viernes, 3 de diciembre de 2010

El comando del teniente Hanley en Huayacocotla

Santo Patrono
Por Everardo Monroy Caracas

    En el restaurante de Clafira Gómez, por veinte centavos la entrada, mirábamos dos programas de televisión cada domingo: “La familia Monster” y “Combate!”. Yo tenía nueve años y al lado de una treintena de amigos abarrotábamos el negocio, cercano al hotel de mi abuelo. De ocho a nueve de la noche nos aislábamos totalmente del mundo.
    Aún recuerdo el anuncio introductorio de “Combate!”:
    --Ford Motor Company, la única red de concesionarios en ciento cinco ciudades del país, presenta: Cooommmbaate!!!..
    Y bajo el estruendo de tambores y clarinetes, en son marcial, aparecían los rostros en alto contraste de Vic Morrow y Rick Jason, como el sargento Chip Saunders y el teniente Hil Hanley. La serie estaba ambientada en la segunda guerra mundial. Gringos contra nazis y, como era de esperarse, todos estábamos a favor de los primeros.
    “Los Monster” iniciaba a las ocho de la noche y la historia recaía en las peripecias poco ortodoxas de Frankenstein, tres vampiros y una chica rubia y guapa, pero poco inteligente: Herman, Lily, el abuelo, Eddie y Marilyn, en ese orden. Herman y Lily eran los padres de Eddie, un niño de diez años, y tíos de Marilyn. Se trataba de una comedia ambientada en los Estados Unidos de los sesenta.
    Clafira era una mujer rozagante, bonachona y con un estropeado fuelle en los pulmones. A su restaurante acudían empleados de gobierno, comisionados en Huayacocotla, y los huéspedes del hotel del abuelo, entonces administrado por mi tía Ana María. Los Monroy y los Gómez llevaban buena amistad, porque uno de los hermanos de Clafira, Raymundo, trabajaba con mi padre --ingeniero topógrafo-- en Poncitlán, Jalisco. Construían subestaciones generadoras de energía eléctrica y dependían de la Secretaria de Agricultura y Recursos Hidráulicos. De ahí las largas ausencias de mi padre en casa.
    El olor a comida era penetrante mientras yacíamos acuclillados en el frio piso del restaurante. Mis compañeros y yo teníamos prohibido gritar mientras pasaban los dos programas televisivos, en blanco y negro. El monitor de 30 pulgadas estaba metido en un enorme cajón de madera y la marca metálica, RCA, vibraba a cada estruendo de metralla.
    Chencho Pelcastre fue vetado en los encuentros dominicales del restaurante, porque en una ocasión, se lió a golpes con Emilio, el hijo menor del cartero, por asegurar que el teniente Hanley era un cobarde y todo el peso de la aventura recaía en el sargento Chip, y tenía razón. Chip demostraba valentía y audacia en las tremendas balaceras que se fraguaban en campo abierto o entre los escombros de alguna aldea destruida por los obuses. Chencho jamás volvió a recorrer los territorios cercanos a los Gómez y evitó saludar a Clafira y sus parientes. Era un hombre de rencores sin olvido.
    En el pueblo convivíamos no menos de seis mil personas y el servicio eléctrico, deficiente y gratuito, apenas permitía encender algún aparato electrodoméstico. Estoy seguro que en aquellas fechas ninguna familia poseía un refrigerador, plancha, licuadora o lavadora. El televisor de los Gómez funcionaba con apoyo de una pequeña planta generadora de gasolina. Mi abuelo Elpidio fue de los primeros que la adquirieron en la ciudad de México.
    Durante las noches, Huayacocotla llegaba a borrarse de la faz de la tierra. La niebla impedía recibir la luminosidad de la luna y las estrellas y todo era oscuridad. En casa nos alumbrábamos con quinqués de petróleo y velas de cera blanca. Las familias muy pobres utilizaban rajas de ocote y veladoras que normalmente colocaban en los altares de sus santos.
    En las temporadas de lluvia, por los meses de junio o julio, las puertas de los corredores tomaban vida. El viento las hacia crujir y entonces la imaginación empezaba a hacer estropicios en nuestros nervios. El miedo a lo desconocido nos acercaba a los personajes descritos por el vulgo popular: la mano peluda, la Llorona, la bruja que se robaba a los niños, Satanás vestido de ranchero con botines y espuelas de plata y los nahuales, seres con la habilidad de convertirse en cerdos, perros o serpientes para hacer el mal. Yo dormía en una colchoneta, sobre un camastro de ixtle, y era tanto mi temor a la noche que prefería orinarme ahí, antes de ir al sanitario, que hallábase en el exterior de mi cuarto.
    --Si te sigues meando en la cama, te voy a dar una lección –me advirtió un fin de semana, mi tío Ramón Baca.
    --Es que no me doy cuenta, tío…
    --Ya te lo dije… No es posible que sigas pudriendo las colchonetas…
La noche del Día de Muertos, un 2 de noviembre, el tío Ramón materializaría su amenaza. Lo hizo a espaldas de mi tía Ana María y en el hecho, para fortuna mía, involucró a mi hermano Sergio, el primogénito. Por lo pronto, Clafira Gómez nos avisó que el siguiente domingo no abriría el restaurante por respeto a sus muertos. El comando gringo, bajo el mando del teniente Hil Hanley, y la familia Monster descansarían de nosotros, por esa única vez.

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