lunes, 10 de enero de 2011

Pika Calles, la Cubana

Por Everardo Monroy Caracas

    Tengo cuarenta y tres años y de nuevo debo encontrar la fórmula para comunicarme con el prójimo. Desde el pasado diciembre vivo en Toronto y estoy bajo la protección del gobierno canadiense. Soy un refugiado político. En México, mi país de origen, trabajé durante treinta años de periodista y jamás enfrenté la responsabilidad de criar hijos y mantener familia. Ahora debo hacerlo. Pero ¿cómo?, si en esta habitación maloliente tengo el cadáver de mi mejor amigo y todo indica que yo lo asesiné. ¿Lo haría?
    Videla y yo nos reencontramos el jueves en el templo anglicano de San Lorenzo y decidimos comer en el restaurante de Pika Calles, la cubana, en Lawerence y Dufferin, donde el consumo de ron y cerveza fue maratónico. No hablo inglés y me aferro a mi lengua materna: el castellano. El sacerdote de esa iglesia planeaba reabrir un periódico comunitario e invitó a periodistas hispanos a insertarse en su siguiente aventura editorial. Cinco años antes inició la construcción de una radiodifusora y en la actualidad cosecha sus logros. No deja de transmitir en habla hispana las veinticuatro horas del día y las ciento sesenta y ocho horas semanales.
    —Discusiones nuevamente, Videla. No para este embrollo. Imagínate, yo no tengo trabajo y me lastimé la espalda. Gisela se ha vuelto una arpía. Por momentos quisiera largarme a la chingada y reencontrarme este domingo con Priscila.
    Las tres botellas de cerveza oscura aún aguardaban los siguientes cinco o seis tragos para llegar a su fin. Pika Calles continuaba en la cocina y no dejaba de apachurrar cucarachas. La carne molida con chile y cebolla chirriaba sobre las brazas de la parrilla eléctrica. Pensaba en su hijo y el anciano que la esponsorió para quedarse en Canadá y lograr la ciudadanía. Giovanni era un adolescente e iba a la escuela elemental. Seis años antes llegaron de la Habana y quedó encadenada a la solitaria y deprimente vida de Nicholas Godunov, un rusocanadiense, ex bolchevique y ex combatiente de la segunda guerra mundial. Lo conoció en Varadero e intimidó sexualmente por su obsesivo interés de huir de Cuba y más tarde hacer lo mismo con su amante e hijo.
    Camilo prefirió seguir al lado de su familia y sacarle un poco de plata a Pika. Durante cuatro años le hizo creer que la alcanzaría en Toronto y una vez al mes le solicitaba dinero para supuestamente sobornar a funcionarios del Ministerio del Interior de su país.
    Un día, embrutecido por el ron y un porro de marihuana, decidió decirle la verdad:
    “Nunca te quise, por “jinetera”, y prefiero quedarme acá, negra, y seguir mi vida con la revolución y mis hijos”.
    Su comentario sobre “la revolución” fue para ganarse la confianza de los burócratas que leyeron su carta antes de reenviarla.
    Pika creyó consumirse y ya no le encontraba sentido a su existencia. Su hijo era el único sostén emocional y “el anciano”, como llamaba a Nicholas, su fortaleza legal y económica. Tenía una modesta pensión y casa propia en el distrito de Etobikoke.
    —Voy a “coltale” las bolas a ese hijo e puta —me lo dijo en una de nuestras tantas borracheras.
    —¿Vale la pena?
    —“Desglació” mi vida ese “neglo”, Pepe Toño. “Mila” que yo le di todo... Todo, hasta me hice puta para “sacaldo” de la isla. Tú tienes que “ayudalme”, Pepe Toño. “Quielo” que vayas a la Habana y hagas algo “pala” que no se “bule” de mi ese “desglaciado”.
    Fue Videla quien hizo el compromiso de ayudarla. Pika era una hembra descomunal, de piernas y nalgas de mulata. Sin grasa en el vientre y su cabello rizado semejaba una atropellada cascada negra que le llegaba a las coyunturas de las rodillas. Incomparable en la cama, pero marcada por el tal Camilo.
    —Un poquito de “Rosa de navidad” y el muy “cachado” se vuelve un estúpido y al hoyo —dijo Videla.
