sábado, 4 de diciembre de 2010

Está bien, hablemos de literatura

Por Gabriel García Márquez

    Jorge Luis Borges dijo en una vieja entrevista que el problema de los jóvenes escritores de entonces era que en el momento de escribir pensaban en el éxito o en el fracaso. En cambio, cuando él estaba en sus comienzos, sólo pensaba en escribir par así mismo. "Cuando publiqué mi primer libro –contaba–, en 1923, hice imprimir 300 ejemplares y los distribuí entre mis amigos, salvo cien ejemplares que llevé a la revista Nosotros". Uno de los directores de la publicación, Alfredo Bianchi, miró aterrado a Borges, y le dijo: "¿Pero usted quiere que yo venda todos esos libros?" "Claro que no –le contestó Borges–: a pesar de haberlos escrito no estoy completamente loco". Por cierto que el autor de la entrevista, Alex J. Zisman, que entonces era un estudiante peruano en Londres, contó al margen que Borges le había sugerido a Bianchi que metiera copias del libro en los bolsillos de los sobretodos que dejaran colgados en el ropero de sus oficinas, y así consiguieron que se publicaran algunas notas críticas.
    Pensando en este episodio, recordé otro tal vez demasiado conocido, de cuando la esposa del ya famoso escritor norteamericano Sherwood Anderson encontró al joven William Faulkner escribiendo a lápiz con el papel apoyado en una vieja carretilla. "¿Qué escribe?", le preguntó ella. Fulkner, sin levantar la cabeza, le contestó: "Una novela". La señora Anderson sólo acertó a exclamar: "¡Dios mío!". Sin embargo, unos días después, Sherwood Anderson le mandó decir al joven Faulkner que estaba dispuesto a llevarle su novela a un editor, con la única condición de no tener que leerla. El libro debió ser Soldier's Pay, que se publicó en 1926 –o sea tres años después del primer libro de Borges–, y Faulkner había publicado cuatro más antes que se le considerara como un autor conocido cuyos libros fueron aceptados por los editores sin demasiadas vueltas. El propio Faulkenr declaró alguna vez que después de esos primeros cinco libros se vio forzado a escribir una novela sensacionalista, ya que los anteriores no le habían producido bastante dinero para alimentar a su familia. Ese libro forzoso fue Santuario, y vale la pena señalar lo porque esto indica muy bien cuál era la idea que tenía Faulkenr de una novela sensacionalista.
    Me he acordado de estos episodios en los orígenes de los grandes escritores, en el curso de una conversación de casi cuatro horas que sostuve ayer con Ron Sheppard, uno de los redactores literarios de la revista Time, que está preparando un estudio sobre la literatura de América Latina. Dos cosas me dejaron muy complacido de esa entrevista. La primera es que Sheppard sólo me habló y sólo me hizo hablar de literatura, y demostró sin el menor asomo de pedantería que sabe muy bien lo que es. La segunda es que había leído con mucha atención todos mis libros, que los había estudiado muy bien no sólo por separado sino también en su orden y en su conjunto, y además se había tomado el trabajo arduo de leer numerosas entrevistas mías para no rehacer en las mismas preguntas de siempre. Este último punto no me interesó tanto porque halagara mi vanidad –cosas que de todos modos no se puede ni se debe descartar cuando se habla con cualquier escritor, aun con los que parecen más modestos– sino porque me permitió explicar mejor, con mi experiencia propia, mis concepciones personales del oficio de escribir. Todo escritor entrevistado descubre de inmediato –por cualquier descuido íntimo– si su entrevistador no ha leído un libro del cual le está hablando, y desde ese instante, y acaso sin que el otro lo advierta, lo coloca en situación de desventaja. En cambio, conservo un recuerdo muy grato de un periodista español, muy joven, que me hizo una entrevista minuciosa sobre mi vida creyendo que yo era el autor de la canción de las mariposas amarillas que por aquella época sonaba por todas partes, pero que no tenía la menor idea de que aquella música había tenido origen en un libro, y que además era yo quien lo había escrito.
    Seheppard no hizo ninguna pregunta concreta, ni utilizó la grabadora sino que cada cierto tiempo tomaba notas muy breves en un cuaderno escolar, ni le importó qué premios me habían dado antes o ahora, ni trató de saber cuál era el compromiso del escritor, ni cuántos libros había vendido ni cuánto dinero me había ganado. No voy a hacer una síntesis de nuestra conversación, porque todo cuanto en ella se habló le pertenece ahora a él y no a mí. Pero no he podido resistir a la tentación de señalar el hecho como un acontecimiento alentador en el río revuelto de mi vida privada de hoy, donde no hago casi nada más que contestar varias veces al día las mismas preguntas con las mismas respuestas de siempre. Y pero aun: las mismas preguntas que cada día tienen menos que ver con mi oficio de escritor. Sheppard, en cambio, con la misma naturalidad con que respiraba, se movía sin tropiezos por los misterios más densos de la creación literaria, y cuando se despidió me dejó ensopado en la nostalgia de los tiempos en que la vida era más simple y uno disfrutaba del placer de perder horas y horas hablando nada más que de literatura.
    Sin embargo, nada de lo que hablamos se fijó de un modo más intenso que la frase de Borges: "Ahora los escritores piensan en el fracaso y en el éxito". De un modo o de otro, les he dicho lo mismo a tantos escritores jóvenes que encuentro por esos mundos. No a todos, por fortuna, los he visto tratando de terminar una novela a la topa tolondra para llegar a tiempo a un concurso. Los he visto precipitándose en abismos de desmorfalización por una crítica adversa, o por el rechazo de sus originales en una casa editorial. Alguna vez le oí decir a Mario Vargas Llosa una frase que me desconcertó de entrada: "En el momento de sentarse a escribir, todo escritor decide si va ser un buen escritor o un mal escritor". Sin embargo, varios años después llegó a mi casa de México un muchacho de 23 años que había publicado su primera novela seis meses antes, y que aquella noche se sentía triunfante porque acababa de entregar al editor su segunda novela. Le expresé mi perplejidad por la prisa que llevaba en su prematura carrera, y él me contestó con un cinismo que todavía quiero recordar como involuntario: "Es que tú tienes que pensar mucho antes de escribir, porque todo el mundo está pendiente de lo que escribes. En cambio yo puedo escribir muy rápido porque muy poca gente me lee". Entonces entendí, como una revelación deslumbrante, la frase de Vargas Llosa: aquel muchacho había decidido ser un mal escritor, como en efecto lo fue hasta que consiguió un buen empleo en una empresa de automóviles usados, y no volvió a perder el tiempo escribiendo. En cambio –pienso ahora– tal vez su destino sería otro si antes de aprender a escribir hubiera aprendido a hablar de literatura. Por estos días hay una frase de moda: "Queremos menos hechos y más palabras". Es una frase, por supuesto, cargada de una grande perfidia política. pero sirve también para los escritores. Hace unos meses le dije a Jomi García Ascot que lo único mejor que la música era hablar de música, y anoche estuve a punto de decirle lo mismo sobre la literatura. Pero luego lo pensé con más cuidado. En realidad, lo único mejor que hablar de literatura, es hacerla bien. (Publicado el 7 de febrero de 1983 en la revista Proceso)

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