soltería obligada. El intento de un golpe de estado perpetrado por militares y el presidente guatemalteco Jorge Serrano Elías, protector de Ríos Montt, provocó que el Tribunal Constitucional lo desconociera y obligara a dimitir. En su lugar, el Congreso Nacional designó como su sucesor a Ramiro León Carpio, abogado y ex procurador de los Derechos Humanos. Todo esto sucedió entre mayo y junio de 1993.
    El nuevo presidente de la República anunció que se crearía una especie de Comisión de la Verdad para investigar y castigar a los implicados en la guerra sucia de la década de los ochenta. Carlos supuso que con el nuevo gobierno, avalado por la sociedad civil guatemalteca, los familiares de Lío y los otros cinco jóvenes fusilados el 3 de marzo de 1983 encontrarían apoyo para castigar a sus asesinos.
    No fue así.
    Por vía telefónica, uno de los dos abogados consultados fue lapidario en su respuesta:
    “Carlos, el país aún no está preparado para juzgar a los genocidas. Los militares siguen moviendo la seguridad de Guatemala y la guerrilla está por ceder y aceptar el alto al fuego. Desgraciadamente seguirán impunes quienes asesinaron a cien mil guatemaltecos y tienen desaparecidos a otros cincuenta mil”.
    “Pero De León Carpio está de acuerdo en crear la Comisión de la Verdad y esclarecer lo ocurrido recientemente en Guatemala, así lo ha anunciado”, recordó Carlos.
    “Para tu conocimiento, Ríos Montt es el dueño del Frente Republicano Guatemalteco, que creó hace dos años, y no tarda en ser diputado e imponernos a otro presidente de la República. Mientras los guatemaltecos, los gringos y el capital privado respalden a estos genocidas, difícilmente llegaremos a verlos tras las rejas”, dijo el abogado.
    Mister Rosenhart nuevamente buscó a Carlos para solicitar sus servicios. Un médico egipcio, Mohammed Fuad, abriría una cadena de mueblerías en El Cairo y necesitaba conocer las ventajas ofrecidas por algunos proveedores canadienses. La Promotora comercial de mister Rosenhart los representaría y Carlos, como había ocurrido en Hong Kong, viajaría a ese país oriental e intentaría abrirles mercado a los fabricantes de muebles.
    De acuerdo a lo planeado, saldría de Nueva York en vuelo comercial y llegaría al aeropuerto internacional de El Cairo, en pleno desierto Arábigo.
    “Está por iniciarse el mes del Ramadán y posiblemente tenga que acompañar al doctor Fuad a algunos eventos religiosos, espero su comprensión”, le advirtió mister Rosenhart.
    En esta ocasión no hubo limousina en la puerta, sino un taxi. El conductor lo recibió con un cartel con el nombre de “Carlos”. En inglés se comunicaron.
    “Ya tiene una reservación en el hotel Sheraton”, le dijo el taxista.
    La infraestructura del aeropuerto en nada se diferenciaba a los aeropuertos de las principales ciudades del mundo. Era su gente la que le daba el toque racial y cultural. No faltaban las chilabas blancas e impolutas; los turbantes de distintos colores vivos o los chadores oscuros en algunas mujeres iraníes o iraquíes. Predominaban la seda y la lana y los olores de espliego y anís.
    Carlos llegó al hotel y enfrentó el primer problema cultural, en una ciudad donde el polvo, calor y pobreza eran respirables e inocultables. El sanitario carecía de papel. Los lugareños, después de defecar se aseaban con la ayuda del agua y la mano izquierda: la siniestra. Eso lo explicó el recepcionista. Sería hasta el final del ayuno sagrado o Ramadán, cuando restituirían algunos hábitos occidentales, como el colocar un rollo de papel sanitario en los baños de las habitaciones. Carlos tuvo que salir del apuro con una toalla.
    En dos días, el doctor Faud inauguraría su negocio en la Shari Al Orabi, una de las principales calles céntricas, a dos manzanas de los jardines Ezbequiya. Palmeras datileras, achaparradas, y sicomoros frondosos sobresalían a lo largo de las avenidas y mezquitas.
    El doctor Faud aguardaba a Carlos en un club privado de la Corniche An Nill, cerca del río Nilo. Usaba túnica blanca y quevedos con armadura de carey. En algunas mesas los parroquianos jugaban dominó o backgammon y fumaban pipas de agua caliente, cargadas de yerbas aromáticas y opio. El médico lo invitó a comer bolas de garbanzo frito y la tradicional tahina, compuesta de yogurt, pepinos, tomates, aceite de oliva, ajo, limón y sésamo de ajonjolí con nueces y almendras.
    “Tiene que conocer esta ciudad para darse una idea de lo que es un musulmán de fe y trabajo. Aquí en El Cairo tenemos la universidad más antigua del mundo, la Al-Azhar con más de cien mil estudiantes, se imagina”, dijo el médico, hombre mayor y de piel traslúcida.
    “Más ahora que es el mes del Ramadán”, dijo Carlos.
    “Está en lo correcto”, explicó el galeno. “Quienes seguimos el Corán tenemos la obligación de conocer La Meca, aunque sea una vez en la vida. Tenemos que llegar a Arabia Saudita, al otro lado del Mar Rojo. Imagínese, mil quinientos kilómetros de desierto existe entre El Cairo y la tierra santa, donde nació el profeta Mahoma, fundador del Islam. Yo ya he accedido a la gran mezquita por una de sus 24 puertas y observado el pozo sagrado donde Ismael bebió agua con ayuda de su madre Agar, la verdadera esposa del patriarca Abraham. Los musulmanes nos consideramos descendientes de Ismael”.