    —¿Y dónde sacas esa porquería? —lo dije en tono indiferente, pero sin disfrazar mi curiosidad.
    —Cuba está llena de pantanos, pelao. Son unas florecillas amarillas que se dan ahí, por allá en invierno y dímelo a mí que en mis tiempos de estudioso de las yerbas pasé una buena temporada en Baracoa, cerca de Guantánamo.
    Videla frisaba los 41 años y era rengo y uruguayo. La barba entrecana lo hacía parecerse mayor y su mirada de halcón montaraz evidenciaba el sufrimiento intenso al que estaba sometido desde su permanencia en Canadá. Trabajaba con dos hermanos argentinos, dedicados a la construcción de esqueletos de madera para casas y durante cincuenta horas a la semana Videla los alimentaba de tablas y viguetas. Esa era su calvario. Por el momento, tuvo que ausentarse del trabajo al sufrir una caída y lastimarse la espalda. Amortiguaba el dolor con aspirinas y cervezas. Su larga estadía en el “King Kong” ya era cosa del pasado.
    —Los “tleinta” mil “dólales” que he acumulado son tuyos, Videla. El muy “malano” tiene que tragarse su “mielda” —Pika entrecerró los ojos y apretó sus puños hasta amarillarlos.
    —Tenemos que aguardar a que me llegue la residencia y en menos de dos años, allá me tenés, mulata.
    Yo no quise marginarme y me comprometí a acompañarlo en su odisea a Cuba y así ayudarlo en su letal encomienda. También estaba en puerta la resolución de mi residencia permanente en Canadá  y vivía en un sucio departamento de Lawrence west, al lado de mi esposa y tres hijos, dos de ellos gemelos y aún en la pubertad. Tenían dos meses radicando en Toronto y Oliva aún padecía el trauma de la añoranza familiar y los sinsabores de la insalubridad y la falta de tortillas y el chisme amigable. Los vientos de Tepoztlán aún circulaban por sus arterias y tardaría otro par de meses para desintoxicarse y abrevar de la verdad cotidiana.
    El fin de semana, Olivia y los muchachos viajaron a Leamington, a invitación de una prima hermana de Videla, casada con un mexicano, jornalero en una granja de pepino. Estarían allá toda la temporada vacacional de verano y yo aprovecharía ese lapso para buscar trabajo. Mi última ocupación fue de empleado de limpieza en una fábrica de chicles, en la parte norte de la ciudad. Lavaba sanitarios y recogía el dulce bajo las máquinas operadas por mujeres vietnamitas y chinas. Ahí comprobé que su excremento era inodoro y su comunidad, una de las mejores organizadas y explotadas por el capital canadiense. En el mes y medio que ahí laboré aprendí a conducir una máquina limpiadora de pisos: chorreaba agua, enjabonaba, enjugaba, tallaba y secaba. Un portento valorado en diez mil dólares. De lunes a viernes, durante una hora, tenía la obligación de arrancar plastas de chicle con ayuda de una cuchilla y lavar el mismo piso manchado de glucosa y azúcar granulada. El polvo entraba por todo el sistema respiratorio y mi sudor volvíase pegajoso y molesto.
    La presión ejercida por mis tres compañeros de trabajo, hispanos y bilingües, me alteró emocionalmente y contribuyó a arrinconarme, con mayor asiduidad, al comedero de Pika Calles. Dos o tres veces por semana llegaba al negocio y bebía cerveza. Mi paciencia para escuchar historias y entenderlas, contribuyó a convertirme en un consejero privilegiado de la cubana. El problema era que no lograba encontrar un receptor confiable de mis cuitas y esa desgracia me alimentaba de hiel y frustración. Entonces optaba por anegarme de cerveza y perder la cordura y el respeto a mi investidura de intelectual. Pika y Videla simplemente me toleraban, pero jamás sugerían cura o medida. De esa manera ganaron mi amistad, respeto y añoranza en tiempos de sequía y aburrimiento.
    —Priscila quiere que regrese con ella —dije y alcancé a percibir su mirada reprobatoria de Pika.
    Videla respetaba cualquier decisión tomada porque en los asuntos de la carne tampoco existía remedio o conseja. El propio cuerpo y sus agregados, entre ellos la mente, exudaban sus antídotos. Un buen chorro de feromonas en tiempos de celo y el macho quedaba sujeto al yugo femenino. Después, ya en convivencia, otras sustancias naturales o psicológicas afianzaban el aplacimiento carnal.
    —Tienes la “peculialidad” de “batil” la cochinada sin ningún “remoldimiento”, Chico —dijo Pika.
    —Es que ya no aguanto tanta bronca familiar. Busco mis propios espacios para sentirme vivo. Mis hijos ya están aquí y tienen una excelente madre.
    —Lo entiendo porque Gisela es una “gilipollas” de mierda, vos no sabes qué ganas tengo de apretarle el pescuezo cuando la escucho roncar —Videla formó una grande “o” con los dedos pulgar e índice de ambas manos.
    —Ella es caliente y tiene derecho a no estar sola, si yo le he fallado —intenté defender a esa sombra que tantas frustraciones me había causado.
    —Te dejó cuando más la necesitabas —dijo Pika—. ¿O ya se te olvidó que hasta el “dinelo” del “welfale” utilizó para “salil” del país y “sobleviviste” de “pulo” “milaglo”?.  Esa “mujel” nunca te ha respetado, chico.
    Priscila trabajaba de stripper en un centro nocturno de Toronto, en el “King Kong”. Sus cuarenta y siete años de edad en nada limitaban su espectáculo. Su cuerpo aún inquietaba al público masculino y conservaba los senos incólumes, macizos y enhiestos. Lo mismo que su trasero. El ejercicio, las dietas y el cirujano plástico alternaban en su cotidianidad para sacar adelante su negocio.
    La conoci en una campaña política en Nogales, Sonora y durante quince años sobrevivimos a diversos conflictos de convivencia y lejanía. En ese tiempo, Priscila Cobres se casó en dos ocasiones y tuvo que prostituirse para sacar adelante deudas y pagar cirugías. Tenía la ciudadanía canadiense y hablaba un inglés incipiente, de primeriza, al radicar cerca de 40 años en México.
    —Me hace sentir vivo...—dije con voz trémula, de moribundo, y una inmensa tristeza casi me provocó llanto.
    —Lo que tienes que “hacel” es “molilte” esta noche y “revivil” mañana “pala” que no faltes a tu cita, mi helmano.
    Le obedecí y mezclé cerveza con ron y acepté unas buenas chupadas del enorme chorizo de marihuana, amasado por las manos mágicas de Pika Calles. Sólo que al resucitar, después de esa dulce muerte de alcohólico narcotizado, los pechos dulces de la cubana dejaron de manar calostro y tomaron una tonalidad viscosa, agridulce, de vino tinto. Antes de perder la razón, aún alcancé a evocarla de rodillas, en medio de mis piernas, succionando y succionando y repitiendo el nombre de Camilo hasta la saciedad. Ahora, con la desfachatez del sol sobre la cara, desnudo y tiritante, alcancé a descubrir el rostro demudado de Videla. Sus ojos de ave rapaz me observaban, metalizados e inermes. Walter Raleigh estaba ahí o así quise imaginarlo. La cabeza carecía de tronco y el lago hemático había logrado anegar mi costado hasta la altura del cuello. Sin proponérselo, Jacobo I, rey de Inglaterra, convirtió aquel aventurero de Hayes Barton en un icono latinoamericano, al reproducirse su testa barbada en la portada de millones de cajetillas de cigarros con filtro. La cabeza parlante, ahora muda. Mi amigo Videla decapitado. Dos o tres metros más adelante, cerca de la cama, lograban sobresalir unas piernas amarillentas, de pies sucios y huesudos. La sangre manaba de ahí y supuse que formaba parte de aquel rompecabezas humano. Fue entonces que comencé a recordar que era Viernes Santo y dos días antes, en una corta conversación telefónica con Priscila, me enteré que durante el Domingo de Gloria, en la iglesia anglicana de San Lorenzo, ella acudiría a misa y trataría de convencerme de nuestro regreso. La resurrección de Jesucristo acababa de materializarse. Aún escuché el gemir de las sirenas y una voz alterada, de caribeña.
    --Te lo dije hijo de puta, Camilo de mielda… te lo dije… Te lo dije –pregonaba la mulata, desnuda y en cuclillas, sin soltar la sangrante hacha.    

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