    El doctor Faud en su juventud había participado en la guerra contra Israel y por simpatizar con las ideas nacionalistas del general Gamal Abdel  Nasser, muerto en septiembre de 1970 a consecuencia de un infarto, confrontó con los seguidores de su sucesor, Anwar al-Sadat y tuvo que huir y refugiarse en Canadá. Sadat fue asesinado el 6 de octubre de 1981 por un comando fundamentalista islámico, inmerso en las Fuerzas Armadas Egipcias, que se oponía a su política reconciliadora con Israel.
    El doctor Faud retornó  en 1992 a El Cairo y apoyó al gobierno de Hosni Mubarak, sucesor de Sadat, quien en unos días, octubre de 1993, buscaría ratificar su mandato a través de un referéndum.
    Carlos se enteró que un mes antes de su arribo a El Cairo, Mubarak había ordenado el fusilamiento de 29 egipcios fundamentalistas islámicos. En su afán de contrarrestar la influencia occidental en el mundo árabe, quemaban con ácido sulfúrico el rostro a las mujeres que no se lo cubrían con un velo o asesinaban a funcionarios públicos, proclives a consumir productos estadounidenses o europeos.
    Los musulmanes cuestionaron la ejecución de los rebeldes religiosos, pero Mubarak argumentó que en Egipto deberían predominar los principios democráticos y de libre comercio y reconocer la diversidad religiosa y política. Pensar lo contrario era condenar al atraso social y cultural a los 70 millones de habitantes.
    El doctor Faud apoyó los fusilamientos al considerar que la violencia alentada por los fundamentalistas, provocaba crisis económica e ignorancia irracional. El turismo había decaído en un 50 por ciento en comparación con el año anterior y el país podría entrar a una nueva espiral inflacionaria y generar más desempleo y marginación social.
    Carlos no estuvo de acuerdo con la tesis de su anfitrión. Instintivamente relacionó el caso de Lío con ese hecho y le recordó al médico que en una verdadera sociedad democrática el poder judicial era autónomo y la pena de muerte estaba descartada. Principalmente tratándose de asuntos políticos o religiosos, menos cuando los gobiernos ponen el interés económico por encima de la ley y la razón. Remontó su ejemplo a la Centroamérica de los setenta y ochenta.
    El doctor Faud cambió la conversación y entró al terreno de los negocios. Más tarde, lo llevó a conocer la Mezquita de Mohammed Alí, general otomano que le dio identidad nacional a Egipto y luchó contra los franceses, griegos y mamelucos. Una de sus principales aportaciones históricas fue el desarrollar nuevas tecnologías en la industria y el agro y convertir a Egipto en un importante productor de algodón y puerta comercial del mundo. El 2 de agosto de 1849 murió y los egipcios inmortalizaron su memoria al conservar su cabeza en una mezquita construida con mármoles, maderas finas y piedras y metales preciosos.
    La mezquita se encuentra dentro de la ciudadela, a casi un kilómetro del camposanto principal, lugar donde miles de familias pobres han convertido los sepulcros y tumbas en viviendas. El doctor Faud era recurrente en el tema de Mohammed Ali y la veneración que le tenían sus coterráneos.
    Otro aliado natural de Carlos fue el taxista Abdullah que lo recibió en el aeropuerto. Con su ayuda conoció la ciudad de El Cairo, parte de Egipto y las márgenes del río Nilo. Sin embargo, la torre y universidad de El Cairo; el zoológico y la zona arenada con las pirámides de Gizeh y la gran esfinge con cabeza humana y cuerpo de león no lograron ocultar las necesidades materiales de los pobladores. El agua escaseaba y la insalubridad de las calles y vecindades multiplicaba los moscarrones, moscos, cucarachas y pulgas.
    Carlos acompañó al taxista a un retiro de beduinos en el desierto y durante una semana observó sus costumbres y bebió agua del mismo odre de cuero animal. Aprendió a cabalgar en caballo y camello y durmió al aire libre, bajo temperaturas de fuego y frío, y un manto oscuro, único, cuajado de luceros dorados y titilantes.
    En sus tres campamentos, donde comían y dormían separados hombres y mujeres, la convivencia era fraternal y la danza y oración jamás se separaba de sus moradores. Nunca faltaba la leche y la carne de cabra y los ropajes de lana tosca y sin teñir. En el desierto Líbico, antes de llegar a la frontera con Sudán, Carlos tuvo que despedirse y regresar por carretera a El Cairo.
    De Asuán a la capital de Egipto recorrió más de 750 kilómetros y percibió los olores salinos del Nilo y el Mar Rojo y probó en Luxor y Al Minyá la kofta con carne picada de cabra y la baba ghanoug, hecha a base de berenjenas y tahina. Las piastras nunca le faltaron.
    En el hotel, el recepcionista le informó que mister Rosenhart lo había buscado insistente en varias ocasiones. Carlos nunca le informó de su interés de integrarse a una caravana de beduinos sin tierra propia.
    “Necesito que regreses urgentemente a Toronto antes de la primera semana de Octubre. Necesito que abras oficinas en la ciudad de México por la firma de Nafta”, leyó Carlos en el recado, escrito en un mal inglés.

 

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